
El primer entrenador no llega en pants, ni carga cronómetro. Llega con tu apellido. No te hace calentar, pero sí cuadrarte. No te pide abdominales, pero te exige metas que ni él logró. A veces es papá. A veces mamá. A veces los dos, convertidos en dúo olímpico del chantaje emocional.
Muchos creen que el deporte empieza en la cancha, pero no. Empieza en la sala de tu casa, cuando alguien te suelta: “tú vas a ser mejor que yo”. Y tú, que apenas sabes amarrarte los tenis, ya cargas con un sueño ajeno. Te dicen que es herencia, pero es hipoteca emocional.
EL GRITO QUE MÁS DUELE NO SE ESCUCHA
No hay juez más bravo que un padre con frustraciones deportivas. Te mira jugar como quien revisa el examen de otro: buscando errores, no aciertos. Si anotas, apenas levanta la ceja. Si fallas, te convierte en mueble. No compites contra el rival, compites contra la versión joven que tus papás no supieron ser.
Y no hay ovación que alcance. Porque no se trata de disfrutar: se trata de no fallarles. El niño no corre por gusto, corre para esquivar el sermón. No juega para aprender, juega para que no lo comparen con el primo que “sí llegó a selección”. Y cuando gana, no se alegra: exhala.
Así se forman atletas de alto rendimiento… en ansiedad. Niños que no entrenan fuerza, entrenan miedo. Miedo a fallar, a no gustar, a las caras largas en el coche. Miedo al “no pasa nada” que en realidad significa “me decepcionaste”. Miedo al silencio. Ese silencio helado que pesa más que una derrota.
PERO TAMBIÉN HAY FAMILIAS QUE NO ENTRENAN: ACOMPAÑAN
Contra todo pronóstico, también existen otras familias. Las que no te miden por goles ni medallas. Las que van al partido no para revisar tu técnica, sino para aplaudirte aunque falles. Las que te preguntan si te divertiste… no si ganaste.
Esas familias que entienden que perder no es lo opuesto a ganar, sino parte del juego. Que saben que tu cuerpo no es herramienta para presumir en redes, sino tu forma de habitar el mundo. Que no te avientan frases envenenadas como “yo a tu edad ya era titular” o “si sigues así nunca vas a destacar”.
A veces basta con eso: una mamá que no compare. Un papá que no grite. Un tío que lleve el agua, no el juicio. Un hermano que no te diga cómo jugar, sino que te vea jugar. Que esté ahí, como un poste firme, no como un reflector exigente.
CUANDO LA FAMILIA DEJA DE ENTRENARTE, FLORECES
La paradoja es cruel y luminosa: cuando tu familia deja de exigirte, mejoras. Cuando te dejan fallar, te atreves. Cuando ya no esperan que ganes, empiezas a disfrutar. Y ahí, justo ahí, te nace el amor por moverte. Por jugar. Por descubrir qué puedes hacer con este cuerpo que no es deuda… sino posibilidad.
Ningún niño necesita una familia disfrazada de federación deportiva. Necesita un equipo. De verdad. Uno que lo acompañe aunque pierda. Que celebre que sudó. Que entienda que el movimiento no siempre lleva a un trofeo, pero siempre te acerca a ti mismo.
Y si un día ganas, qué chido. Pero si no, al menos que sepas que antes del silbatazo, en la misma sala donde empezó todo, alguien ya te había aplaudido. Sin condiciones. Sin likes. Sin bronce ni oro. Solo porque sí.