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Es martes y el cuerpo lo sabe

Más sabe el diablo por viejo que por diablo

. Lauren Jackson reapareció en el tabloncillo cerca de los 40, aplaudida como si el óxido fuera una medalla.

El deporte tiene un altar extraño: no al músculo joven, sino a la rodilla chirriante. Se idolatra al veterano que ya no corre, pero todavía finge que ordena el partido con la ceja. Un pulmón que suena como acordeón desinflado, un tobillo que pide bastón, y aun así el público lo ovaciona como si cada arruga fuera oro olímpico. Más sabe el diablo por viejo… porque más tiempo lleva perfeccionando el arte de envejecer en público sin retirarse.

EL AURA COMO BASTÓN

El veterano no juega: declama. Un delantero que ya no alcanza el balón, pero levanta el brazo como si hubiera marcado un gol en el aire: gesto de holograma con camiseta. Un portero que se lanza un segundo tarde, coreografía de estatua que aprendió a caer con dignidad. Un pitcher que sirve pelotas tibias con la solemnidad de un notario jubilado. Un velocista que llega al final cuando ya bajaron la cinta, pero alza los brazos como si hubiera derrotado al calendario.

Y no es solo ficción. Teemu Selänne, en la NHL, volvió a patinar como reliquia de museo con casco. Cada ovación sonaba más a misa de difuntos que a festejo deportivo. Lauren Jackson reapareció en el tabloncillo cerca de los 40, aplaudida como si el óxido fuera una medalla. Y Herschel Walker insistió en que aún podía competir, como si los años fueran solo un mal chiste de calendario. El aura vende boletos; las piernas, ya no tanto.

El público compra la farsa con gusto. Aplauden un pase mal dado como quien aplaude a un abuelo que baila en la boda: no por la destreza, sino porque todavía está de pie. La ovación es bastón invisible: muleta colectiva que lo sostiene mientras se oxida en cámara lenta.

El entrenador lo guarda como amuleto. No lo pone para ganar: lo pone para no tentar al azar. Lo mete cinco minutos y espera milagros: músculos carcomidos contra rivales eléctricos. No dirige, conjura. El aura, claro, sobrevive. El marcador, no tanto.

EL NEGOCIO DEL DIABLO VIEJO

El veterano es el único que entiende la comedia. Sabe que ya no corre, que ya no asusta, que ya no gana. Pero también sabe que la nostalgia vende mejor que la velocidad. Así que sonríe, posa, levanta los brazos como santo canonizado. El partido ya no lo disputa: lo interpreta. El estadio ya no lo aplaude: lo beatifica. El deporte se convierte en teatro geriátrico con taquilla agotada.

La paradoja es cruel: cuando el talento se apaga, queda la sombra. Y esa sombra pesa más que cien cuerpos jóvenes. La ovación no es por lo que hace, sino por lo que hizo. Y lo que hizo se convierte en renta vitalicia. El veterano no corre: desfila. No brilla: se oxida con estilo. No compite: sobrevive en slow motion.

El proverbio lo sabía antes que nosotros: más sabe el diablo por viejo que por diablo. En el deporte, se traduce: más sabe el veterano por sobrevivir que por jugar. Su sabiduría no está en las piernas, sino en la resistencia al olvido. Su genio no está en la táctica, sino en saber cuándo levantar la mano para recibir el último aplauso.

EPÍLOGO CON BASTÓN INVISIBLE

El aura del veterano no gana partidos, pero gana indulgencias. No marca goles, pero vende camisetas. No corre maratones, pero corta listones. Más sabe el diablo por viejo… porque todavía sabe vender boletos. Y en el circo deportivo eso es lo único que importa: que la taquilla siga llena, aunque la función la interprete un cuerpo que juega contra el tiempo y siempre pierde.

La imagen final no es cruel, es absurda: un héroe con rodillas como bisagras oxidadas, pulmones de acordeón desafinado, músculos de museo… y sin embargo, recibe la ovación de pie. Porque el público, en el fondo, no aplaude lo que ve. Aplaude lo que recuerda. El veterano no es jugador: es fantasma rentable. Y todos, felices, pagamos por mirar al holograma.

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