
Confieso mi perplejidad.
Observo a los corredores como un antropólogo observaría a una tribu desconocida.
Los veo pasar, a primera hora de la mañana o al final de la tarde, con sus ropajes fluorescentes y sus relojes que miden hasta el último suspiro.
Jadean, sudan, sufren. Y yo, desde la comodidad de mi sedentarismo reflexivo, no puedo evitar preguntarme: ¿por qué lo hacen?
El acto de correr, en su esencia, es un absurdo monumental. Un desplazamiento sin destino, una fatiga sin recompensa aparente. Me aburre hasta la simple idea.
Y sin embargo, ellos persisten. Deben de saber algo que nosotros, los estáticos, ignoramos.
¿Qué resorte cognitivo se activa en esa mente rítmica y jadeante? ¿Son meditadores avanzados o simplemente una especie diferente?
EL ADICTO DE LAS ZAPATILLAS
La primera pista que nos ofrecen es la más prosaica: la química.
El corredor no es un asceta en busca de la virtud, es un devoto de su propia bioquímica persiguiendo su dosis.
Hablan con fervor místico del “subidón del corredor”, esa epifanía de euforia y paz que los asalta en mitad del esfuerzo.
Durante años, creímos que era una simple descarga de endorfinas, el analgésico de la casa. Pero la ciencia, siempre tan aguafiestas, ha revelado al verdadero camello: los endocannabinoides.
Sí, el cerebro del corredor, en su infinita sabiduría, se inunda de las mismas sustancias que la marihuana. No corren hacia una meta, corren hacia su propio y legalísimo colocón.
Son los adictos más disciplinados del mundo, y su ritual no requiere más que un par de zapatillas y la voluntad de castigar el cuerpo hasta que el cerebro, en un acto de piedad, les regale un poco de olvido químico.
LA FELICIDAD DE NO PENSAR EN NADA
Pero la droga es solo el principio. El verdadero premio, el más codiciado, es el silencio. El corredor, en el fondo, es un fugitivo. Huye del ruido incesante de su propia mente, de ese parloteo interno que los neurólogos llaman la Red Neuronal por Defecto.
Ese es el circuito del yo: la voz que critica, que se preocupa, que planifica, que recuerda la factura sin pagar y la conversación incómoda de ayer.
Correr es el gran silenciador. El ritmo constante de la zancada, la cadencia de la respiración, la monotonía del paisaje, todo conspira para apagar esa radio insufrible.
Lo que ellos llaman “estado de flujo” o “meditación en movimiento” es, en realidad, la bendición de no ser uno mismo durante una hora. No es una práctica espiritual; es el ansiolítico más caro y agotador del mercado. No corren para encontrarse, corren para perderse. Para lograr esa felicidad suprema y efímera: la de no pensar en absolutamente nada.
LA CINTA DE CORRER DE SÍSIFO
Y aquí, quizás, reside la clave de esta tribu extraña.
El corredor es el único filósofo verdaderamente honesto de nuestro tiempo.
Es un Sísifo con GPS. Cada día, empuja la misma roca de la fatiga cuesta arriba, sabiendo que mañana la encontrará de nuevo al pie de la montaña.
Su acto es repetitivo, absurdo y, en última instancia, inútil. Y es precisamente ahí donde radica su profunda sabiduría.
Quizás el corredor ha entendido algo que el resto nos negamos a ver: que la vida no tiene un destino final, que la meta es una ilusión. Que solo existe el movimiento, el proceso, el acto de seguir adelante sin más razón que la de no detenerse.
No corren para llegar a ninguna parte. Corren, simplemente, para no tener que hacerse la pregunta de a dónde van. Y en esta fuga hacia adelante, en esta negación activa del sentido, encuentran, paradójicamente, una extraña forma de paz.
La paz del que ha aceptado el absurdo y ha decidido, simplemente, echar a correr.