
Cuando hablamos del universo, solemos imaginar algo tan vasto que parece infinito. A veces incluso resulta curioso recordar que, hace apenas unos siglos, muchos creían que el fin del mundo estaba más allá del océano Atlántico. Luego, los europeos encontraron América.
Sin embargo, hoy enfrentamos un dilema parecido.
El universo observable tiene un borde muy definido: alrededor de 46 mil millones de años luz en todas las direcciones. Más allá de esa frontera, el universo sigue existiendo, pero se vuelve invisible para siempre ya que esta vez, la frontera no está hecha de materia ni de energía, sino que de tiempo.
La causa de dicha frontera es la expansión acelerada del universo. Desde sus orígenes, el cosmos no se expande “hacia afuera”, como nos es cómodo imaginarlo, sino que el propio espacio se estira. Es decir, las distancias entre las galaxias aumentan con el tiempo.
Podemos pensarlo como puntos dibujados sobre un globo que se infla: los puntos —las galaxias— no se mueven sobre la superficie, sino que la superficie misma se expande.A medida que el globo crece, algunos puntos se separan tan rápido que, aunque uno emita luz, esa luz nunca alcanzará al otro, porque el plástico —el espacio— se estira más rápido de lo que el fotón puede avanzar.
Eso es exactamente lo que ocurre con nuestro universo: existen galaxias tan lejanas que su luz jamás llegará hasta nosotros, porque el espacio entre ellas y nosotros se expande más rápido que la propia luz.
Por esa razón hablamos de una “burbuja cósmica”: todo lo que vemos —galaxias, cúmulos, radiación de fondo— pertenece a la parte del universo cuya luz ha tenido tiempo de alcanzarnos desde el Big Bang.
Fuera de esa burbuja, el universo continúa, quizá en una extensión infinita, pero causalmente desconectada de nuestra región y aunque esperáramos por siempre, jamás recibiríamos información de esos lugares, ya que están fuera de nuestra realidad física, del mismo modo que alguien encerrado en una habitación sin ventanas no puede ver lo que ocurre afuera, por más que lo imagine.
Esa burbuja, sin embargo, no es la misma para todos los puntos del universo.Si un observador se encontrara en otro punto del cosmos, su propio universo observable sería distinto al nuestro: una esfera del mismo tamaño, pero centrada en otro lugar y con regiones del espacio que nosotros nunca podríamos ver.
Es decir, cada punto del universo tiene su propio “horizonte de lo visible”, y si pudiéramos movernos instantáneamente a una galaxia a veinte mil millones de años luz de distancia, veríamos nuevas zonas del cosmos, pero perderíamos de vista otras que ahora nos rodean.
El conocimiento no se ampliaría: solo cambiaría de perspectiva ya que cada observador vive dentro de su propia burbuja de realidad, limitada por el tiempo que la luz ha tenido para llegar hasta él.
Ahora bien, lo más interesante es que esta burbuja no es estática, sino que cambia con el tiempo.
Cada segundo, el universo se expande un poco más, y algunas galaxias cruzan el límite del horizonte observable. No desaparecen ciertamente ni se desvanecen, pero se vuelven inalcanzables, como barcos que se alejan en un océano que crece más rápido que ellos.
En el futuro lejano, incluso las galaxias más cercanas se irán borrando del cielo, y los observadores de entonces vivirán en un cosmos cada vez más vacío, sin pruebas visibles de su origen.
Es en este orden de ideas que surge una pregunta más profunda que la cosmología misma: ¿qué significa “conocer el universo” si solo podemos acceder a una fracción finita de él?
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Durante siglos hemos sostenido la idea de que el conocimiento era tan solo una cuestión de tiempo, que con paciencia y mejores instrumentos podríamos entenderlo todo. Pero la física moderna demuestra lo contrario: existen límites absolutos al conocimiento, impuestos no por la mente humana, sino por la naturaleza misma del espacio-tiempo. Y mientras más tiempo pase, menos podremos conocer de forma directa: el universo observable se reduce, aunque el universo real siga creciendo.
No obstante, hay algo esperanzador en esa limitación y es que a pesar de saber que nunca lo veremos todo, como humanidad hemos seguido construyendo telescopios, analizando la radiación cósmica y reconstruyendo los primeros segundos del universo con los pocos fotones que aún viajan hacia nosotros.
Quizá el verdadero sentido de la ciencia no sea conquistar lo desconocido, sino aceptar que siempre habrá un “más allá”.
Si el universo observable es nuestra burbuja, tal vez el acto más humano sea aprender a mirar su interior con la conciencia de que lo que alcanzamos a ver —esta franja de luz, de tiempo y de historia— ya es, en sí misma, un milagro.