Opinión

El presidente perdió el debate

Las sociedades altamente polarizadas no son terreno propicio para la conversación civilizada. En ellas, el diálogo a menudo no se establece mediante la exposición de argumentos e ideas estructuradas para convencer a los que piensan diferente. Los extremos no se escuchan. Las ideas de unos no penetran en la coraza de otros. Después de los debates públicos que ocurren durante las campañas políticas, los militantes salen más convencidos de apoyar a su candidato, sin importar lo que haya planteado el contendiente. Sólo un porcentaje de espectadores sin militancia son capaces de cambiar a partir de lo que escucharon. Los psicólogos cognitivos como el galardonado con el premio nobel Daniel Kahneman y muchos otros especialistas han analizado este fenómeno en diversos estudios y piensan que han llegado a entenderlo. “En un revolucionario análisis de la razón en la esfera pública, el jurista Dan Kahan ha argüido que ciertas creencias se convierten en símbolos de lealtad cultural (o política). Las personas afirman o niegan ciertas creencias para expresar no lo que saben, sino quienes son” (S. Pinker).

Para reafirmar su pertenencia o identidad con un grupo o partido las personas suelen saltarse el proceso de elaborar ideas y explicaciones arribando directamente a las conclusiones que las alinean con la tribu política, religiosa, étnica o cultural. A esto Pinker le llama “sesgo de mi lado”. Kahneman, por su parte, afirma que: “El predominio de las conclusiones sobre los argumentos es más pronunciado cuando hay emociones implicadas. El psicólogo Paul Slovic ha propuesto una heurística del afecto, en la que el individuo deja que sus simpatías y antipatías determinen sus creencias sobre el mundo. Nuestras preferencias políticas determinan los argumentos que consideramos convincentes”.

Todo esto viene al caso porque en el ambiente que se ha creado por el asunto de la reforma electoral y política que impulsa el titular del Ejecutivo federal, se pueden observar claramente como ciertos los enunciados de esta, relativamente nueva, diciplina del conocimiento. El presidente presentó su iniciativa de reforma sin esforzarse demasiado en construir la argumentación que la sustenta. La justifica de manera deshilvanada por sus pretendidas bondades: ya no habrá más fraudes electorales, los costos de la administración electoral serán menores, las instituciones electorales serán confiables, se establecerá una auténtica democracia, los consejeros y magistrados serán electos por el pueblo. En la forma de exponer sus motivos y parafraseando a Kahneman el presidente es una máquina para saltar a las conclusiones, sin que se observen bien a bien los hilos lógicos que amarran su pensamiento y las premisas que utiliza como trampolín para ello son muy endebles, por decir lo menos.

Desde la oposición a la reforma, en contraste, se ha hecho un gran esfuerzo argumentativo para intentar convencer que el tipo de reforma que quiere el presidente no llevará a una mayor democracia, sino a la captura por parte del gobierno de las instituciones electorales; a la falta de equidad en las contiendas políticas en detrimento de las expresiones minoritarias; al debilitamiento institucional que hará imposible la operación adecuada de los procesos electorales; ente otros efectos. En este caso, a partir de razonamientos y datos se pueden observar las consecuencias lógicas y prácticas de la iniciativa presidencial.

Veamos un ejemplo. La iniciativa de reforma plantea que los consejeros del INE y magistrados del tribunal electoral sean electos por el voto popular. Para ello se establece una fórmula en la que el presidente propone un número de candidatos, el Congreso otro igual y la Suprema Corte otro más. De ese grupo, del que resultan sesenta candidatos, los ciudadanos elegirán a los funcionarios que integrarán los órganos de decisión de las instituciones. Es una fórmula de democracia directa que, en apariencia, pero sólo en apariencia, es mejor. El argumento contrario señala que el resultado práctico de esta forma de elegir será que los funcionarios votados tendrán un sesgo de origen en favor del gobierno. La popularidad que el presidente tiene entre la población sería un factor que incidiría en forma inequitativa en la contienda y por ello es previsible que los funcionarios electos sean precisamente sus candidatos. La captura de las instituciones por parte del gobierno se daría como consecuencia de una engañosa democracia popular. Existen otros argumentos sobre este tema como los efectos negativos en la desprofesionalización del servicio civil electoral de carrera y en las complicaciones operativas de una elección de este tipo, pero el razonamiento sobre el mecanismo de la captura es irrefutable. Ilustrado con una analogía deportiva se podría decir que el resultado sería equivalente al que se obtendría si en un partido se le pidiera al público del equipo local que elija a los árbitros del encuentro entre un grupo de personas propuestas por su entrenador.

Marcha en defensa del INE

Marcha en defensa del INE

EFE

Existen otros ejemplos, como el que tiene que ver con la centralización federal del manejo de las elecciones y la desaparición de los organismos locales. En apariencia el motivo es reducir gastos operativos y achicar la burocracia. El argumento contrario impecablemente expuesto por José Woldenberg en su discurso del domingo señala que la desaparición de los órganos locales no sólo va en contra del federalismo constitucional sino además es inoperante porque es prácticamente imposible atender desde una instancia central la enorme cantidad de tareas que actualmente se realizan. Woldenberg mencionó cifras para demostrar lo que argumentaba.

El presidente perdió el debate sobre el tema de la reforma electoral. La oposición a ella, -con la ayuda de la claridad expositiva que denotan un razonamiento claro y pedagógico de José Woldenberg- logró articular mejor las ideas que exponen el riesgo de retroceso democrático que representa para el país. El presidente perdió el debate entre otras cosas porque omitió los argumentos, se saltó a las conclusiones, recurrió a las descalificaciones ad hominem y peor aún, se auxilió de su inagotable chistera de insultos contra los que piensan distinto a él.

¿En verdad el ambiente de polarización impedirá observar la diferencia entre los que argumentan y los que, a falta de ideas, insultan en el debate público? ¿Le alcanzarán al presidente las descalificaciones personales para mantener cohesionada a su tribu en este tema? ¿Podrán los partidos en el Congreso procesar adecuadamente el resultado de este debate público?