En la primera vuelta de las elecciones chilenas, el domingo pasado, los extremos ideológicos borraron a lo que había en medio. Los electores terminarán decidiendo entre un ultraderechista de cepa y un izquierdista radical. Pero no es un caso especial en América Latina.
Revisando procesos electorales recientes, nos encontramos con que en Perú también prevalecieron los extremos y la final fue Pedro Castillo contra Keiko Fujimori; lo mismo en Colombia, con Iván Duque contra Gustavo Petro. Algo parecido encontramos en Bolivia y Ecuador. Y en Brasil todo apunta a que habrá un nuevo encontronazo entre Lula y Bolsonaro.
En la medida en que la falta de resultados de los gobiernos hizo que las organizaciones políticas tradicionales perdieran la confianza del electorado y se fueran diluyendo, han crecido opciones que ofrecen soluciones simples (y falsas) a problemas complejos, que justifican sus carencias y errores a través de la estigmatización de quienes no concuerdan con ellos, que apuestan a los sentimientos más que a la razón; que apelan a la polarización y a la pendencia.
En el renacer del populismo la forma tiene mucho qué ver. Más que la ideología, que se ha convertido en un revestimiento o una carcaza, que a menudo se puede cambiar. Lo importante es la radicalidad, aunque sea más aparente que real. Lo relevante es que la atención está puesta en la definición de “buenos” y “malos” dentro de una sociedad, más que en propuestas sociales y programas de gobierno. Lo significativo es que la descalificación vulgar puede más que el argumento; que la ira sustituye al respeto elemental; que la autodefinición histriónica de “gente común” es más apreciable que las capacidades de las personas.
En México hemos vivido sólo una parte del proceso. La que va de la falta de resultados de las fuerzas políticas tradicionales a la aparición, ya en el gobierno, de la opción simplificadora, polarizadora y descalificadora, envuelta en una carcaza ideológica de poco grosor. No hemos pasado todavía, afortunadamente, por la fase en la que toda la sociedad se define a partir de “buenos” y “malos”… pero hacia allá vamos.
Lo vemos en la coalición de gobierno, en donde hay quienes intentan tapar los errores y carencias de la actual administración con una fuga hacia adelante, una suerte de radicalización que acabe con toda posibilidad de diálogo. Ese proceso se esconde en forma de una lucha intestina dentro de Morena (que en realidad es por los quereres de López Obrador).
Lo estamos viendo también en parte de la oposición, que se mueve hacia posiciones recalcitrantes, excluyentes e intolerantes. A veces lo hace movida por un anticomunismo tan primario que ve rojo cuando lo que hay es gris (un nacionalismo asistencialista altamente centralizado). A veces, por una exaltación similar a la del más resentido de los fanáticos lopezobradoristas, sólo que en sentido contrario.
Es momento de ponerle un hasta aquí a ese proceso, en ambos lados de una trinchera que debería no existir.
En particular, resulta peligroso abrir el camino a una derecha revanchista. El resultado de una polarización de ese estilo sería que todos pensarían que la victoria del otro significa el fin de la democracia, y que por lo tanto hay que frenarlo sea como sea… cuando en realidad lo que estaría matando a la democracia es que tales ideas se hayan anidado en la población.
Hay puentes posibles, y hay quienes los quieren construir desde ambas riveras, pero también existen quienes quieren dinamitar cualquier posibilidad y lo hacen a menudo, desde el poder (abierto o fáctico).
¿Qué implica esto? Por una parte, hacer frente a los “puros” y “duros” de cada bando. Por la otra, intentar devolverle dignidad al debate público. Ninguna de estas tareas es fácil en un ambiente enrarecido (y más desde la Presidencia), en donde las posiciones racionales o cuando menos racionalizadas no son sexy ni ganan muchos likes, en donde imperan la imagen, la fama (no importa si buena o mala) y la posverdad.
Pero el hecho es que sólo poniendo coto a los extremos se puede pensar en una sociedad tolerante y verdaderamente democrática. Sólo regresando a la discusión de las políticas públicas posibles (y no a los sueños de pureza del mercado o del Estado todopoderoso) puede la democracia ser socialmente eficaz. Sólo aceptando las contribuciones de quienes hasta ahora han sido invisibles puede una sociedad enriquecerse. Sólo entendiendo que sumar es socialmente más útil que dividir puede la política volver a tener dignidad.
Si no se pone coto a los extremos, seguiremos dando vueltas a la noria, con pésimos resultados en la gestión gubernamental y la gente cada vez más enojada unos con los otros, en una guerra interminable de epítetos (que pueden convertirse en otra cosa).
Inicié el artículo con ejemplos de América Latina. No está mal cerrarlo recordando que, en varias naciones de Europa, a pesar de que la ola populista no termina, ya están empezando el camino de regreso hacia la convivencia racional, el diálogo y las políticas sociales igualitarias en los hechos (y no sólo en la retórica, como aquí comprenderán), cómo únicas salidas posibles a la crisis de este primer cuarto de siglo.
¿Sería demasiado soñador pensar en que México puede recorrer un camino similar, saltándose la fase más aguda del enfrentamiento irracional entre populismos opuestos? Eso se verá camino a 2024.
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