
¡Humo blanco! ¡Habemus Papam! Cuánta alegría experimentamos con esta noticia hace unas semanas. “¿Por qué se siente una emoción tan grande?”, me preguntaba una de mis hijas. No se trata de un sentimiento ordinario. Está revestido de misterio y regocijo sobrenatural. A muchos incluso nos sorprendieron las lágrimas, y no sabríamos decir exactamente por qué.
En el corazón de esta experiencia misteriosa se encuentra el gozo de constatar que Dios no nos ha abandonado, que no nos ha dejado huérfanos, que también hoy se encuentra presente en nuestra historia, en medio de nosotros, y que las promesas del Evangelio están plenamente vivas en nuestra realidad concreta. El Papa, vicario de Cristo, no es un simple líder religioso; es un signo del Buen Pastor, de Aquel que continúa cuidando de sus ovejas, también ahora, también en estos tiempos cargados de tensiones, heridas y oscuridades.
León XIV se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro a proclamar al mundo entero el mismo mensaje que salió de la boca de Jesús resucitado: “La paz esté con ustedes”. Inmediatamente después explicó que esta paz solo puede venir del hecho de que “Dios nos ama a todos incondicionalmente”. Pero, ¿cómo se relaciona la paz con el amor de Dios?
La paz, en su estado más profundo, es la capacidad del corazón de estar bien consigo mismo, de experimentar la propia existencia y la de los demás como una buena noticia que debe ser celebrada y agradecida. Sin embargo, cuando uno no ha sido amado, es difícil que la propia realidad se pueda percibir como algo bueno, como algo amable. El amor de Dios es la afirmación radical y contundente que permite a cada uno descubrir que su vida es maravillosa y merece la pena. Ese amor que nos precede nos permite a su vez amarnos verdaderamente a nosotros mismos y, en consecuencia, también a los demás. Este es el fundamento de la verdadera paz, que brota del amor de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo.
Esta es la raíz de toda vida cristiana: entrar en ese amor, dejarnos transformar por él, y llevarlo con nosotros a nuestras relaciones, trabajos, decisiones. Solo desde ahí puede construirse una paz verdadera, concreta y duradera. Por el contrario, la vida se torna una carga insoportable cuando no hecha raíces en ese amor. En palabras de León XIV: “la falta de fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas heridas más que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad”.
No hablamos de algo teórico. Hoy vivimos una situación gravísima: estallan conflictos armados, se multiplican los atentados, y la amenaza de nuevas escaladas militares pesa sobre el mundo. La violencia parece no tener fronteras y crece la sensación de que todo puede romperse en cualquier momento. Esta realidad nos recuerda algo fundamental: los acuerdos y estrategias externas no bastan cuando no hay corazones reconciliados. Por eso el llamado de León XIV no puede pasar desapercibido. No es un mensaje piadoso; es un clamor urgente. Nos invita a ser testigos de la paz de Cristo, no como una idea vaga, sino como una presencia concreta, viva, que transforma lo cotidiano. Donde el amor de Dios se hace presente, allí también comienza su paz.
Como decía san Josemaría Escrivá: empeñémonos en “contribuir a que haya más amor de Dios en la tierra, y por lo tanto, más paz” (Es Cristo que pasa, 70). Y esto no comienza con grandes proezas, sino en lo más simple: en una palabra amable, en una sonrisa ofrecida cuando cuesta, en la paciencia con los nuestros, en un perdón que parecía imposible, en la escucha silenciosa, en el esfuerzo por comprender antes que juzgar, en una actitud más cordial en las redes sociales. Cada uno de estos gestos puede ser una grieta por donde entre al mundo un poco de la luz que trae la paz. Nuestro tiempo no necesita solo tratados o reformas; necesita hombres y mujeres reconciliados. Corazones sanados por el amor. Y esa es una obra que empieza en lo más profundo: donde Dios ama, sana y renueva. Allí comienza la paz.
Profesor Investigador del Instituto de Humanidades
Universidad Panamericana