Como en el mundo de ayer
La tribuna de las Naciones Unidas auspició y crepitó con un desfile de discursos de alarma extrema, preocupación, odio y advertencias como las que pudimos escuchar la semana pasada. La mesura apesadumbrada de Biden, la ansiedad y urgencia de V. Zelenski, el tono apocalíptico de Petro o de Boric, las brutalidades liberistas de Milei y la extrema gravedad expresada por Antònio Guterres, provocaron un eco de aquel mundo pasado, uno que no podía ni tenía siquiera una plataforma para el desahogo como el de las propias Naciones Unidas.
Hablo, por supuesto, de los primeros años del siglo pasado y de escenarios tan semejantes como los que vivimos en el mundo de hoy.
Como entonces presenciamos deslizamientos tectónicos en la balanza del poder planetario: entonces de Inglaterra y Francia hacia Alemania y Estados Unidos, ahora de Estados Unidos hacia China.
Enormes crisis se desarrollan ante nuestros ojos, como las que vieron nuestros bisabuelos. Entonces la Primera Guerra Mundial, la gripe española, la inflación desbocada a principios de los años veinte y la Gran Depresión que le siguió. En nuestro tiempo ya tuvimos a la Gran Recesión, la COVID-19, la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 y la despiadada y genocida ofensiva de Israel en Gaza (ahora también, en el Líbano).
Las desbocadas pretensiones de Vladímir Putin por “restaurar la integridad” del imperio ruso, recuerda de modo angustiante el propósito de Hitler de unir bajo el manto de su tiranía organizada a los países de lengua alemana, en Europa.
Como nos recuerdan los historiadores políticos, en aquel tiempo (una década después) los partidos extremistas, especialmente la extrema derecha galopaba sobre los hombros de unos sistemas políticos desprestigiados, tal y como lo hace hoy; en consonancia ocurrió una primera ola de desmoronamiento de las democracias y un auge del autoritarismo, entonces en Alemania, Italia, España y otros países europeos, del mismo modo como ocurre en las frágiles democracias de América Latina y en los países poscomunistas de Europa, incluida Rusia, con el añadido de que ahora la democracia se ha visto sacudida también en los Estados Unidos de Trump y en el Reino Unido de Boris Johnson, o sea en las meras sociedades donde floreció por primera vez la democracia.
Y si después del Tratado de Versalles (1919) había sido puesto el huevo de una nueva guerra mundial, hoy y por encima de todo -tal y como alertó Guterres- está más latente el peligro de una guerra nuclear (que podría empezar en Oriente Medio) y el agravamiento del cambio climático que no cesa su amenazante expansión.
Aquella generación no supo y no pudo evitar el cataclismo de la mayor confrontación militar visto por la humanidad ¿esta generación si podrá evitar el desenlace catastrófico?
Si nos atenemos a los planteamientos escuchados en la “Cumbre del Futuro” de la ONU existen disponibles, muchos de los elementos necesarios para gestionar un mundo de graves crisis simultáneas: toda la experiencia constructiva y los Estados de Bienestar de la posguerra, diagnósticos científicos sólidos y globales, propuestas de política probada, la tecnología pertinente para tomar decisiones a la velocidad y a la escala requeridas y también los suficientes recursos financieros movilizables para afrontar esas tareas.
El gran vacío, sin embargo, es la continua erosión de la capacidad de los Estados para instrumentar esas medidas de grandes proporciones que además son negadas o rehuidas por una camada de líderes demagogos que habitan nuestras democracias.
Esto es lo que estuvo en el fondo del planteamiento del Secretario General de la ONU (el propio Guterres) cuando se preguntó ¿Qué Estado necesita el futuro? Reconociendo que “no podemos crear un futuro digno para nuestros nietos con un sistema construido por nuestros abuelos”.
Todo esto es cierto, pero me temo que las conclusiones de esa Cumbre se quedaron cortas en una dimensión clave, si queremos afrontar dos de las crisis más severas de nuestro tiempo: hablo por supuesto de la económica y de la crisis democrática. Creo que los documentos finales siguen mirando al Estado como una mera estructura y no como un agente político actuante en varias dimensiones y que son la precondición para una salida a la civilización de nuestro tiempo.
Como afirma Martin Wolf, no hay salida democrática sin una plataforma económica que la acompañe y viceversa, no hay economía sostenible -estable y sin crisis- sin una gestión democrática de las decisiones. En sus palabras “No entender políticamente el mundo de la crisis económica y no presentar ante él una política económica coherente constituyó quizás, la principal causa del fracaso mundial de los años veinte y treinta del siglo pasado”. La coincidencia de la crisis política con la crisis económica remite a esa experiencia que Wolf revisa en una obra tan reciente como relevante: La crisis del capitalismo democrático (Deusto, 2023). Creo que esto tiene un significado político mayor, pues si hemos de detener la destrucción autoritaria no podemos ofrecer un programa que se quede en la dimensión política, sino que tiene que abordar intensamente la dimensión económica. En otras palabras, si la democracia no ofrece resultados sociales tangibles, el malestar, el desapego y la indolencia frente a ella y sus valores, prevalecerán.
La coincidencia de la crisis política con la crisis económica remite a la experiencia de entreguerras, cosa que cada vez más autores subrayan. Como entonces, ha quedado demostrado que crisis económicas graves y no resueltas son pasivos que, complican, hasta hacerla imposible, una vida democrática funcional, de cierta normalidad. Al dicho repetido por los historiadores “o los demócratas acaban con las crisis o las crisis acaba con las democracias”.
Acordemos pues que la democracia es una forma de gobierno, pero también acordemos que sin resultados sociales pueden vaciarse de significado ante amplias franjas de una población desencantada por ella. Ojalá esta lección no sea olvidada, como fue olvidada, en el mundo de ayer.