Desde el inicio de la vida constitucional de nuestro país, como es natural suponer, hemos atravesado por muy diversos momentos en la escena jurídica. Las primeras codificaciones penales no escaparon a la influencia disímbola de escuelas, personajes y concepciones diversas e incluso abiertamente opuestas que, gradual y paralelamente, evolucionaron de la mano del desarrollo y madurez de la sociedad en la que se cristalizaron. La forma en que regulamos -prohibiendo o permitiendo, promoviendo o limitando- un determinado comportamiento, dice mucho no sólo del pensamiento social generalizado en un momento y lugar determinados, sino también de hacia dónde pretende dirigirse esa sociedad, en qué pretende convertirse, qué aspira a ser.
En 1764, el célebre Beccaria apuntaba ya que la persona tiene el derecho esencial de ser creído inocente, siempre que no se encuentren acreditados los delitos que se le atribuyan. Algunos años más tarde, en 1789, con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, expresamente se concibió la presunción de inocencia en un ordenamiento jurídico internacional que sentenciaba la inocencia de toda persona hasta en tanto no fuese declarada su culpabilidad. El caso es que, por alguna extraña razón que no alcanzo a comprender, a pesar de los años a cuestas, nuestra Carta Fundamental no contemplaba expresamente a la presunción de inocencia como un principio y pilar fundamental sobre el cual debía estatuirse el Derecho Penal nacional.
En el año 2002, mediante la tesis P. XXXV/2002, la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió un criterio icónico que, aunque por un lado reconocía la ausencia de la presunción de inocencia del texto constitucional, por el otro, la encontraba de forma implícita a partir de una interpretación armónica y sistemática de los diversos artículos constitucionales 14, 16, 19, 21 y 102, que precisamente son parte del basamento fundamental del Derecho Penal mexicano.
Más tarde, en el año 2008, la Constitución Federal fue objeto de una reforma profunda al sistema de justicia penal hasta entonces imperante. Precisamente, uno de los muchos aciertos de la reforma fue la incorporación del principio de presunción de inocencia como uno de los derechos fundamentales de toda persona imputada (art. 20, apartado B). Que sea un principio significa que no es una disposición común, como cualquier otra de tipo secundario o accesorio. Los principios alcanzan esa categoría superior, porque se erigen como pilares que soportan todo proceso penal y que son, al mismo tiempo, transversales, es decir, que se encuentran presentes en todas las etapas del proceso y son susceptibles de concretizarse en muy diversas manifestaciones, desde saludar cordialmente a una persona detenida por la probable comisión de un delito que se le imputa, hasta la imposibilidad jurídica de privarlo de su libertado sólo por la existencia de una acusación en su contra. La presunción de inocencia es, en síntesis, un principio poliédrico, ha dicho también la Corte, por su carácter multifacético.
Quizás el desconocimiento, tal vez el resentimiento social o quizás sólo la sed de castigo que se esparce por la permanencia de la inseguridad, la violencia y el delito que siguen campeando en nuestros respectivos ambientes, sean la fuente de críticas destructivas contra la presunción de inocencia y, en general, contra derechos humanos de las personas acusadas de la comisión de un delito. Se trata de acusaciones que, en cualquier instante, pueden volverse contra quienes las lanzan. La presunción de inocencia, es un elemento garantista y protector de los derechos de la persona, de toda persona, particularmente de aquella que espontáneamente puede verse sumergida en una acusación no siempre justa y fundada.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad ENPOL 2016 del INEGI (la más reciente hasta ahora) el 29.6% de la población privada de su libertad, no contaba con sentencia dictada. ¿Qué diría si usted o algún ser querido, formara parte de ese porcentaje de personas inocentes privadas lícitamente de su libertad? Por lo pronto, a repensar en la importancia personal que la inocencia presunta tiene para todos, no sólo para unos cuantos a los que cómodamente llamamos “enemigos”.
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