Opinión

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (tercera parte)

La danza de los premios

En la década de los ochenta del siglo pasado, cuando empecé a poner más atención a la presencia internacional del cine mexicano, recuerdo que la cosecha histórica de premios de gran envergadura en los circuitos globales de la cinematografía era por demás escasa. Tal era la situación cuando la industria cinematográfica mexicana ya sumaba más de medio siglo en activo, incluida su “Época de oro”.

En aquel entonces festinábamos con cierta nostalgia la Palma de Oro que en 1951 Luis Buñuel recibió en el Festival de Cannes como mejor director por Los Olvidados (no faltaba el nacionalista beligerante que entrecomillaba la condición “mexicana” de Buñuel); el Globo de Oro que se llevó Tizoc, de Ismael Rodríguez, como mejor película extranjera en la entrega de 1957, y el Oso de oro del Festival de Berlín a la mejor actuación para nuestro archi mexicanísimo Pedro Infante. Roberto Gavaldón y su Macario fue la primera en arañar un premio Oscar para el cine mexicano, al ser nominada en 1960 en la terna a la mejor película extranjera, pero no resultó vencedora.

Tal era nuestro déficit de galardones, que aceptamos registrar como propio el pedacito de Oscar que le tocó al talentosísimo sonidista avecindado en Los Ángeles, Gonzalo Gavira, por ser parte del equipo que realizó el diseño sonoro de El exorcista de William Friedkin, que se llevó el Oscar en esta categoría en la ceremonia de 1974.

Al reconocerlo como “el segundo mexicano en recibir un premio Oscar” -con todo y que no aparece en el crédito principal, que le correspondió a Robert Knudson y Chris Newman- expresábamos nuestra baja autoestima cinematográfica, en un tiempo en el que la “mexicanidad” que se le pichicateaba al cine de Buñuel era la misma que se le aumentaba a Anthony Quinn -quien apenas y balbuceaba el español-, y cuyos dos premios Oscar a la mejor actuación (1953 y 1957) conforme a nuestros parámetros de entonces merecían ser inscritos con letras de oro en el muro de la gloria cinematográfica nacional.

Junto con “Antonio Reina” (como nos gustaba llamarle para subrayar su condición mexicana), apenas un puñado de mexicanos habían pisado el suelo estelar de Hollywood. Entre ellos Dolores del Rio, el Indio Fernández y Cantinflas. Fuera de ellos -haciendo la paráfrasis del célebre poemínimo de Efraín Huerta- “todo era Cuautitlán”.

De manera que en aquel entonces un premio mayor para el cine mexicano en Cannes, Venecia, Berlín, Londres y, sobre todo, Los Ángeles, era visto desde el mismo sueño aspiracional de quien ahora cruza los dedos y reza para que nuestra selección nacional logre la hazaña de llegar al mítico “quinto partido” en la Copa Mundial de Futbol.

Los olvidados

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Lo ocurrido al talento cinematográfico mexicanos en las dos primeras décadas del siglo XXI, la cantidad de premios obtenidos tanto en Cannes como en Hollywood -por tan sólo citar dos de los principales foros mundiales para el cine- ha sido tan apabullante, cotidiana y contundente, que hemos perdido la perspectiva de la magnitud que representa esta hazaña colectiva, y de todo lo que implica tanto para la proyección de México hacia el exterior, como para la reconstrucción de nuestra propia identidad cultural en el presente.

Acaso muy pronto nos acostumbramos al éxito reciente de nuestros directores, fotógrafos y actores mexicanos en el mundo entero, a tal grado que pensar en él y en sus implicaciones no ha sido hasta ahora materia de una reflexión más profunda.

Por eso hay quien desdeña Bardo al parecerles un mero ejercicio de egolatría desbordada, y no una reflexión sincera -al mismo tiempo íntima y colectiva, paródica y confesional- de un fenómeno relativamente nuevo que alimenta, pero que también indigesta, al orgullo nacional.

De manera tangencial y oblicua la película explora en el tema del éxito y la fama tal y como la ha vivido uno de los protagonistas de esta nueva ola del cine mexicano, y tal y como la hemos decodificado, para bien y para mal, desde México.

Si nos regresamos a 1992, año en el que la propuesta mexicana para competir por un Oscar a mejor película extranjera correspondió a Cómo agua para chocolate de Alfonso Cuarón, la cual por lo demás no fue considerada para la terna de los nominados al premio, y luego damos un salto de apenas 30 años al 2022, y descubrimos que en la actualidad hay un director mexicano que ha obtenido diez nominaciones y cinco estatuillas del Oscar -dos de ellos, y consecutivos, al mejor director-, ocho nominaciones y cuatro Globos de Oro; nueve nominaciones y cuatro premios Bafta; dos Palmas de Oro en Cannes, y un León de Oro en Venecia, aceptaremos entonces la pertinencia y la legitimidad para que dicho director haga una película en la que, entre otras cosas, reflexione, reconozca y se burle de su propia fama, y de la manera en que la gozamos -o la padecemos- sus compatriotas.

Bardo es sí un paseo autorreferencial por las cordilleras ególatras de un artista que se sabe genial y multi premiado -no sólo sus cumbres, sino también sus valles y sus abismos-, pero es también una parodia a ratos casi dolorosa de un rasgo muy nacional: la incomodidad que nos causa el exitoso, la admiración y la envidia que desata, y el oportunismo de quienes se montan en dicha fama con los más diversos propósitos, de los políticos a los comerciales.

La soledad del artista frente a su público, sus creaciones y su fama es un tema recurrente en el arte universal, y es uno de las tantas fibras que explora la nueva película de Alejandro González Iñárritu.