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Al final, la economía no puede limitarse a cifras frías. Es el eco de lo humano en el mundo de lo concreto

Finanzas para todos. La economía de las emociones: cuando el pulso pesa más que el juicio

FOTO: eleconomista.es

Hace unos días, la encuesta de 2024 de FINRA reveló que el 26 % de los estadounidenses admiten gastar más de lo que ganan, un porcentaje que había sido apenas del 18–20 % apenas unos años atrás. Al mismo tiempo, el estrés financiero se ha intensificado: el 63 % de los encuestados declara sentir ansiedad por sus finanzas, y el 35 % afirma que probablemente no podría cubrir un gasto imprevisto de 2 000 USD. Estos datos no son solo cifras aisladas: son reflejos de vidas donde cada peso cuenta, donde la tranquilidad financiera ya no es privilegio sino excepción, incluso entre aquellos que parecen ir bien.

No es la primera vez que la historia económica nos recuerda la estrecha línea que dibuja la estabilidad desde la fragilidad. Durante los años setenta, en un clima de inflación acelerada, muchas familias estadounidenses reaccionaron comprando más de lo necesario, impulsadas por el miedo colectivo a perder hoy lo que quizá no habría mañana. No era solo una emergencia material, sino una pulsión emocional colectiva, dictada por la incertidumbre. Esa dinámica, puramente humana, no es menos real ahora, aunque disfrazada de gráficas, porcentajes y titulares. La naturaleza humana trasciende las décadas.

El impacto de esta realidad se extiende más allá del consumidor individual. Lo que parece un problema de presupuesto personal se convierte en una grieta en el sistema financiero: menor ahorro colectivo significa menos respaldo frente a emergencias; menor capacidad de inversión impacta en la capacidad de consumo y en la demanda; menor confianza de las personas erosiona gradualmente la certeza sobre el futuro económico. Cuando un cuarto de la población ya vive al límite, el tejido social y económico empieza a ceder por miles de hilos diminutos.

En esa vulnerabilidad subyace una tensión más profunda: el sistema financiero contemporáneo se ha construido sobre la expectativa de resiliencia individual. Se apuesta a que cada persona —o cada hogar— pueda planificar, ahorrar y responder ante lo inesperado. Pero hoy esa arquitectura enfrenta un desafío silencioso: muchas personas viven con lo justo sin ahorrar, una condición que no simplemente es consecuencia de bajos ingresos, sino también de una estructura económica que exige estabilidad emocional y recursos disponibles que muchos no poseen.

Si esta tendencia persiste, podríamos despertar en un mundo donde la política monetaria y las intervenciones macroeconómicas se enfrenten no a problemas de liquidez o inflación, sino a una sensibilidad ambiental masiva. ¿Y si un futuro no muy lejano ve reacciones financieras sincronizadas —retiros, ventas masivas, crisis de confianza— impulsadas no por crisis tangibles, sino por sentimientos colectivos, activados por redes sociales y algoritmos? No sería un colapso técnico, sino un temblor psicológico convertido en fenómeno económico.

Los bancos centrales empiezan a notar esta dimensión: algunos experimentan con “nudge economics”, diseñando incentivos automatizados para fomentar el ahorro o postergar el gasto impulsivo. Fintechs prueban aplicaciones que envían alertas empáticas o sugieren comportamientos financieros más prudentes en tiempo real. Sin embargo, en paralelo, otras empresas siguen diseñando productos que refuerzan lo contrario: tarjetas que facilitan compras instantáneas, préstamos que se obtienen en un clic, pantallas que convierten la inversión en entretenimiento. La contradicción no es casual, es el corazón ético de la economía contemporánea.

Quizá lo más importante aquí no sea cambiar la lógica numérica, sino aprender a leer los susurros del ánimo colectivo. La economía somos todos: nuestras esperanzas, ansiedades y decisiones cotidianas. Si comprendemos que detrás de cada gasto hay una persona sosteniendo un miedo o una convicción, quizá podremos pensar políticas, instituciones y herramientas que no sólo administren dinero, sino que lo humanicen. Porque comprender el porqué de nuestras decisiones financieras podría ser lo que, al fin, nos permita enfrentarlas con perspectiva y serenidad.

Al final, la economía no puede limitarse a cifras frías. Es el eco de lo humano en el mundo de lo concreto; un reflejo de lo que sentimos, no solo de lo que medimos. Y, tal vez, esa conciencia compartida sea el punto de partida para construir una estabilidad real, no solo numérica.

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