Opinión

¿Democracia elitista?

La política es el reino de lo público, de aquello respecto de lo cual todas y todos podemos participar, opinar, aportar, criticar. Y la democracia implica que el pueblo (no sólo la ciudadanía) se apropie de ese espacio, a partir de la idea de igualdad.

La democracia exige igualdad. De hecho, sin la última no existe la primera.

Escribe John Keane en Vida y muerte de la democracia: “… los demócratas de Atenas de hecho consideraban su ágora como de propiedad colectiva, no sólo de hombres de buena sangre o riqueza, sino también de carpinteros, campesinos, dueños de embarcaciones, marineros, zapateros, vendedores de especias y herreros.” Esto es, en la democracia todos son iguales.

Claro, era un sistema que en su origen excluía a las mujeres así como a buena parte de los hombres. Pero la idea de la igualdad así como el ideal de la universalidad se encontraban ahí en germen.

Este afán igualitario recibió críticas casi desde un inicio. Cicerón ya señalaba como un error de los griegos el que personas de cualquier jerarquía decidieran los temas públicos, tuvieran o no la formación adecuada.

Ahí nace la idea de una democracia elitista.

Tal vez su más ilustre defensor moderno sea Alexis de Tocqueville, quien en La democracia en América escribe: “Cuando se entra en la sala de los representantes en Washington, uno se siente asombrado por el aspecto vulgar de aquella gran asamblea. La vista busca, a menudo en vano, en su seno a un hombre célebre. Casi todos sus miembros son personajes oscuros, cuyo nombre no trae ninguna imagen al pensamiento. Son, en su mayor parte, abogados de pueblo, comerciantes e incluso hombres pertenecientes a las últimas clases (…) A dos pasos de allí se abre la sala del Senado, cuyo estrecho recinto encierra a una gran parte de las celebridades de América. Apenas se percibe allí a un solo hombre que no recuerde la idea de una ilustración reciente. Son elocuentes abogados, generales distinguidos, hábiles magistrados u hombres de Estado conocidos. (…) ¿De dónde procede este extraño contraste?”, y el propio Tocqueville afirma que radica en la elección indirecta del Senado.

Así, la democracia elitista afirma que el pueblo no puede decidir por sí mismo, dado que no acertará en encargar la función pública a las mejores personas, sino que requiere al menos un filtro, compuesto por los más ricos, o educados, para que atine a elegir los mejores.

Esta idea, me parece, se mantiene tal vez con menor claridad, en quienes afirman que “el pueblo se equivoca”, dado que implica afirmar dos cosas: primera, que quien lo afirma posee una verdad a la que la mayoría no puede acceder; segunda, que esa posesión de la verdad le otorga una posición superior desde la cual puede juzgar lo decidido por la mayoría.

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Constantemente se encuentran formas de la democracia elitista. A veces, en la idea de que la tecnocracia debe ser quien tome las principales decisiones, lo que sin duda tiene también un cierto aroma a la idea del filósofo rey. No me malentienda, desde luego hay altas y muy importantes funciones que deben encargarse a un grupo de personas capacitadas, prudentes y competentes, como la justica o el manejo de las finanzas públicas; yo me refiero a la idea de que las cuestiones políticas, tal como las definí en el primer párrafo, sean decididas exclusivamente por quienes poseen ciertos títulos.

También se manifiesta en la idea de que solo quienes tengan estudios puedan ser representantes populares. Si la esencia de esta figura es que se refleje la composición social, y se obre en virtud del pulso de la comunidad, entonces la concepción de una representación elitista resulta contradictoria.

Tal vez la noción misma de una democracia elitista sea imposible, un oxímoron político. La democracia no requiere igualdad, es igualdad.