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Columna: ‘Para entender el deporte’

Sentarse es un acto contra natura...

EL ALTAR INVISIBLE DEL SEDENTARISMO. Permanecer sentado es hoy sinónimo de productividad. De obediencia. De profesionalismo.

El cuerpo humano fue hecho para moverse, pero lo hemos convertido en prisionero de la silla. La espalda, las piernas, los pulmones… todos nos reclaman movimiento, pero nosotros los calmamos con un cojín ergonómico. Quizá el verdadero pecado moderno no sea la gula ni la lujuria, sino la quietud crónica.

Sentarse, sin quererlo, se ha vuelto una forma elegante de desaparecer.

EL ALTAR INVISIBLE DEL SEDENTARISMO

Cada mañana me siento frente a la computadora como quien se postra ante un altar. Un altar sin velas, pero con notificaciones. Sin incienso, pero con noticieros. Un altar que exige sacrificios: el de la columna, el de la cervical, el de la mirada que se va cerrando como un abanico cansado.

Permanecer sentado es hoy sinónimo de productividad. De obediencia. De profesionalismo.

Hemos hecho del sillón una divinidad doméstica, y de la inmovilidad una virtud cívica. Nos felicitamos por estar quietos, por permanecer en la misma posición durante horas, como si eso fuera una hazaña evolutiva.

Pero no lo es. Lo contrario: es una traición al diseño del cuerpo. Nacimos para migrar, para recolectar, para acechar. Para desplazarnos con sentido o sin él. El cuerpo fue mapa antes que cárcel, danza antes que nudo.

UNA SILLA NO ES UN HÁBITAT

Los músculos —esos grandes olvidados— no son simplemente cuerdas que sostienen huesos. Son órganos de pensamiento. Lo saben los filósofos que caminan mientras piensan, los niños que inventan juegos corriendo, los poetas que descubren versos en una zancada.

Yo lo noto cuando camino sin rumbo: las ideas se alinean solas. La tristeza se afloja. La angustia se disuelve. Algo se mueve dentro de mí cuando yo me muevo por fuera.

Y sin embargo, vuelvo a sentarme. Como todos.

Vivimos como si la silla fuera nuestro ecosistema natural. Pero no lo es. La silla es una invención reciente. Durante el 99% de nuestra existencia como especie, no tuvimos sillas. Tuvimos piernas. Tuvimos caminos. Tuvimos motivos para levantarnos.

Hoy, esos motivos se esconden detrás de excusas. “Estoy muy cansado para moverme” decimos, cuando tal vez es al revés: estamos cansados porque no nos movemos.

La fatiga no viene del esfuerzo, sino de la falta de él.

EL DOGMA DE LA INMOVILIDAD

Cuando éramos niños, moverse era inevitable. No había que decirle a un niño que corriera. Había que implorarle que se quedara quieto. Pero algo se quiebra con el tiempo. Nos disciplinan el cuerpo como si fuera una máquina de oficina. Nos enseñan a estar quietos como una forma de pertenencia. De adaptación. De obediencia.

La quietud prolongada no es descanso, es deterioro. Envejecemos más rápido al permanecer inmóviles. Los huesos se debilitan, el corazón se apaga lento, el alma se oxida como un columpio sin niños. Y lo aceptamos con una fe resignada, como quien asume que el dolor de espalda es parte del contrato social.

La verdadera pregunta no es cuántas horas pasamos sentados, sino cuántas ideas dejamos de tener por no movernos. Cuántas decisiones no tomamos. Cuántas emociones quedaron atoradas en la pelvis.

No propongo una maratón. Ni un gimnasio. Ni una cruzada contra el sofá. Propongo, apenas, recordar que el cuerpo fue hecho para usarse. Para girar, para saltar, para fallar, para recuperar el equilibrio.

Quizá la gran herejía de nuestro tiempo no sea romper las reglas, sino permanecer inmóviles frente a ellas.

Porque el que deja de moverse, poco a poco, deja también de imaginarse distinto.

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