Opinión

Poder, oposición y pudor político

En México, el ejercicio y desarrollo del poder ha sido muy particular. Imagino que, si analizamos a conciencia la evolución del poder político en cualquier Estado y en cualquier momento de la historia, algo similar sucede y, aunque con rasgos generales compartidos con otros, las peculiaridades que para uno son obvias, para el resto resultan incomprensibles. Tal vez por eso, por nuestra propia historia y la manera en la que hemos convivido con el poder, la “normalidad” de otras latitudes nos resulta tan extraña, como para los observadores de la política en otras partes del mundo, el nuestro les parece un caso paradigmático. En el caso de la oposición, concepto al que en este espacio nos hemos referido en distintas ocasiones, pareciera que no terminamos de comprender en qué consiste y cuál es su función en una democracia.

En las décadas de los 60 y 70, el poder político en México fue ejercido prácticamente de manera exclusiva por políticos emanados del PRI cuya actitud era de completa sumisión al titular del Poder Ejecutivo. Los ligeros destellos de inconformidad eran duramente reprimidos para acallar el disenso, pero también para enviar un mensaje a quienes osaran imitar esta conducta. Como un grupo proscrito, quienes formaban parte de estos grupos eran señalados como “la oposición”. Desde el primer día de su gobierno, el presidente de la República ha sido constante en sus reproches a quienes no coinciden con su forma y estilo de gobernar y que tienen el atrevimiento de criticar lo que, a juicio de estos, no se está haciendo bien. En tono descalificativo se les ha identificado como “los opositores”. Hace poco más de dos años, distintos grupos parlamentarios en el Senado de la República decidieron articularse para unificar posturas en aquellos asuntos políticos y legislativos en los que no coincidieran con Morena y sus aliados. Nombraron a esa unión “el bloque de contención”.

Con los primeros dos ejemplos podemos observar que al poder nunca le ha gustado la oposición. No le gustaba cuando el presidente era Gustavo Díaz Ordaz y sigue sin gustarle más de medio siglo después. En el tercer caso, salta a la vista que, incluso quienes forman parte de los partidos minoritarios y cuentan con cobertura política y mediática por ser integrantes del Senado, sienten vergüenza por el viejo estigma que generaba ser señalado como opositor y encuentran que, frente al discurso presidencial, ser identificados de esta manera podría resultarles contraproducente. Cuesta trabajo concebir cómo es que ni unos ni otros, ni los poderosos ni los representantes de las minorías, terminen de entender qué es la oposición y cuál es su papel dentro de una democracia. Los resabios de nuestra historia política les impiden comprender la importancia de la oposición como mecanismo de control del poder, como representación de las minorías y como alternativa de cambio.

En un año el proceso electoral habrá comenzado con los actos preparatorios para la elección de junio de 2024 y en dos México tendrá nuevo presidente, nueve gobernadores distintos y una composición legislativa diferente a la de ahora. Hoy, el gobierno, su partido, sus aliados y sus simpatizantes tienen plena claridad de lo que deberán de hacer en el terreno de lo político. Los otros, los partidos que no coinciden con este gobierno y que buscan hacerse del poder, parecen no tener mucha idea de por dónde deben caminar. En medio de estas dos posturas, la democracia se juega parte de su destino. Quienes ejercen el poder están claros en para qué sirve éste en una elección, pero sus adversarios parecen tímidos al momento de presionar, criticar y poner en jaque al poder; de representar a quienes, como ellos, no coinciden con el gobierno, y de ser una opción real de cambio político. Les gana el pudor político de arrogarse como una verdadera oposición.

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Profesor de la UNAM y consultor político

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Correo electrónico: joaquin.narro@gmail.com