
En política, las palabras no son meros sonidos que se pierden en el viento: son proyectiles que rebotan en la historia y que, según quién las pronuncie, pueden detonar cambios profundos. Gustavo Petro lo sabe. Por eso, cuando decidió escribir en redes sociales que “Colombia y Venezuela son el mismo pueblo, la misma bandera, la misma historia. Cualquier operación militar que no tenga aprobación de los países hermanos es una agresión contra Latinoamérica y el Caribe… Libertad o muerte, gritó Bolívar, y el pueblo se sublevó”, no estaba improvisando. Su mensaje, emitido “como comandante de las fuerzas armadas de Colombia”, combina carga histórica, advertencia geopolítica y proyección de liderazgo regional. Pero también abre interrogantes sobre la distancia que hay entre la retórica y la realidad.
Colombia y Venezuela comparten más de dos mil kilómetros de frontera, un legado cultural común y raíces históricas ancladas en la gesta libertadora. Familias enteras, mercados y costumbres cruzan de un lado a otro, desdibujando en lo cotidiano la línea divisoria. Sin embargo, esa hermandad proclamada convive con décadas de tensiones: cierres fronterizos, acusaciones mutuas sobre presencia de grupos armados ilegales, episodios de contrabando masivo y desconfianza en materia de seguridad. Petro apela al vínculo profundo entre ambos pueblos, pero omite en su mensaje la complejidad de resolver, en el terreno, los problemas que erosiona esa relación.
El planteamiento de que “cualquier operación militar sin aprobación de los países hermanos” sea vista como una agresión contra toda Latinoamérica suena a ideal de defensa colectiva. No es nuevo: desde la Doctrina Calvo en el siglo XIX hasta el breve intento del Consejo de Defensa Suramericano en tiempos de la UNASUR, la región ha soñado con blindarse de injerencias externas y actuar unida frente a amenazas. Pero la historia enseña que esas iniciativas suelen naufragar por intereses divergentes, cambios de gobierno, diferencias ideológicas y alianzas bilaterales con potencias extrarregionales como Estados Unidos, China o Rusia. La idea es noble, pero su implementación exige una cohesión que América Latina rara vez ha logrado mantener.
Petro no solo enuncia un principio, sino que reivindica su papel como comandante supremo de las fuerzas armadas, buscando subrayar autoridad y voluntad de acción. Es un mensaje dirigido a varios públicos: la tropa colombiana, sus conciudadanos, los países vecinos y las potencias que observan la región. Con ello se coloca en el eje de un discurso anti-intervencionista y bolivariano que puede reforzar su imagen en sectores afines, pero que también despierta recelos, especialmente en quienes temen que una coordinación militar con Venezuela implique concesiones peligrosas en soberanía e inteligencia.
La invocación de Simón Bolívar y su “Libertad o muerte” busca conectar el presente con la epopeya de la independencia, evocando el sueño de una Gran Colombia unida, fuerte y solidaria frente a las potencias. Sin embargo, Bolívar también es recordatorio de que las alianzas más inspiradoras pueden quebrarse por divisiones internas. Su proyecto continental se derrumbó por falta de cohesión política, ambiciones locales y desconfianza. La comparación es inevitable: si en tiempos del Libertador, con menos actores y una amenaza externa clara, la unidad no sobrevivió, ¿qué garantías hay de que hoy, con un escenario mucho más fragmentado, un pacto militar regional prospere más allá del discurso?
El maximalismo del planteamiento —ninguna acción militar sin aprobación de los países hermanos— es moralmente atractivo, pero enfrenta obstáculos prácticos insalvables si no se acompaña de mecanismos claros de coordinación y resolución de discrepancias. La política de defensa es, por naturaleza, uno de los ámbitos más reservados de cualquier Estado, y ceder su control a un consenso regional requiere un grado de confianza que no se construye en redes sociales, sino en años de trabajo diplomático y operativo.
Las redes, sin embargo, potencian el impacto del mensaje. Lo vuelven viral, lo instalan en la conversación pública, lo dotan de un eco que trasciende fronteras. Pero también lo exponen al riesgo de ser percibido como un acto de política simbólica más que como un compromiso concreto. En un continente donde la integración suele naufragar en el paso de las palabras a los hechos, la prueba de fuego para Petro no será cuántos respaldos verbales obtenga, sino cuántos acuerdos verificables logre, cuántas maniobras conjuntas se concreten y cuántas crisis fronterizas se gestionen de manera coordinada y eficaz.
Bolívar gritó “Libertad o muerte” en medio de una guerra por la independencia; Petro lo hace en un tablero global donde las amenazas incluyen no solo fuerzas armadas convencionales, sino también migraciones masivas, mercados desregulados, crimen transnacional y ciberataques. La diferencia es que ahora, para que el eco bolivariano sea algo más que un lema inspirador, debe transformarse en arquitectura política y militar tangible. El desafío es monumental: pasar de la épica de un post a la eficacia de una política. Y aquí es donde se juega no solo el prestigio de Petro, sino la credibilidad de una idea que, en otros tiempos, encendió pasiones y hoy intenta reanimar una región fragmentada. Porque Sudamérica vive un momento de recomposición: gobiernos que viran hacia la izquierda buscando alianzas internas, otros que apuestan por vínculos externos, y pueblos que reclaman soluciones inmediatas a problemas urgentes. En ese ajedrez, un mensaje puede ser chispa… o simple humo. El tiempo dirá si esta proclama se convierte en llama.