Opinión

Ayotzinapa y el oportunismo

Los hechos trágicos de Iguala, en los que 43 estudiantes de la normal Isidro Burgos, de Ayotzinapa, fueron desaparecidos, fueron un evento políticamente significativo por varias razones.

Protesta de madres y padres de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa

Protesta de madres y padres de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa

Cuartoscuro

Por una parte, pusieron luz sobre el grado de integración, casi de simbiosis, entre bandas criminales y las policías de varios municipios guerrerenses. Quedó claro para la sociedad que no eran, ni con mucho, casos excepcionales. Veíamos la punta del iceberg. Para varios ciudadanos más, se evidenció la gravedad del oportunismo partidista, del que quiere ganar a como dé lugar, sin importar con quien termina aliándose.

Por otra, dieron muestra de la impotencia de los gobiernos, en sus distintos niveles, para resolver el caso con rapidez y pulcritud. Esa impotencia no se debe, en principio, a incapacidades o complicidades personales, sino a algo más grave: la incapacidad estructural de las instituciones, más allá de quienes las encabecen.

En tercer lugar, dieron lugar en esos días a una situación ridícula, esperpéntica. Mientras los jóvenes seguían desaparecidos, en las redes sociales se llevó a cabo una guerra en la que las armas arrojadizas fueron fotografías en las que políticos de todos los partidos aparecían con criminales. Cada quien se olvidó de los nexos de sus correligionarios con miembros del crimen organizado y se lanzó a señalar a sus adversarios. El resultado fue un desprestigio general de toda la clase política.

El principal perdedor de esa guerra fue el entonces presidente Enrique Peña Nieto, ya tocado con anterioridad por el escándalo de la Casa Blanca. Así, del debate sobre las reformas modernizadoras, que entusiasmaron a más de uno, regresamos a las historias de criminales que controlan zonas del país, las historias de fosas clandestinas, las manifestaciones de protesta y la conciencia de que el famoso Mexican Moment en realidad duró apenas un momento. Peña Nieto, quien tardó en reaccionar ante la tragedia con la coartada de que respetaba las atribuciones de los estados, quedó en medio del torbellino, con una imagen a la baja que nunca volvió a subir.

La tragedia no sirvió como aldabonazo para una serie de transformaciones, desde la rendición de cuentas hasta la reestructuración de los organismos de inteligencia en el objetivo de recuperar el control del territorio. Al contrario, sirvió para que, con una consigna genérica, “Fue el Estado”, se diluyera la corresponsabilidad de uno de los políticos -de esos que palomeaban candidaturas-, que fue capaz de atravesar el pantano y salir con las plumas incólumes.

Fue en medio de esa campaña, que se valía de la tradicional cultura política mexicana en la que el Presidente es todopoderoso, por lo que si el gobierno no encontraba a los desaparecidos es porque no quería, que vino la apurada investigación encabezada por el entonces procurador Jesús Murillo Karam, con la conclusión de que los estudiantes habían sido entregados por distintas policías municipales a los criminales de Guerreros Unidos, asesinados e incinerados.

La conclusión de la Comisión de la Verdad de parte del actual gobierno tiene pocas variaciones respecto a la que adelantó Murillo Karam hace ocho años. Dos son las principales: una, que los jóvenes fueron divididos en grupos, y no todos llegaron al basurero de Cocula; otra, que uno de los grupos no fue ultimado sino días después de la captura. Hay una tercera, que es ideológica: la repetición de la consigna: “Fue el Estado”. Y recordemos que, para la mayor parte de la gente, “Estado” es sinónimo de “gobierno federal”. Y en la consigna, de los anteriores gobiernos.

De ahí a la detención y las acusaciones desmesuradas contra Murillo Karam hay más que un paso. Hay una maroma política, con la clara intención de mantener el tema de Ayotzinapa en los ánimos públicos, de recordar los días aciagos de gobiernos anteriores, de exacerbar el ánimo popular de revancha y, de paso, poner en segundo plano los problemas de hoy en día, que no son menores.

Más allá de los errores, e incluso abusos, que se pudieron haber cometido en la primera investigación, de lo que se trata no es de castigar a quienes los cometieron, sino de ir más arriba, hacia una figura de poder, y culpabilizarlo de todo. Si se puede enviar al público la imagen de un complot policiaco en un cónclave, mejor todavía. Y, como en la película, en vez de presunción de inocencia, tenemos un Presunto Culpable.

Un juicio debe ser un debate en el que las partes presentan evidencias a favor y en contra. Pero lo que vamos a ver en el caso de Murillo Karam es un duelo mediático, en el que lo que menos importa es la impartición de justicia y lo que más, su uso como propaganda política.

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