Opinión

A toda velocidad: un día en las carreras de autos

Venustiano Carranza estaba en la transición de ser Primer Jefe de la revolución que había combatido a Victoriano Huerta, para convertirse en presidente de la República. Poco a poco, el recuerdo de los peores días de la guerra civil empezaba a disiparse, aunque nadie estaba del todo seguro de su futuro. Eso no impedía que la gente buscara la diversión, el entretenimiento, los sucesos trepidantes que les hablaran de otro mundo, donde la incertidumbre fuera desconocida, donde el sufrimiento fuera una palabra inexistente: el teatro ligero, las revistas musicales, los deportes más modernos, constituían una de las alternativas para restañar las heridas emocionales del pasado reciente. Las carreras de autos era una de esas actividades donde la adrenalina, de la buena, atraía a la gente por millares.

Era la primavera de 1917: con asombro, los reporteros deportivos de la época calcularon en diez mil a los asistentes al Hipódromo de la Condesa -lo que hoy es la calle Ámsterdam de la colonia Condesa-, que ampliaba su vocación: no solo era ya el escenario de las muy elegantes carreras de caballos. Los visitantes del Hipódromo en ese marzo de 1917 iban, nada menos, que a presenciar una carrera de automóviles.

UN DÍA EN LAS CARRERAS

En 1917, la ciudad de México seguía siendo más bien pequeña. Aunque desde 1902 se había constituido la compañía fraccionadora que acabaría desarrollando la colonia Condesa, en esa primavera, con nueva constitución recién promulgada, en aquellos terrenos dominaba la diversión al aire libre, las grandes emociones colectivas: desde 1907 funcionaba la plaza de toros conocida como el Toreo de la Condesa. Luego, el Jockey Club había promovido la construcción del hipódromo, y de esa manera la zona estaba convertida en un polo de entretenimiento donde se articulaba la tradición taurina con los “deportes modernos” que sí habían logrado echar raíces en la cultura mexicana.

En esa primavera, el espíritu de renovación que se desprendía de la vida política también llegaba a otros ámbitos de la vida pública: los reporteros que fueron a las carreras de autos en ese marzo de 1917 aseguraron que una actividad así era una promesa de la más loca modernidad. Incluso, hubo exaltados que afirmaban que, con un acontecimiento de esa naturaleza, la ciudad de México tenía diversiones semejantes “a las de París-Luz”.

“Olas inquietas”, llamó la prensa a la muchedumbre que se agitaba, esperando ver pasar a los temerarios pilotos. Se equivocaron quienes pensaron en las carreras de autos como un asunto para elegantes y ricos. Los reporteros de aquellos días, curiosos y con iniciativa, aseguran que ahí estaba “todo México”, entendido como asistentes de todas las clases sociales, marcando una clara diferencia a lo que antaño habían sido las diversiones porfirianas. La tentación de la velocidad manifestada en uno de esos artefactos que todavía eran novedades, el automóvil, había llenado de entusiasmo a todas las clases sociales.

Diez mil almas, señoras y señores, diez mil. Las gradas se llenaron con rapidez, de manera que, los ciudadanos pudientes, que ya eran propietarios de un auto, resolvieron presenciar la competencia desde sus vehículos. Seguramente, en aquella ocasión, los reporteros de los diversos periódicos capitalinos ya trabajaron en equipo, porque al día siguiente pudieron publicar la estimación de los autos particulares en los terrenos del hipódromo: ¡nada menos que 200!

A la distancia, desde un presente en el que los automóviles de la ciudad de México se cuentan por millones, la cifra de 200 vehículos es casi de risa. Pero en 1917, en la pequeña capital, ver pasar un auto todavía era un asunto que atraía la atención y emocionaba a las almas sencillas.

Además, las carreras en entonces tenían un peculiar procedimiento que no dejaba de encantar a la gente: como muchas otras actividades de entretenimiento, los directivos de los periódicos estaban involucrados, como promotores y participantes. En aquel marzo de 1917, Rafael Alducin, fundador del diario Excelsior, fungía como Juez de Salida de Coches, y procedió a inspeccionar, recorriéndola, la pista de carreras. También verificó que los jueces de campo se encontraran en sus lugares. Una vez que todo mundo estuvo en su sitio, se dio el banderazo de salida a la primera carrera.

Que los movimientos revolucionarios habían cambiado a la par que el país, era patente, también, en las carreras de autos: en las competencias de aquel día de primavera, participaban al menos dos militares: el coronel Roberto González, a bordo de un Protos marcado con el número 1, y un Peerless, con el número 8, era conducido por el general E. Osornio: la revolución se había bajado del caballo, probaba suerte con los automóviles, y hasta se involucraban en aquel deporte modernísimo, como lo demostraba la lista de asistentes, porque en aquellas carreras no solo había militares de alto rango compitiendo; en las gradas, mirando el espectáculo, estaba el general Álvaro Obregón con toda su familia, los generales Pablo González, Benjamín Hill, Francisco Urquizo y muchos más.

“Los coches luchaban por la supremacía con todo ardor”, afirmó un anónimo cronista. Nombres de pilotos como Luis Ibáñez -que le ganó al coronel González- o Juan Borneo -que ganó la segunda carrera, a 20 vueltas- empezaban a ser familiares para los aficionados a aquellos asuntos. Claro que aventurarse en el automovilismo era pasearse en los linderos de los dominios de la muerte, pues los accidentes eran aparatosos, extraños y con frecuencia mortales.

Ese fue el destino del general Osornio, que, en la novena vuelta, y cuando estaba en el tercer lugar, se detuvo en una de las curvas. Al pararse levantó una enorme nube de polvo que bloqueó la visibilidad de un Packard marcado con el número 4, conducido por un caballero llamado Manuel Carrera, que se estrelló con el auto del militar. El choque fue tan fuerte que ambos conductores fueron arrojados de sus autos. Y los mecánicos que iban con ellos recibieron diversas heridas. Pero ya estaban ahí los representantes de la Cruz Roja, que se apresuraron a actuar, rescatando a los heridos y llevándoselos al hospital.

No faltaron los reporteros que corrieron a ver el destino de los heridos, encontrándose con que la mayor parte de los involucrados en el choque se recuperarían más o menos pronto. Pero como la nota aparece no bien ponga uno atención, resultó que ahí mismo, en la Cruz Roja, se encontraba, seriamente lesionado, un estudiante de odontología, Héctor Clausell, atropellado un día antes por uno de los vehículos que participarían en la carrera de la Condesa, y que había escapado antes de que se le identificara.

Con victorias y derrotas, con aplausos y ovaciones, así cerraba aquel día de emocionantes carreras de autos.

LLEGARON PARA QUEDARSE

En 1917, al entusiasta público del Hipódromo de la Condesa no le interesaba mucho el pasado inmediato de las carreras de autos, pero lo cierto es que aquel deporte había sido, originalmente, asunto de los ricos más ricos del país. El primer club de automovilismo databa de 1903, y entre sus integrantes menudeaban apellidos como Escandón, Limantour o Braniff, y que aquello había evolucionado: de curiosidad a organización de paseos con propósitos turísticos, y de ahí a las carreras de autos. Era cosa muy sabida que el famoso yerno de don Porfirio, Ignacio de la Torre, era un ferviente aficionado a las competencias automovilísticas.

En los primeros años del siglo XX, antes de la oleada revolucionaria, las carreras fueron motivo de escándalo y de pavor; muchos escritores y periodistas opinaron en esos días porfirianos que intentar competir a bordo de un auto, a la inaudita velocidad de ¡55 kilómetros por hora! Era llamar a la muerte y reservarle el asiento del copiloto. A la vuelta de una década, con los revolucionarios en el poder, esta idea del riesgo y la temeridad seguía acompañando a aquellos que, no contentos con la adrenalina de los campos de batalla, todavía tan fresca en el recuerdo, buscaban la emoción en las pistas de competencia.

Foto: Especial

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