
Mientras el cura de Dolores detonaba el orden virreinal con su llamado a la rebelión, en Querétaro quedaban, en situación comprometida, algunos de sus compañeros de conspiración. Con algunos, como los hermanos Emeterio y Epigmenio González, el castigo fue contundente: cárcel inmediata y en el caso de Emeterio, destierro a las islas Filipinas. Jamás volvió a ver el sol como hombre libre.
Pero, quienes estaban en la circunstancia más riesgosa de todas, eran los Corregidores de Querétaro. Dada la importancia política del puesto que ocupaba don Miguel, su involucramiento en la conspiración bien podía ser equiparada a la alta traición a la corona española. Solamente podía salvarlos la presencia de ánimo y la extrema cautela.
Obligado por las circunstancias, Miguel Domínguez hubo de participar en las primeras acciones legales contra los conspiradores, antes de que fuese cosa pública su participación en la trama independentista. Intentó, infructuosamente, que el cateo a la casa de los hermanos González fuese meramente de trámite, y, con sentimientos encontrados, hubo de avalar la insistencia del comandante de la brigada de Querétaro y del escribano que lo acompañaban, y así se descubrieron papeles subversivos, proclamas y muchas armas. Mientras tanto, Josefa, encerrada en su casa, aguardaba con inquietud el curso de los acontecimientos: no estaba claro si ella y su familia pagarían caro su fervor independentista.
Son varias las hipótesis que explican esa insólita liberación: una apunta a que los indios del cercano pueblo de La Cañada amenazaron con sublevarse si el corregidor seguía preso. Otra señala que Collado temió, puesto que ya se sabía de los estragos que causaban a su paso las tropas de Hidalgo, que la ciudad de Querétaro fuese atacada por la marejada insurgente, para liberar a los ilustres presos. De este modo, don Miguel volvió a su puesto de corregidor y Josefa regresó a su hogar, con sus hijos.
Lo que ignoraban las autoridades virreinales, era que, en ese matrimonio, si había alguien inflamado de ardor independentista, era ella, esa criolla cuarentona, no fea, según cuentan, criada en el Colegio de las Vizcaínas, donde había encontrado destino y esposo. Era ella la que, al poco tiempo, se iba a convertir en una gran molestia política y un problema para cada virrey que tuvo noticia de su comportamiento.
Más grave: Josefa hacía acopio de cuanta información relevante caía en sus manos acerca del movimiento de las tropas realistas, y se esforzaba porque esos datos importantísimos llegaran a manos de las fuerzas rebeldes. Así, entre los empeños de ella y los miedos de su esposo, corrieron los primeros meses de la lucha independentista. A nadie, en la ciudad de Querétaro, le cabía duda de que doña Josefa Ortiz era una aliada de los insurgentes, de las más radicales y furibundas.
En ese raro y frágil equilibrio, los corregidores vieron pasar el tiempo. Los continuos regaños de don Miguel hacían poca mella en el ánimo de Josefa.
Cuesta trabajo entender por qué, con ese comportamiento, el matrimonio Domínguez y Ortiz conservó posición y libertad durante 1811, 1812 y prácticamente todo 1813. La circunstancia, acaso, se explicará porque, con toda seguridad no eran ellos los únicos criollos que simpatizaban con la rebelión, y ese factor frenaba delaciones.
Pero en diciembre de 1813, el canónigo de la Catedral de la Ciudad de México, don José Mariano Beristáin, fue enviado a Querétaro con una encomienda: tenía que indagar quiénes, entre los habitantes de la ciudad, eran afines a los insurgentes. Naturalmente, su primer hallazgo se llamaba Josefa Ortiz. Su informe no deja lugar a dudas:
“Hay un agente efectivo, audaz, descarado e incorregible, que no pierde ocasión ni un momento de inspirar odio al rey, a la España y a las providencias justas del gobierno legítimo de este reino. Y tal es, señor, la mujer del corregidor. Es una verdadera Ana Bolena que ha tenido el valor de intentar seducirme a mí mismo, aunque ingeniosa y cautelosamente…”
Josefa no intentaba “seducir” al canónigo en el sentido moderno del término. “Seductora” es un calificativo que menudea en los cargos contra las mujeres que abrazaron la causa de la Independencia y se refería a una intensa labor de convencimiento y persuasión ideológica. “Seductoras” eran las que intentaban atraer a oficiales y nobles, a ricos y pobres a la rebelión. “Seductoras”, como Josefa, eran Leona Vicario y Mariana Rodríguez del Toro, y muchas más, cuyas causas se conservan en el Archivo General de la Nación.
Miguel Domínguez no se quedó cruzado de brazos. Una y otra vez le escribió a Calleja, pidiendo permiso para dejar su puesto en Querétaro y marcharse a la capital, a hacerse cargo de la defensa de Josefa. Después de insistir y no obtener respuesta, decidió jugársela: se trasladó a laCiudad de México, tomó casa en la calle del Indio Triste y gracias a sus empeños Josefa siguió en encierros conventuales, sin pisar las prisiones de la corona.
En junio de 1815, Josefa fue trasladada al Convento de Santa Catalina de Siena; allí se quedó hasta mediados de 1817, cuando fue beneficiada con uno de los muchos indultos concedidos por el virrey Apodaca. Con la salud mermada, acaso cansada, se quedó en su casa. Allí vio llegar la consumación de la Independencia.
Murió en 1829, después de andar, todavía, en tertulias políticas y apoyar a Vicente Guerrero. Se dice que en alguna ocasión echó de su casa al presidente Guadalupe Victoria.
Para Josefa, el reconocimiento formal de la patria, llegó hasta mediados del siglo XIX, cuando se le empezó a mencionar en las conmemoraciones como lo que era: una benemérita de la patria.
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