Algo había en las postrimerías de aquel otoño que sus atardeceres me parecían corrompidos por la tristeza. Tal vez no era más que la certidumbre de que los días se me habían desbocado por un desfiladero que no deseaba, que no estaba haciendo nada de lo que en verdad quería hacer, ni en el amor, ni en el trabajo ni en la vida, y que, en la inminencia de mis treinta años, me estaba convirtiendo en el hombre más distinto posible al que un día quise ser. La melancolía que por aquellas semanas había echado retoños de amargura dentro del corazón, se concretó en el momento en que volví a verle. Nos encontramos frente a frente en las jardineras del Expiatorio, sin advertencias, sin anuncios, en el desorden crepuscular y feliz del tamaño del mundo, como una apuñalada del destino en el centro de lo cotidiano. Por un momento no logré reconocerlo con su mirada distante, con esta timidez repentina que no tuvo nunca, con el cabello cortado al ras como los militares, y la misma soledad irremediable. No obstante, él sí logró reconocerme, y antes de saludarme siquiera, se sobrepuso a mi desconcierto. Solo entonces comprendí el presagio de mariposas desorientadas en el viento.
—Me llamo Erick –dijo.
Teníamos cuatro años sin vernos. Compartimos unas cuantas palabras; cómo estás, cómo te ha ido, las frases de siempre que disfrazaban la realidad de que habían sido muy pocos los días de mi vida en que no pensara en él, y por último un abrazo que se sintió como la muerte. Finalmente encontré el valor para invitarle a tomar algo. Erick contestó que sí. En el Tren Ligero apenas cruzamos palabras. De vez en cuando nuestras miradas tropezaban, a veces el pétalo perdido de su respiración me acariciaba los labios. Nos bajamos en el Centro Histórico, y alcanzamos a ver los últimos destellos del crepúsculo pintando de oro las torres de la Catedral. La Plaza de Armas era un mar de calor y de vida en el tumulto de las siete. Erick y yo íbamos juntos, pero sin compartir nuestros silencios. No conseguía prenderme su nombre a los labios. Me pareció más triste, más inaccesible, más inexplicable que nunca. No fue sino hasta que nos adentramos a la Plaza de la Liberación que pareció mostrar verdadero interés en algo: había un hombre sentado junto a un telescopio, y atraía a los descaminados con una frase que parecía triquiñuela de gitano: vengan a ver los planetas, miren los planetas.
Me atreví a sonreírle a Erick. Quieres verlos, le pregunté. Negó con un gesto tímido, pero yo sabía que esa era la señal inequívoca de que era lo que más deseaba en el mundo. Pagué los 40 pesos; 20 por planeta. El astrónomo, con una habilidad de hechicero, manipuló el telescopio sin mirar siquiera al cielo, y dirigió la lente hacia una estrella minúscula que no destacaba en la noche. “Tú primero”, me dijo Erick, como si de pronto le diera miedo. Así lo hice: coloqué mi ojo en la lente, y vi un círculo minúsculo, rodeado por un anillo de oro. Al principio me costó creerlo. Lo había visto desde niño en mis libros escolares, en imágenes de internet, pero nunca se me ocurrió que pudiera ser cierto. Parecía imposible: aquí arriba de nosotros, en el cielo de las siete de la tarde, sobre el atardecer de Guadalajara. El astrónomo identificó las características de mi suspiro. “Es Saturno”, confirmó. Llevó a cabo otro movimiento preciso, y esta vez dirigió su telescopio a una estrella cuyo resplandor era más intenso que el resto. Entonces lo vi: un coloso del color dulce del café con leche, y con el ojo enrojecido de su huracán eterno. A su alrededor, los cuatro luceros minúsculos de sus lunas, algunas casi tan grandes como nuestra Tierra: Ío, Ganímedes, Calisto y Europa. Era Júpiter.
Erick se acercó a la lente. Se arrodilló y colocó la hortensia de su mirada en el abismo más allá del crepúsculo y del mismo cielo. La expresividad nunca formó parte de su personalidad. Su naturaleza estaba definida por silencios, sonrisas ocasionales, las estrellas fugaces en el fondo de sus ojos. Así que me sorprendí al ver cómo se le deshacía el semblante en una tolvanera de incredulidad y de miedo. Pareció desconcertado. Retiró el ojo de la lente y miró hacia el cielo, al mismo astro antiguo y anterior al tiempo que acababa de ver a través del telescopio, y entonces posó en mí el colibrí esquivo de su mirada, y me sonrió. Me sentí morir de felicidad y de tristeza, porque antes, cuando estábamos juntos, ni siquiera creí que fuera capaz de expresar tanto como lo estaba haciendo ahora. Y deseé haber tenido dentro del corazón un astro dormido, mil millones de lunas, un planeta rodeado de anillos, para haberle provocado lo que le provocaba en este instante el universo.
Nos fuimos a la Fuente. Los acordes del piano rebotaban junto con las conversaciones de los estudiantes, los tejemanejes de los políticos, el inglés repentino oh my God I love this place so this is México de los extranjeros, los dolores de amor de todo el mundo. Ocupamos nuestro sitio de siempre, a un costado del pianista, donde tuvimos nuestra primera cita hacía tantos años. Pedí mi Pacífico; Erick su caballito de tequila que se zampó sin estremecerse. Por un instante fuimos los mismos. Reímos por las melancolías compartidas; omitimos, por supuesto, algunos detalles de nuestras vidas, preferimos dulces mentiras de consolación. La única ocasión en la que Erick fue a orinar, me abstuve de seguirlo (por miedo a que le hicieran algo, y también por la curiosidad de ver a cuál de los baños se decidía a entrar). Más pronto de lo que esperaba, vi en los ojos de Erick que había llegado la hora de las confesiones, de los dolores de trasnoche. Y así lo hizo: me clavó en el costado el puñal de sus palabras.
— ¿Todavía te duele? -preguntó, sin miramientos.
—A veces, sí. Pero qué quieres, la vida pasa —el piano era un arrullo, una bajamar de memorias, de risas de otros tiempos, viajes que nunca hicimos—. Por suerte la vida pasa. Cómo duele el corazón cuando uno tiene veinte años. ¿No crees?
—A esa edad uno está más puro. Más ingenuo, más pendejo. Luego el corazón se vuelve una almendra amarga dentro del pecho. ¿Sabes? Me habría gustado llegar a los 30 con un poco más de esperanza. Dime algo. Sé sincero conmigo. ¿Te arrepientes de algo en la vida?
De haberte conocido, pensé. Pero no era cierto. Erick jamás se conformó con las conversaciones cotidianas. Quería saber de qué estaba hecha la gente, qué se callaban, cuáles eran sus secretos más grandes. No se enamoraba de éxitos, de logros, sino de porquerías personales, de tragedias inenarrables, de manías. Erick, Erick. Era imposible acostumbrarme a esas dos sílabas entre mis labios. Me daba miedo dirigirme de pronto con un nombre equivocado. Quería llamarle como antes porque de ese modo me aferraba al pasado; este nuevo nombre no me ataba a nada, aunque el rostro y los ojos fueran los mismos. El pianista entonaba y qué más da, la vida es una mentira. Miénteme más…
—Ahora no se me ocurre nada. No hagas esa cara. No es que no quiera hablar, no se me viene nada a la mente. ¿Y tú? ¿Hay algo que te duela de la vida? ¿De qué te arrepientes?
—De muchas cosas. De todo siempre. Ya sabes. Lo del bebé. Todo ese proceso… creí que me iba a morir. No es que me la pase pensando en ello. Así como dijiste: la vida pasa.
No lo recordaba. Sentí unas pinzas de alacrán atenazándome la tráquea, y volvió a doler tanto como si nunca hubieran transcurrido esos cuatro años. Pero Erick continuó.
—Entonces creía que si mis papás se enteraban, iban a matarme. Quizás fue un pretexto. Ahora me doy cuenta de que no, que sí lo hubieran querido. Que hubiera sido difícil al principio, pero terminarían amando a un nieto. Y la verdad es que yo no quería tenerlo. Me costó reconocerlo. Tenía veinte años, ¿me entiendes? No me sentía preparado. No quería un hijo. Sé que tú sí. Y eso es lo que a veces me atormenta un poco.
—Tal vez no era mi decisión -suspiré-. O tal vez sí, no lo sé. Quizá pude esforzarme un poco más en convencerte. En decirte que sí podríamos, que sí lo íbamos a lograr.
—Nos hubiéramos casado. ¿Te imaginas? Hubiéramos rentado una casita del Infonavit, por Tlajomulco. Tres horas diarias en camión por López Mateos, y toda una vida para pagarla. Y luego nos hubiéramos divorciado. Te hubiera engañado. Con un esposo solitario. O con un ama de casa, no sé. Nos hubiera ganado el desencanto, la rutina. El amor no dura tanto.
—¿Tú crees? -me carcajeé.
—Sabes que sí. Nunca me gustó la exclusividad, ni nada de eso del matrimonio. ¿Me entiendes? No quería desperdiciar mis veinte años con la relación romantizada de mi adolescencia, y luego arrepentirme a los treinta, a los cuarenta -suspiró-. Era algo que marcaría todo lo que sería mi vida después. Lo querías, ¿verdad? Querías tener al niño.
—Sí. Pero no quería que tú sufrieras. Yo sí veía mi vida contigo. Con el niño y tú.
—Siempre me lo dijiste, desde que éramos adolescentes. Que querías ser papá. Pienso, pienso mucho en ti… estabas tan entusiasmado, estudiando tu carrera. Luego te di la noticia, te dije que no quería, que no quería tenerlo… Me diste todo tu dinero para que abortara. Tus ahorros. Te metiste en problemas con tus papás, ya no regresaste a estudiar. Tú perdiste mucho más que yo. Y por eso me arrepiento. Creo no te dije nunca lo mucho que lo siento.
Ya no tenía caso. ¿Ya para qué? Me sentí ahogar en la desolación.
—¿Cuántos…? ¿Cuántos años tendría ahora?
—Seis años. Tendría seis años.
Erick volvió a quedarse inexpresivo. Cuando nos conocimos en la preparatoria se llamaba Samara. Luego vino el embarazo y lo que ocurrió después, el cruento proceso de ruptura, y el largo olvido. Esta tarde, que volvimos a encontrarnos, ya no tenía su largo cabello de cenizas de oro, ya no tenía sus pechos, pero sí los mismos ojos de begonias en flor. Antes de que le saludara siquiera, se anticipó a mi sorpresa, a mi estupefacción, y me lo explicó todo con un orden terminante: “me llamo Erick”. Salimos de la Fuente antes de la medianoche. Erick tomó mi mano. Me contó de su proceso hormonal, me presumió con orgullo su bigote incipiente. Cómo quise besarle. De cualquier modo me parecía bellísimo. Me platicó de su relación: con un chico y una chica, al mismo tiempo. Yo, en esos cuatro años, tuve mis amoríos, mis romances de una noche, pero no lograba conectar con nadie. El amor me parecía una realidad distante. La verdad es que no quise saber más. Nos sentamos en una banca solitaria, y me saqué del corazón la daga putrefacta que desde hacía algunos años no me dejaba vivir.
—Creo que pudimos haber sido muy felices —murmuré.
Una lumbre de tristeza ardió un instante en los ojos de Erick.
— ¿Por qué crees que no lo fuimos? —suspiró—. Si yo te quise como a nadie.
Cómo me hubiera gustado que me dijera eso antes; cuánto habría dado entonces, cuando tenía veinte años, por escuchar aquello. Ahora no dejó más que un desorden de jacarandas dentro del alma. Nos quedamos en silencio, bajo la medianoche. Por encima de nosotros ardía una estrella brillante. Un astro indiferente, inalcanzable para nosotros, imposible a nuestros anhelos, más antiguo que el cielo. a