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La Transición evitó que el franquismo se perpetuara tras la muerte del dictador, pero el olvido es el peor peligro de la democracia

Memorias de un niño en España a 50 años de la muerte de Franco

50 aniversario Portadas de los periódicos de España el 20 de noviembre de 1975 (Archivo)

La mañana del 20 de noviembre de 1975, recién cumplidos 8 años, me desperté con la habitual pereza de ir al colegio de mi pueblo, Tarifa, el único de España y de Europa desde cuya escuela se ve África por la ventana (pero eso no era un aliciente para un niño). Era jueves, pero no uno cualquiera, sino uno histórico porque fue el día que murió el dictador Francisco Franco; aunque para mí, fue el día en el que, por primera vez, vi a mi madre con lágrimas en los ojos.

No creo que supiera quién era Franco, pero sí recuerdo caminar al colegio ese día con mi hermano, hasta que el carnicero del pueblo nos gritó al pasar: “¿A dónde vais? ¿No os habéis enterado de que Franco ha muerto? ¡No hay clases!”. También recuerdo los gritos corriendo de vuelta al encuentro de otros niños del barrio por las vacaciones inesperadas, que duraron, si no recuerdo mal, un mes.

A las 4:58 de la madrugada de ese 20 de noviembre de 1975, la agencia Europa Press dio la exclusiva: “Franco ha muerto”, repetido tres veces, como si una no fuera suficiente para creérselo. Aunque se esperaba desde hacía días, faltaba el parte oficial y este llegó a las 10 de la mañana, cuando el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, salió en televisión para decir gimoteando: “Españoles, Franco ha muerto”.

Festejos en México

Si ese día se abrieron en mi pueblo botellas no supe; pero donde sí me consta que lo hicieron fue a 9,050 kilómetros de Tarifa: en la Ciudad de México. Por las siete horas de diferencia, la primicia llegó en la noche del 19 de noviembre, pero el destino quiso que el titular que el exilio soñaba desde hace décadas con leer en la prensa nunca vio la luz, porque el 20 de noviembre era el aniversario de la Revolución Mexicana y ese día no hubo periódicos.

En la casa de los Cabezas, de los Suárez, de los Bernaldo de Quirós, de los Ordóñez, de todos los refugiados españoles que encontraron un hogar en México se brindó por la muerte del general que arrastró a España a la guerra civil, del dictador que secuestró al país durante 36 años y 7 meses y del anciano caudillo que fue sometido a una tortura hospitalaria por su propia familia, como ninguno de sus enemigos hubiera imaginado. Se brindó con optimismo porque era difícil imaginar un futuro peor que el que se cerraba.

Amanecer gris en España

Pero en España la situación era diferente. La incertidumbre pesaba más que la esperanza porque Franco ya no estaba, pero el franquismo sí. En Tarifa no había “grises”, la policía represora franquista (nos libramos por ser demasiado pequeño el pueblo), ni llegaban los ruidos de sirenas de las patrullas ni los gritos de los manifestantes exigiendo “amnistía y libertad” de las grandes ciudades; pero sí recuerdo el símbolo que presidía la puerta de entrada al pueblo: el yugo y las flechas, las iniciales de los Reyes Católicos (Ysabel y Fernando) que adoptó como símbolo falangista el dictador, para recordar a todos los españoles quién mandaba.

Antes de morir, Franco dijo que dejaba todo “atado y bien atado”, pero dos días después de su muerte (antes incluso de sus funerales de Estado, su heredero el príncipe Juan Carlos dijo una frase que nadie dio importancia durante su proclamación como rey: “Hoy comienza una nueva etapa de la historia de España”.

Recuerdo ese sábado 22 de noviembre, junto a la tele, con más curiosidad por el tamaño de la corona que por el discurso de Juan Carlos I, la falta de entusiasmo de mis padres ante ese joven con cara de asustado, que juró cumplir las “leyes fundamentales” ante los diputados franquistas.

Solo con el paso de los meses se empezó a despejar lo que tenía planeado en secreto el rey y su profesor de Derecho Político, Torcuato Fernández-Miranda: el desmontaje del franquismo “desde la legalidad” y evitando a toda costa una reacción violenta del Ejército. Solo faltaba el brazo ejecutor para su misión y maniobraron hasta convencer a los jerarcas franquistas para que eligieran a “uno de los suyos” como presidente del primer gobierno no elegido por Franco: Adolfo Suárez. La apuesta fue providencial, porque capitaneó con valentía la Transición y convenció a los mandos militares franquistas de que el pueblo quería la democracia y esta no podía estar completa si no se legalizaban los partidos, incluido el que combatieron en la guerra: el Partido Comunista.

Franco murió en la cama, la democracia nació en la calle

Pero ninguno de estos protagonistas se habrían atrevido a desmantelar la dictadura de no haber sido por dos factores fundamentales: el primero, la presión de los estudiantes, los trabajadores, los periodistas, los sindicalistas, los militantes de partidos clandestinos e incluso los curas obreros, que con sus manifestaciones, huelgas e incluso desde muchos púlpitos, enfrentaron la represión, la censura y la cárcel. Y el segundo factor, el comportamiento de la izquierda antifranquista que, ante la muerte de los cinco abogados laboralistas asesinados por terroristas de ultraderecha en la matanza de Atocha, en vez de gritar venganza levantaron el puño y transformaron su ira en silencio y dignidad.

Franco murió en la cama, pero la democracia nació en la calle y en el deseo de que se cumpliera la canción más famosa de los años después de la muerte de Franco: Libertad sin ira.

Por eso, medio siglo después, es tan importante que que perdure en la memoria colectiva no sólo los crímenes del franquismo, sino esos años milagrosos de la Transición (desde la muerte de Franco en 1975 hasta las primeras elecciones libres, en 1977), que sacaron a España de una dictadura tan retrógrada y alejada de Europa a una democracia tan avanzada, que en sólo tres décadas se convirtió en el cuarto país del mundo (y el primero de mayoría católica) que aprobó el matrimonio gay del mundo, en 2005.

Nubarrones preocupantes

Sin embargo, desde la atalaya de México, donde tantos exiliados decidieron quedarse porque esta es su casa, veo a mis 58 años nubarrones de olvido y una falsa creencia de que los problemas que no ha resuelto la democracia -corrupción, promesas incumplidas, precariedad…- los va a solucionar partidos de extrema derecha.

Una encuesta de El País de este mismo jueves de aniversario alerta que el apego a la democracia no es ni de lejos total: un 17,4% de los españoles considera que “en determinadas circunstancias, un régimen autoritario es preferible”.

Pero el dato más preocupante es cuando se mide el desapego a la democracia por franja de edad. Si el 84% de la Generación Boomer (61 años o más) defiende la democracia y solo un 12% aceptaría un régimen autoritario, la Generación X (la mía, de 40 a 60 años) sigue siendo muy mayoritaria en la defensa de la democracia (75%-16%), pero arroja niveles muy preocupantes entre los Millennials, de 29 a 44 años (66%-23%) y la Generación Z, de 18 a 28 años (65%-24%).

En febrero de este año, en una cumbre de Vox con líderes de la ultraderecha europea, proclamaron haciéndole el juego a Trump que su misión es “hacer grande a Europa otra vez”. Convendría recordar a sus votantes, a ese 38% que quiere la vuelta de la dictadura, cómo era España hace 50 años: un país donde los únicos derechos posibles eran obedecer al partido único, de vocación católica, militarista, ultranacionalista, anticomunista y siempre alerta contra la conspiración “judeo-masónica”, como gustaba advertir el caudillo.

Convendría recordar, por ejemplo, a esas jóvenes que simpatizan con Vox que mi madre, por ejemplo, no podía abrir una cuenta bancaria ni pedir un pasaporte sin el permiso de mi padre; o que el feminismo era una quimera y el derecho al aborto solo era un privilegio de las de clase alta que viajaban en secreto a Londres, pero que se declaraban antiabortistas en España.

Si hubo en España una víctima doble del franquismo fueron las mujeres de la posguerra, adoctrinadas para quedarse en casa, cuidar del marido y la prole de niños, rezar en las iglesias o sufrir golpes en silencio.

Que mi madre, condenada a la ignorancia por la época que le tocó vivir, viera el mundo de otra forma es comprensible, pero que lo hagan jóvenes con todo lo que se ha progresado es sencillamente una desgracia.

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