Opinión

Celos, fotografías y crimen: el caso de Alfonso Nagore

Alfonso Nagore no quería creer lo que veía, lo que el destino y el progreso le habían puesto en las manos. Corrían los primeros días de 1928, y a nadie le extrañaba que, por algunos pesos, cualquiera pudiera ir a un estudio fotográfico a hacerse un retrato de buena calidad; ya no era un asunto caro y excepcional. Y esa facilidad tenía una derivación que contribuyó a la educación sentimental de muchos mexicanos del México que gobernaron Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles: también se conseguían fotografías de las tiples del momento, como María Conesa, la “Gatita Blanca”, o Celia Montalbán; imágenes que sus admiradores compraban por docenas, después de ir a verlas a los teatros de la ciudad y corear con ellas “Mi querido capitán”. Era una exitosa manera de asociar el entretenimiento con los sueños eróticos de cientos de caballeros.

Foto: Especial

Foto: Especial

Pero había otra industria fotográfica mucho más discreta, pero igualmente favorecida y redituable: también se conseguían fotografías de mujeres desnudas, anónimas, en actitudes provocativas y que, igualmente, se vendían en abundancia: pequeñas estampas que, incluso se volvían coleccionables, y que los dueños de los estudios pequeños producían para allegarse ingresos bastante más sustanciosos e inmediatos que el pausado fluir de la clientela ocasional que deseaba fijar un instante de su existencia.

¿Quiénes eran aquellas mujeres sin nombre, pero con belleza y audacia suficientes para llenar las ensoñaciones de quienes compraban y coleccionaban las tarjetas? Algunas, modelos que buscaban un ingreso adicional fuera de los estudios de las academias de pintura. Otras, amigas íntimas o amantes de los fotógrafos, que, a cambio de alguna participación en las ganancias, accedían de buena gana a posar sin ropa, lo que constituía el gran encanto de aquellas fotografías impresas en formato discreto, tamaño postal.

Los años veinte estaban llenos de audacia, de ambición, de búsqueda de nuevas experiencias. Un erotismo distinto, menos encubierto y disimulado que el de los días porfirianos, se manifestaba de manera más pública. Los jóvenes y los caballeros del México posrevolucionario ya no se emocionaban, como sus padres y sus abuelos, con la sola idea de llegar a ver el tobillo de la mujer amada; ya no enviaban cartas apasionadas y levemente atrevidas como aquella, escrita setenta años antes, donde el general Vicente Riva Palacio le pedía a su prometida Josefina Bros, que le hiciera la gracia, el favor infinito y audaz, de regalarle “un zapatito” usado, para que él pudiera solazarse en su contemplación e imaginarse que ese botincito había ceñido el pie y el tobillo de la mujer que adoraba.

Había corrido mucha agua desde entonces. Los señores del siglo XX ya veían, en cualquier calle, a las muchachas con la falda a la rodilla, ataviadas con los vestidos ligeros y de líneas sencillas, que ya no exigían el anticuado corsé. Las suaves piernas femeninas empezaban a ser protagonistas de la vida pública. Pero los sueños eróticos de muchos de aquellos hombres aspiraban a ver más. Deseaban ver más. Los fotógrafos de los pequeños estudios aportaron la versión nacional y masiva -y por lo tanto mucho más barata- de un género fotográfico que en los días de don Porfirio habían circulado con mayor discreción y disimulo. En esos días, los últimos de 1927 y los primeros de 1928, no faltaba quien presumiera a sus amigos la postal más reciente o la colección que había logrado reunir.

Y eso fue lo que perdió a Alfonso Nagore: encontrarse, de pronto, con una de esas postales, puesta en sus manos por un “amigo”. En ella, su esposa, Sara Perea, exhibía su cuerpo desnudo. Cubría su rostro, pero él la habría reconocido en cualquier parte.

Una niebla roja empezó a enturbiar el entendimiento de Alfonso. Sabía bien de dónde provenía aquella fotografía. Del desconcierto pasó a los celos, y de los celos a la rabia. Sara lo engañaba, estaba seguro, y no contenta con ello, accedía a convertirse en una mercancía visual, a la mano de cualquiera con un poco de dinero en el bolsillo.

Lo que siguió fue una tragedia.

IMAGEN, PIEL Y TENTACIÓN

Cualquier habitante del siglo XXI puede, hoy día, entrar a los buscadores más populares de internet y buscar a las divas del México de los años XX. Ahí están la Conesa, la Rivas Cacho, la Montalbán, para seguir la letra de “Mi querido capitán”. Ahí están, sonrientes y seductoras; ataviadas con encajes, lentejuelas y plumas. Alguna de ellas accedió a posar con ropas muy escasas, como Lupe Vélez, que en alguna de aquellas fotografías, ya casi centenarias, se arropa apenas en unos cuantos abanicos de plumas. Algunas, audaces, se enfundaban en mallas y leotardos que las cubrían del cuello a los pies, sin disimular la curva de las caderas, los muslos poderosos, los senos libres y las cinturas sin el tormento de las ballenas del corsé. Las mallas famosas, empero, sugerían, solamente. Eran opacas y mostraban siluetas tentadoras. Suficiente para echar a andar la fantasía.

Las cosas cambiaron hacia 1925, cuando, con gran despliegue de publicidad, llegó a México madame Berthe Rasimi, a la cabeza de una tropa de alegres tiples francesas, que venía de triunfar en París con su espectáculo “Voilá le Ba-ta-clan!”, que muy pronto fue conocido, sencillamente como “El Bataclán”.

Muy pronto, se volvieron la gran atracción nocturna de la capital mexicana. ¿Cuál era la gracia de las francesas? Que salían a cantar y a actuar ligerísimas de ropa, con mallas muy transparentes, y penachos de plumajes sorprendentes. Fueron muy, pero muy aplaudidas, y de inmediato, satanizadas por las buenas conciencias, por las señoras decentes, que ya bastante susto traían con las faldas cortas y el pelo a “la Bob”, y que consideraron de inmediato a aquellas francesas como mujeres “de moral ligera”, porque no tenían empacho en salir a los escenarios semidesnudas. Muy pronto, a aquellas mujeres se les empezó a llamar “bataclanas”, palabra pronunciada con inmenso desprecio, y que, se quedó tan enraizada en el imaginario nacional, que todavía, de repente, hay quien la ha empleado para insultar a actrices en el siglo XXI.

Pero no fue eso la única consecuencia de la llegada del Bataclan a México. Muy pronto surgió la versión nacional de aquel espectáculo. Apenas ocho días después del éxito clamoroso de las francesas, el empresario José Campillo inventó algo que anunció como el “Mexican Rataplán”, donde las tiples nacionales salían igual de ligeras de ropa que su competencia, pero le agregaron jícaras, aventadores y mil chucherías de la vida cotidiana mexicana. La competencia fue dura. Hoy son piezas de coleccionistas las fotografías donde las más famosas, como la Montalbán, también posaron, aparentemente desnudas, apenas cubierto lo esencial por una vistosa y enorme jícara.

De más está decir que, en ese ambiente, las postales como la que marcó la vida de Alfonso Nagore se vendían por cientos, y acaso por millares. Pero esa en particular, que mostraba el cuerpo de Sara Perea, se convirtió en el origen de un crimen pasional.

ENGAÑO Y HONOR

Alfonso Nagore se había enamorado de Sara Perea en 1922, cuando la conoció como una colegiala más de la muy prestigiada escuela Miguel Lerdo de Tejada, “la Lerdo”, como se conocía, y que se ubicaba en la calle del Carmen. Así, acompañándola a casa, robándole tiempo al tiempo, empezó un noviazgo. Sara, como toda muchacha moderna, pensaba en trabajar. No en balde era alumna de una escuela pensada, desde el siglo XIX, para proporcionar a las mujeres un oficio con el que ganarse la vida honradamente.

Sara comenzó trabajando en un despacho de abogados, y dejó el empleo cuando Alfonso Nagore empezó a hablarle de matrimonio. Se casaron, parecían felices. Luego, la muchacha tuvo un empleo en el ayuntamiento de la capital, y un buen día la cesaron. Por esos días conoció a un fotógrafo, Gustavo Galindo, quien le propuso trabajar de asistente en su estudio. A Sara le gustó la propuesta y accedió. Ayudaba en las pequeñas tareas del estudio, pero al poco tiempo Galindo empezó a cortejarla. A Sara le halagaban las galanterías del fotógrafo. Se dejó seducir. Cayó en la infidelidad. Como parte del juego amoroso, Galindo la fotografió desnuda, cubriéndole el rostro. Acaso Sara ignoraba que aquella imagen, que pensaba parte de la historia de pasión que vivía, terminaría reproducida para la venta.

La fatalidad quiso que un amigo de Alfonso Nagore comprara la postal y la mostrara a las amistades. Nagore nada dijo al reconocer el cuerpo de su esposa. Pero los celos y la rabia empezaron a carcomerle el alma.

Nada dijo, pero la relación cambió. La pareja vivía con los padres de Alfonso, quienes de inmediato percibieron la oscura nube que atenazaba el alma de su hijo. La tensión fue haciéndose cada vez peor, hasta que Sara, harta de aquello, confesó su infidelidad y el origen de la fotografía.

El padre de Alfonso quiso aconsejar a su hijo. Le dijo que no se fuera a entregar a la bebida y al vicio por la traición de su mujer. ¿Ella? Tal vez no era una mujer mala; quizá lo mejor para todos sería que se fuera del país.

El confesor del muchacho le recomendó resignación; aquella tormenta, le dijo a Nagore, era “la cruz” que Dios le ponía en el camino. Ella siguió trabajando en el estudio.

Con todo aquello a cuestas, a Alfonso le costaba contener el impulso de apersonarse en el estudio, exigir a Galindo las fotos y los negativos de Sara. Se irían del país, olvidarían, empezarían de nuevo.

Empezó a hacer maletas. Pero, de pronto, cayó al piso la desdichada fotografía de Sara. Alfonso Nagore estalló. Dejó todo y corrió al local de Gustavo Galindo. Por el camino, ciego de furia, entró en una cantina, donde bebió con abundancia. No supo decir después de dónde se agenció una pistola. Así llegó, ebrio de alcohol y de celos, ante el hombre que había seducido a su esposa.

Encaró a su rival, quien intentó negarlo todo. Enojada, resentida, Sara intervino: “yo, que soy mujer, ya le conté toda la verdad. No seas tan poco hombre”.

Galindo, acorralado, tacha de idiota a Nagore, quien no vacila: saca el revólver 45 y lo dispara contra el fotógrafo y contra Sara, que caen heridos de muerte.

Estalla el escándalo. Nagore es nota de primera plana y es llevado a juicio, que es seguido por la multitud como los casos de las famosas autoviudas. Con instinto certero, la prensa rebautiza al desdichado: es un autoviudo.

EL HONOR DE ALFONSO NAGORE

Desde luego, el juicio público del doble homicida es seguido con pasión por los capitalinos. Lo defiende uno de los abogados famosos de la época, Federico Sodi, quien sataniza la desnudez femenina, y asegura que toda aquella mujer que se expone a la contemplación masculina en esas condiciones, sin tratarse de su esposo legítimo, no puede ser sino una fémina sin moral y sin valores, como “las horizontales”, absurdo eufemismo para referirse a las prostitutas.

Sodi, con muchas horas de vuelo, trae a ese viejo aliado de los varones ofendidos y las autoviudas: el honor. Alfonso Nagore ha matado a su esposa y al seductor defendiendo su honor. Conmueve al jurado una frase exaltada del abogado: “¡Si usted no hubiera matado, no sería usted hombre!”

Al jurado solamente le bastan 55 minutos de deliberación para declarar absuelto a Alfonso Nagore. Ha matado a Sara Perea en defensa de su amor herido y de su amor lastimado. Nagore se desvanece en el torbellino de la capital posrevolucionaria, pero hace historia como el insólito “autoviudo” de los locos años veinte.