Cultura

La aparición de la vida: consiliencias y discordancias

El fragmento de este discurso de ingreso, que dictó Antonio Lazcano el 6 de octubre de 2014, se reproduce en el marco de la mesa "Doscientos años de Alfred Russel Wallace..."

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Antonio Lazcano es miembro de El Colegio Nacional.

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El Colegio Nacional

El fragmento de este discurso de ingreso, que dictó Antonio Lazcano el 6 de octubre de 2014, se reproduce en el marco de la mesa "Doscientos años de Alfred Russel Wallace: pasado, presente y futuro de la biogeografía", que se realizará el próximo viernes 12 de mayo, a las 6:00 p. m., en el Aula Mayor de El Colegio Nacional

Cartelera de El Colegio Nacional.

Cartelera de El Colegio Nacional.

                                      (Fragmento)

Darwin creía que la vida se había originado en la era que ahora llamamos Precámbrica, pero escribió poco al respecto porque pensaba que no existían las herramientas científicas para encarar la pregunta. Su silencio le atrajo críticas de seguidores tan fieles como Ernst Haeckel, un naturalista alemán que estaba convencido que los microbios eran parte de un grupo que incluía no sólo gérmenes patógenos, sino también a los ancestros de las plantas y los anímales. En 1866 formalizó su propuesta creando el reino de los Protista, en donde agrupó a las bacterias bajo el nombre de Manera. Los microscopios de la época no permitían ni siquiera adivinar la compleja estructura interna de las bacterias, y al igual que muchos de sus contemporáneos, Haeckel creyó que eran simples glóbulos de lo que entonces se llamaba protoplasma, que imaginó era la base química de la vida.

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Aunque Charles Darwin se quedó con las ganas de visitar México, sus ideas no tardaron en ser conocidas y discutidas en nuestro país luego de la Guerra de Reforma, cuando el triunfo liberal aceleró el avance hacia una sociedad laica en donde los argumentos religiosos pesaban cada vez menos. Como afirmó Roberto Moreno de los Arcos, los trabajos de divulgación y de investigación que circularon a partir de 1870 permiten afirmar que "México no estuvo de ninguna manera al margen de la revolución científica operada por Darwin y sus seguidores". Gracias a la labor de Don Alfonso L. Herrera, un mexicano ilustre empeñado en hacer de la ciencia parte del patrimonio cultural de la nación, la enseñanza de la biología surgió en México bajo la sombra secular de la teoría de la evolución, aunque la marginación que sufrió al reestructurarse la Universidad Nacional impidió que cuajaran sus proyectos visionarios.

La enorme influencia de Haeckel en la biología mexicana no ha sido analizada del todo, pero sabemos que Herrera lo leyó con cuidado y lo convirtió, junto con Darwin, en el punto de partida para desarrollar sus propias ideas sobre el origen y la evolución temprana de la vida. Siguiendo el ejemplo de Lamarck, al que también admiraba profundamente, Herrera concluyó que la biología era una disciplina con carácter propio que trascendía lo que hasta entonces se conocía como historia natural.

En 1897, publicó su "Recueil des lois de la biologíe générale", que Moreno de los Arcos ha llamado con justicia el primer texto darwinista escrito en nuestro país. Fiel a su vocación docente, unos años más tarde Don Alfonso publicó sus "Nociones de biología", un libro destinado a profesores normalistas que descansaba –como él mismo afirmó– en la idea de que "todos los seres animados se han desarrollado gradualmente a partir de un ser monocelular, por medio de variaciones lentas y de la selección de las más ventajosas de éstas en la lucha por la existencia".

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Con un tesón admirable, Herrera dedicó su vida al estudio de ese ancestro hipotético. Impartió conferencias, escribió libros, fundó museos y creó sociedades científicas. Al igual que Stéphane Leduc, Jeróme Alexander y otros colegas extranjeros, buscó en las propiedades de geles y coloides el origen del protoplasma. Los llamados jardines químicos que se siguen vendiendo como adornos de mesa en algunas tiendas departamentales son un vestigio del entusiasmo que despertó en muchos la posibilidad de sintetizar células artificiales y demostrar así el carácter material de lo vivo.

Años más tarde, Thomas Mann dio forma literaria a esas obsesiones en su novela "Doktor Faustus". "Lo que más parecía interesarle a Herr Leverkühn", afirma Serenus Zeitblom, uno de los personajes de Mann, "era la unidad fundamental esencial que existe entre la materia viva y la que llamamos inanimada, junto con la idea de que pecamos en contra de esta última cuando intentamos dibujar con rapidez una línea divisoria demasiado estricta entre ambas. En realidad, esta frontera es permeable, y no existe ninguna propiedad esencial que sea exclusiva de las criaturas vivientes y que el biólogo no pueda estudiar en una entidad inanimada". Zeitblom, escribió Mann, habría de recordar para siempre la fascinación hipnótíca que despertaba Jonathan Leverkühn ante su auditorio infantil al preparar amibas, hongos y líquenes artificiales en un pequeño acuario al que le agregaba parafina, sulfato de cobre y cromato de potasio.