
A la 6:30 de la mañana del 7 de de octubre de 2023 comenzó el mayor ataque sufrido por Israel desde la fundación del Estado judío, hace 77 años.
En cuestión de horas, más de tres mil milicianos asesinaron a 1,300 israelíes, en su mayoría civiles, incluidos mujeres, ancianos y niños, masacrados en sus propias casas o mientras manejaban sus coches. Otras 252 personas fueron secuestradas, entre ellas los mexicanos Ilana Gritzewsky y Oriol Hernández Radoux. Iliana fue liberada 55 días después, el cuerpo de Oriol fue encontrado por el Ejército israelí en mayo de 2024. Ese día su familia fue informada que murió el mismo día del ataque terrorista y fue trasladado a la Franja, donde permanecen, dos años después, 48 rehenes, de los que se teme que sólo 22 sigan con vida.
El mundo entero se horrorizó tras presenciar en decenas de videos a militantes de Hamás, poseídos por el odio, quemando casas para que salieran sus ocupantes y dispararles, o secuestrando a madres con bebés en sus brazos. Mientras que en Israel, la mayor masacre de civiles desde el Holcausto, producto de una cadena de errores de inteligencia y seguridad nacional gravísimos (que el premier ministro Benjamín Netanyahu se niega a investigar) rompió en pedazos el aura de imbatibilidad de la que presumía el Estado con más enemigos potenciales del mundo.
Pero lo que casi nadie pudo imaginar hace dos años es que ese atentado terrorista palestino iba a despertar un monstruo: el terrorismo judío y una terrorífica falta de empatía de gran parte de la sociedad israelí ante el genocidio en marcha contra el pueblo de Gaza.
Un mirador para ver los bombardeos
En la ciudad de Sderot, hay un mirador se encuentra a tan solo 850 metros de la frontera de la Franja de Gaza, que no tendría la mayor relevancia si no fuera porque se ha convertido en un punto de atracción turística de israelíes que observan los bombardeos israelíes sobre la cercana Ciudad de Gaza y sobre los campamentos de refugiados.
Para apreciar mejor los bombardeos diarios hay un telescopio por cinco shekels (unos dos dólares); también hay una máquina de refrescos y comida, ya que muchos se acercan al mirador de madrugada, cuando más bombardea Israel y cuando mejor se aprecia el “espectáculo”. Según presenció el corresponsal del diario español “El País”, una familia se peleaba por aprovechar el tiempo que da el telescopio para mirar. “Mira, ahí queda en pie un edificio”, dice uno. “¡Hijo, ven a ver el humo y los escombros!”, apremia el padre.
La falta de compasión de los presentes es difícil de entender fuera de Israel, precisamente de un pueblo que sabe lo que fue vivir hacinados en guetos no hace tanto tiempo, sin saber en qué momento van a morir.
“Explosiones, explosiones, solo quiero oír explosiones”, dijo Nadav Hazen, quien contó que acude todos los días al mirador para ver desde lo alto cómo progresa la invasión israelí de la Franja, que este martes cumple dos años.
“Hay que acabar con todo eso”, añadió señalando al destruido enclave palestino; y puestos a fantasear, el joven confesó que desea ver “un hotel y un casino, y vivir allí”, haciendo un guiño cómplice al obsceno video hecho con inteligencia artificial que colgó en su día el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en el que se ve disfrutando de un coctel en la alberca de un hotel junto a su amigo Netanyahu, en una Franja de Gaza sin rastro de palestinos y convertida en una especie de Cancún de Oriente Medio.
De momento, Trump ha dejado a un lado sus planes para hacer negocio inmobiliario -quizá porque este viernes se anuncia el ganador del Nobel de la Paz-, y ahora defiende un plan para Gaza en el que acepta que esté controlado por un gobierno tecnócrata palestino, siempre y cuando Hamás se rinda, entregue las armas, libere los rehenes y renuncie para siempre al poder.
A Netanyahu, cuyo destino está ligado al del presidente de EU, no le ha quedado otro remedio que aceptarlo y renunciar a su sueño de recolonizar la Franja de Gaza mediante una “limpieza étnica” de palestinos.
Pero quienes no se dejan intimidar por Trump son los ministros más radicales del gobierno israelí, el más radical de la historia del Estado judío.
“No hay razón para que coman”
Itamar ben Gvir y Bezalel Smotrich, que personifican el odio racial en estado puro y amenazan con dejar caer el gobierno de Netanyahu, si no prosigue la guerra de destrucción de Gaza, aunque ello implique la muerte de los rehenes.
Los dos ultranacionalistas son responsables de armar a los colonos judíos y jalearlos para que impidan los pocos pasos de camiones con ayuda humanitaria para paliar la hambruna en Gaza.
“No hay razón para que los residentes de Gaza reciban ayuda humanitaria; no merecen recibir ni una gota de agua”, declaró recientemente Ben Gvir, el mismo que visitó la cárcel donde fueron encerrados los integrantes de la Flotilla a Gaza, para insistir en que deben ser tratados “como terroristas”.
Y en este punto es donde radica el nudo gordiano que parece imposible de deshacer y eterniza el conflicto en Oriente Medio: los radicales islamistas niegan niegan la existencia de Israel y considera al pueblo judío objetivo terrorista, mientras que los radicales judíos niegan la existencia de Palestina y consideran al pueblo palestino objetivo terrorista (y, como se ha visto,
Pero hay una diferencia fundamental que está llevando la situación al límite: los judíos sí tienen un Estado pero niegan a los palestinos el derecho a un Estado propio. Israel lleva 58 años ocupando territorios palestinos, entregando a los colonos las mejores tierras de Cisjordania y entregándoles armas con licencia para matar, y cuenta con todo el armamento que desee de Estados Unidos (y de Europa) para bombardear impunemente Gaza y someterla a un cruel bloqueo, hasta convertir la Franja en “la mayor cárcel a cielo abierto del mundo”.
Por eso, cuando el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, declaró a raíz del ataque del 7 de octubre que “es importante reconocer también que los atentados de Hamás no se produjeron en el vacío”, en alusión a las décadas de frustración y rabia del pueblo palestino sin patria, las autoridades israelíes montaron en cólera y acusaron injustamente al diplomático portugués de “antisionista” y “amigo de los terrotistas”, de igual manera que acusan a todo aquel que se atreva a acusar a Israel de genocida o intente llevar la ayuda humanitaria a los palestinos.
¿Qué queda del espíritu de Isaac Rabín?
Lo más triste, finalmente, es que ya no queda casi nada de esa marea pacifista en Israel que llenó las calles de Tel Aviv el 4 de noviembre de 1995 para apoyar la valentía del primer ministro Isaac Rabin, de ofrecer a los palestinos un Estado que conviviera en paz con el Estado judío… hasta que delante de todos fue asesinado por un terrorista judío, Yigal Amir, para reventar la única oportunidad real para acabar con la crisis en Oriente Medio.
Rabin llegó a la conclusión de que había llegado la hora de una paz justa, luego de la masacre cometida un año antes en la Cueva de los Patriarcas en Hebrón (Cisjordania), cuando otro terrorista judío, Baruch Goldstein. abrió fuego contra los musulmanes que rezaban por el mes de Ramadán, matando a 29 palestinos.
¿Y quién tiene en su casa un retrato de Goldstein? Itamar ben Gvir, el que Netanyahu nombró secretario de Seguridad Nacional.
Tan seguros se sentían de tener dominados a los palestinos, que ni el gobierno israelí ni sus servicios de inteligencia se dieron cuenta de que, hace justo dos años, se despertó un monstruo en Gaza que a su vez despertó un monstruo aún más terrible en Israel.
Por tanto, no es de extrañar que una reciente encuesta preguntará a los israelíes “en qué medida le preocupan, o no, personalmente las informaciones sobre la hambruna y el sufrimiento entre la población palestina de Gaza?” y el 55.6% respondiera: “Nada”.