La Feria Internacional del Libro de Guadalajara siempre ha sido un puente. Un puente entre países, entre lenguas, entre sensibilidades que quizá jamás se encontrarían fuera de los pasillos infinitos de Expo Guadalajara. Cada año, la FIL convoca a escritores, editores, universidades, lectoras y lectores que buscan, más que novedades, un espacio para imaginar mundos nuevos o comprender mejor el mundo que ya tenemos. Pero este año la mirada se posa en un territorio que siempre ha parecido dibujarse entre el Mediterráneo y la letra impresa: Barcelona.

Barcelona no llega a la FIL como una visitante cualquiera. Su presencia se siente como la de una vieja amiga que regresa a casa, consciente de que entre México y España hay vasos comunicantes culturales que, pese a los siglos y las diferencias históricas, han mantenido vivos los lazos literarios. La ciudad catalana trae consigo algo más que un catálogo de autores o mesas de diálogo. Trae un espíritu: el de una urbe que hizo de la literatura su identidad más resistente.
No es casual que Barcelona haya sido declarada Ciudad de la Literatura por la UNESCO. Quien camina por el Raval, Gràcia o el Barrio Gótico siente que las calles están hechas del mismo material que las novelas. Las librerías parecen multiplicarse como si fueran una especie botánica difícil de extinguir; los cafés aún conservan esa tradición europea de la conversación pausada; y los turistas que llegan guiados por la sombra de Gaudí descubren que, más allá de sus edificios ondulantes, hay otra arquitectura igualmente poderosa: la arquitectura narrativa.
En la FIL, Barcelona se presenta con la fuerza de su tradición editorial, probablemente una de las más sólidas de la lengua española. Durante décadas ha sido cuna de editoriales míticas que marcaron el pensamiento iberoamericano, casas que resistieron dictaduras, crisis económicas y momentos de censura. Desde Barcelona se publicaron obras que después circularon clandestinamente por Latinoamérica y que hoy se leen en las universidades como si siempre hubieran sido accesibles. Esa vocación editorial, que mezcla riesgo, curiosidad y compromiso intelectual, es parte central de la Barcelona que se asoma en Guadalajara.

La influencia literaria de la ciudad también está marcada por sus escritores. No es necesario mencionar a los obvios —los consagrados, los que ya tienen lugar en los estantes de los clásicos— para entender la vitalidad del ecosistema barcelonés. Basta observar cómo se relacionan sus generaciones emergentes: jóvenes autoras que escriben desde la periferia, poetas que dialogan con los movimientos sociales, narradores que mezclan memoria familiar con crítica urbana. En Barcelona la literatura no está relegada a las élites ni a los nostálgicos del pasado; está viva en los barrios, en los colectivos culturales, en las editoriales independientes que nacen casi cada verano como desafío a la homogeneidad global.
Su llegada a la FIL también pone sobre la mesa una conversación necesaria: la relación entre literatura y ciudad. Barcelona ha entendido que una urbe puede ser protagonista de una novela, pero también autora colectiva de un modo de escribir. La modernidad catalana, su historia de luchas políticas, la defensa del catalán como lengua cultural, la migración constante que moldea su demografía… todo ello construye una identidad literaria particular que la FIL busca mostrar a los lectores mexicanos.
Y Guadalajara no es indiferente a esa propuesta. La Perla Tapatía, ciudad que también ha aprendido a narrarse a sí misma a través de sus autores, encuentra en Barcelona un espejo. Ambas comparten un pulso cultural vibrante y una ciudadanía que defiende sus espacios artísticos frente a la especulación y el urbanismo deshumanizado. Ambas son ciudades donde la literatura respira y se mueve, donde los lectores tienen un papel central en la vida pública.
La presencia barcelonesa en la FIL no se reduce a un pabellón colorido o a una agenda cargada de presentaciones. Es una invitación a mirar cómo las ciudades pueden convertirse en nodos literarios que trascienden fronteras. Si Barcelona es hoy un faro de la edición y de la creación iberoamericana, lo es porque ha comprendido que la literatura se sostiene en una comunidad: bibliotecas abiertas, escuelas que leen, editoriales que arriesgan, y autores que relatan tanto sus heridas como sus esperanzas.
En ese sentido, la FIL y Barcelona dialogan como dos ciudades hermanas que, desde márgenes distintos del mundo hispano, comparten un mismo destino: mantener encendida la llama de la palabra en un tiempo que parece querer apagarla todo el tiempo. Y mientras los visitantes caminan entre stands, libros y acentos diversos, la presencia de Barcelona recuerda algo fundamental: las ciudades que leen son las ciudades que sobreviven.