Deportes

‘Es martes y el cuerpo lo sabe’

El entrenador interior

. .

Apenas abro los ojos, escucho el silbato. No es el de un vecino ni el de un árbitro: es el mío. O mejor dicho, el del tipo que vive en mi cabeza y se cree mi entrenador. No tiene horario ni contrato, pero cobra caro: descanso, calma y autoestima. Me despierta con frases que no pedí:—¡Arriba, flojo! ¡Hoy tampoco serás tu mejor versión! Tiene razón en algo: no hay peor tirano que la conciencia en pants.

Intenté ignorarlo, pero se volvió insistente. Sopla el silbato cuando desayuno pan, cuando no contesto correos, cuando respiro con sospechosa tranquilidad. Me vigila como si el mundo dependiera de mis flexiones morales. En su lógica, descansar es pecado, dudar es debilidad y bostezar, traición. No dirige un entrenamiento: preside un juicio.

EL GIMNASIO INVISIBLE

Mi entrenador interior no es único: es especie dominante.Cada uno lleva el suyo. El oficinista tiene uno que grita “¡rinde más!”; el estudiante escucha “¡deberías estar leyendo!”; el jubilado oye “¡aún te falta sentido de vida!”. Y así todos: una sociedad llena de silbatos mentales, corriendo hacia una meta que nadie recuerda dónde estaba.

Vivimos dentro de un gimnasio invisible. Las pesas son culpas, las repeticiones son excusas, los estiramientos son arrepentimientos. La culpa levanta más peso que el músculo.Y el ego, ese narcisista de gimnasio, se mira al espejo y se aplaude por resistir otro día de autoexigencia.

El alma se ha vuelto deportista de alto rendimiento:cuenta pasos, emociones, horas de sueño, minutos de gratitud. Todo se mide, todo se compara. El descanso ya no se disfruta: se monitorea. Y cuando fallamos, ahí aparece el silbato invisible, pitando con entusiasmo cívico: ¡culpable!

Yo mismo lo alimenté durante años con frases de autoayuda: “sé la mejor versión de ti”, “el límite está en tu mente”, “sin dolor no hay progreso”. Ahora vive conmigo, musculoso y vengativo, repitiéndome mis propias frases como si fueran órdenes divinas.

EL EGO CON CRONÓMETRO

A veces lo observo como quien ve un animal exótico. Camina de un lado a otro dentro de mi cabeza, con short mental y mirada autoritaria.Toma nota de mis distracciones, evalúa mis pensamientos, me compara con mi yo de ayer. Cuando intento meditar, me interrumpe: “¿ya estás más iluminado o seguimos igual de mediocres?”. Cuando intento reír, me recuerda que no hay tiempo que perder. No acepta treguas: su Dios es la mejora constante.

He probado de todo: ignorarlo, debatirlo, invitarlo a terapia. Nada funciona. La autocrítica, cuando se oxida, se vuelve entrenador de boxeo: sólo sabe golpear.

Pero hace poco descubrí un truco: hablarle como a un viejo amigo. Le preparo café, lo dejo desahogarse y, cuando empieza con su discurso motivacional, lo interrumpo con calma:—Gracias, maestro. Hoy no entreno. Estoy practicando el arte de fallar con elegancia.

Se queda quieto, confundido. No sabe qué hacer con la flojera digna. Parece que lo desconcierta la idea de que la felicidad no tenga abdominales.

EPÍLOGO SIN SILBATO

Desde entonces, cuando el entrenador interno empieza a soplar su silbato moral, yo levanto la mano y le recuerdo:—Hoy es día de descanso psicológico. No se calla, pero baja el tono. Lo miro, sonrío y pienso que, en el fondo, sólo quiere que lo escuchen. A veces le doy la razón, a veces lo mando a trotar un rato por mi inconsciente.

Lo cierto es que sigo entrenando, pero de otra manera: ahora hago pesas con la risa, cardio con la paciencia y yoga con la culpa. He decidido no mejorar: sólo mantenerme respirando, que ya es bastante.

Mi entrenador interno todavía grita, pero suena lejano, como eco en un estadio vacío. Y en ese silencio, casi se oye algo nuevo: mi propia voz, sin silbato. No da órdenes. Sólo dice: “tranquilo, campeón… hoy también perdiste con estilo.”

Tendencias