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La Acordada: la prisión más odiada y temida de la Nueva España

Pocas instituciones fueron tan odiadas por la clase política liberal del siglo XIX como aquella prisión que todos conocían como “La Acordada”, herencia de los siglos virreinales. Como tantas otras cárceles de su época, era un tugurio miserable, donde la violencia, la corrupción y la enfermedad eran cosa de todos los días. Naturalmente, pasaría a la historia como una escuela de delincuentes, y quien entrara a sus calabozos, por los motivos que fueren, nunca salía de ahí indemne.

historias sangrientas

A pesar de la mala idea que los liberales juaristas tenían de La Acordada, no demolieron el edificio de inmediato. Sí crearon una nueva cárcel, la de Belem, y por algún tiempo, aquel edificio de terribles historias, funcionó como hospicio de huérfanos.

A pesar de la mala idea que los liberales juaristas tenían de La Acordada, no demolieron el edificio de inmediato.

Sin duda, fue la cárcel más odiada por los habitantes de la Nueva España. Cuando los siglos de dominación española ya eran cosa del pasado, aquel presidio, conocido familiarmente como La Acordada, siguió funcionando, para mal y desgracia de quienes tenían la desdicha de ir a parar a sus celdas. La Acordada era sinónimo de maldad, de insalubridad extrema, de sufrimiento infinito, de corrupción y de violencia constante contra los infelices que, culpables o no, se desmoronaban poco a poco dentro de sus muros.

Su nombre completo era Cárcel del Tribunal Real de la Acordada, y había nacido en el laborioso proceso de combatir la delincuencia y la inseguridad, que eran fenómenos que bien pronto aparecieron después de la caída de Tenochtitlan; las novelas mexicanas de hace siglo y medio se ocuparon de cronicar en detalle el peligro que implicaba viajar en diligencia por los caminos mexicanos, pero la verdad es que el bandolerismo era ya un problema importante en el virreinato.

A fines del siglo XVII, en 1699, la inseguridad en los caminos era terrible, porque los salteadores no le temían a las autoridades. Uno de los castigos corporales destinados a los bandoleros era marcarlos con hierros candentes, para dejar consignada su calidad de delincuentes.

Para aquel año, ya estaba en los papeles que el virrey Conde de Moctezuma, que los criminales ya consideraban aquellas marcas infamantes, que tenían su buena dosis de tortura y dolor aparejadas, como un gaje del oficio, y ya no se recataban de exhibir aquellas marcas. Ante los informes, el rey Carlos II de España, no vaciló en recomendarle al virrey que ya no se anduviera con medidas que nada solucionaban, y condenara a muerte a los salteadores de caminos, o cuando los hurtos fueran “de grave calidad”.

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Muchas fueron las estrategias que ensayaron los virreyes del siglo XVII para contener el crimen: llegaron a ordenar redadas de vagos, delincuentes y malvivientes que llenaban las calles de la ciudad de México, y los desterraban lejos, muy lejos, para que su maldad y sus malas obras no afearan la vida en la capital del reino. Hubo criminales que fueron a dar nada menos que hasta Florida, en aquellos años parte de las posesiones españolas en América. El virrey Duque de Linares, autor de aquellos destierros a Florida estaba exasperado: al asumir su cargo, había encontrado a la Nuevas España convertida en un nido de “ladrones y facinerosos”, a los que persiguió con fiereza, mandando a la horca a no menos de 25 personas de un total de 409 procesados.

Y, a pesar de todo, las autoridades eran impotentes para contener aquella ola criminal. En 1719, y se enseñoreaba en los caminos novohispanos el crimen organizado de aquellos tiempos: cuadrillas de bandoleros, grupos de 20 o 30 e incluso 40 bandidos que asolaban las rutas de viaje. Asaltaban al que se les pusieran enfrente, y muy pronto ya no fueron solamente los viajantes. Entraban en las ciudades y asaltaban casas y comercios a la luz del día. Denuncias hubo de que incluso entraban a las iglesias y robaban limosnas y ornamentos. Y eso que una de las quejas en materia de justicia era que muchos delincuentes, cuando ya casi caían en las garras de la justicia, se refugiaban en iglesias y conventos, solicitando protección. Como usualmente se los concedían, vivían aquellos criminales en la impunidad.

El sucesor del virrey duque de Linares, el marqués de Valero, propuso a la corona crear piquetes de soldados que recorrieran los caminos, y ahí donde pescaran a un salteador o un delincuente, lo ejecutaran sin más. La corona no lo autorizó, y se limitó a indicar a la Casa de Contratación de Sevilla, entidad por la que pasaban todos los españoles que deseaban irse a América a probar fortuna, que fuese más cuidadosa, y evitara que vagos sin oficio emigraran, porque no bien pisaban la Nueva España, los vagabundos se convertían de criminales.

UNA PRISIÓN EJEMPLAR

Los esfuerzos por contener la criminalidad orillaron a las autoridades novohispanas a endurecer sus procedimientos. En 1715 el marqués de Valero logró que la Real Audiencia aprobara que las causas fuera más expeditas, y que instancias como las justicias o un juez, nombrado por el virrey y dotado de una sólida asesoría de abogados, dictaran sentencias y castigos corporales, incluso condenas a muerte, sin esperar a consultar a la Real Sala del Crimen. Una vez ejecutada la sentencia, ya se informaría al virrey y a la Real Sala. A aquella medida emergente se le conoció como Comisión Acordada por la Audiencia. Con el tiempo, la nueva instancia, que era en realidad un nuevo tribunal, comenzó a ser llamado coloquialmente La Acordada. El sobrenombre pasaría a la historia de la Nueva España como símbolo de infamia y degradación, cuando se creó la cárcel del tribunal.

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Era justicia expedita: el juez salía a los caminos con soldados y un escribano. Si se apresaban salteadores, de los que usualmente se tenía noticia previa, y se les identificaba y se encontraban bienes obtenidos por robo, se les hacía juicio sumario y ahí mismo se les mataba a flechazos o se les ahorcaba. En otros caos, la administración de justicia requería el encarcelamiento del presunto delincuente.

Al principio, la prisión estuvo en la casa del juez nombrado por el marqués de Valero, don Miguel Velázquez. Como fue evidente, muy pronto, que no cabían ahí todos los pillastres que se atrapaban, se improvisaron unos galerones en Chapultepec. Pero quedaban lejos del tribunal. El juez Velázquez obtuvo permiso para buscar un sitio adecuado. Un antiguo obraje se aprovechó para los propósitos del tribunal y luego se construyó un edificio que conjuntara al tribunal con la cárcel.

El Tribunal de la Acordada y su prisión estuvieron en la calle del Calvario, aproximadamente en el cruce de lo que hoy es la avenida Juárez con Balderas, y llegaba hasta lo que hoy es la calle de Humboldt. Con reparaciones por sismos, y mejoras progresivas, la construcción siguió funcionando incluso cuando había desaparecido el orden virreinal, pero para entonces, gracias a los jaloneos y pleitos entre La Acordada y la Real Sala del Crimen, los procesos ya no eran expeditos, y un delincuente o alguien acusado de serlo se podía quedar años enteros en la prisión, sin que finalmente se les sentenciara. El edificio que conocieron los mexicanos del siglo XIX había sido concluido en 1781.

Una diferencia radical entre la prisión de La Acordada y las cárceles que se instituyeron en épocas posteriores era que en aquel sitio no había ideas de regeneración. Solamente se trataba de que el preso pagara sus errores y sus crímenes. No entraba en las funciones del tribunal preocuparse por erradicar las causas de la delincuencia. Era una institución represiva en el sentido más amplio de la palabra.

LOS HORRORES DE LA ACORDADA

En los albores del siglo XIX, cuando las tensiones sociales y la desigualdad ya prefiguraban el escenario en el que estallaría la guerra de independencia, La Acordada ya tenía una pésima fama. Como se trataba de castigar, dentro de aquellos muros no había miramientos ni gestos de humanidad. Era sabido que se trataba de un sitio profundamente insalubre, húmedo e incómodo, lleno de sabandijas inmundas, y empiojarse era le menos malo que le podía ocurrir a alguien que fuera preso a La Acordada.

Apoyado en testimonios, un estudioso de las cárceles, de hace 150 años, Francisco Javier Peña, llegó a afirmar que La Acordada tenía lo tenebroso de las cárceles de la inquisición, lo húmedo de los calabozos medievales, y una brutal facilidad para estar permanentemente inundado o encharcado en su planta baja.

Un documento permite conocer la perpetua violencia que reinaba en la prisión. En mayo de 1805, un preso, Mariano López Infante, acusado de robo en una tienda de un individuo que, casualmente tenía en esos días cargo de alcalde del crimen, dirigió una denuncia al Tribunal del Santo Oficio, y de la cual se habló bastante en aquellos días, porque López Infante describió largamente todas las infamias que experimentaban los presos de la Acordada: hambre, miseria, tortura e insalubridad.

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López Infante denunció que se morían de hambre, que los tenían a “habas y maíz”, que significaba una ración de sopa de habas y una tortilla, “tan limitado e incomible que no es ni para los cerdos más hambrientos”: por las mañanas, un cuartillo de atole mal hecho, una tortilla grande, gruesa, de maíz “casi entero” y medio cruda; los presos tenían que ingeniárselas para comprar un poco de carbón y lograr cocerla. Al mediodía, otras dos tortillas y un puñado de habas hediondas. Rara vez les daban carne, un pedazo chico, nadando en agua.

Aseguró el quejoso que en La Acordada se cometía tortura para que los acusados confesaran: tal fue el caso de un hombre mayor, un caballero de 56 años (en 1805 tener 56 años era estar ya en la puerta de la ancianidad), Juan Marías Conde, al que fueron a dejar, desnudo, con grilletes y en un cepo, en el sitio más frío de toda la prisión. Cuando lo sacaron de ahí, varios días después, “venía tullido, y no podía mover las manos y los pies”. Aquel reo, aseguró López Infante, se murió a los pocos días, aterrado, pues, en su agonía pidió que le levaran un confesor, cosa que la autoridad del tribunal no hizo.

Decía el denunciante que los guardianes de La Acordada eran especialmente violentos con los españoles, y relató el caso de uno, Santiago Fernández, que por motivo menor fue molido a palos con gruesos garrotes, y el hombre empezó a quejarse, a raíz de aquella golpiza, de fuertes dolores; decía que le habían roto una costilla y el dolor del hígado no lo dejaba en paz. Se murió cuatro meses después de la agresión, “con el hígado acancerado”.

Los procesos son muy lentos, insiste López Infante. El reo Juan Antonio Fuentes, desesperado, empezó a pedir a gritos, en el patio de la cárcel, que de una vez lo enjuiciaran. Llevaba ya más de dos años sin proceso. En respuesta, lo metieron a una bartolina. ¡Y las celdas! Son oscuras, húmedas e insanas, y si algún preso sale al patio, envuelto en sus harapos, buscando el calor del sol, lo devuelven a palos a su madriguera inmunda. En La Acordada, los presos solamente tenían derecho a dos horas de sol en el patio, y no podían recibir visitas: vivían incomunicados. No era raro que los más débiles de espíritu se doblegaran y cayeran en la desesperación. De repente, los reos se enteraban de que Fulano o Zutano se habían ahorcado en las bartolinas.

“¿Dónde está el derecho y la caridad?”, reclamaba el denunciante López Infante. Su denuncia fue desestimada. El alcalde respondió que el tipo era un mentiroso, que siempre estaba buscando cómo embrollar, que era falso lo de la comida inmunda, que se aplicaban castigos, pero que no había en ello el odio y la maldad que afirmaba aquel individuo.

Todas aquellas historias volvieron a salir a la luz 23 años más tarde, en septiembre de 1828, cuando al calor del conflicto electoral entre Vicente Guerrero y Manuel Gómez Pedraza, gente del antiguo insurgente transó con los presos de la Acordada, a los que liberaron para que, coreando vivas a Guerrero, armaran saqueo y tumulto en la ciudad. Aquel horror, operado por hombres desesperados y enloquecidos de violencia, y al que se conoce como Motín de la Acordada, causó desastres en la ciudad, cobró vidas y bienes. Y aun así, aquella cárcel maldita sobrevivió hasta después de la guerra de Reforma.

EPÍLOGO PIOJOSO Y TUBERCULOSO

Si alguien tenía buenas razones para odiar a La Acordada, eran los liberales de la generación de Juárez, pues algunos de ellos pasaron alguna temporada encerrados, durante los días de los gobiernos de Antonio López de Santa Anna. En esos días, el carácter represivo del penal fue todavía más acentuado. Pero tendría que llegar la guerra de Reforma, entre liberales y conservadores, para conducir a la prisión a su destino final.

Acaso su preso más famoso sea el periodista liberal Francisco Zarco, que, durante la guerra de Reforma, andaba a salto de mata en la ciudad de México, escribiendo y atacando al gobierno conservador enseñoreado en la capital. Cuando lo agarraron, después de su célebre publicación sobre los asesinatos de Tacubaya, lo metieron a La Acordada por espacio de seis meses. De ahí lo fueron a sacar los liberales triunfantes, que acababan de recuperar la ciudad. Era la Navidad de 1860.

Pero iba con el cuerpo tocado para siempre. Quienes lo vieron salir dijeron que iba roído por piojos y chinches, cubierto con una gruesa capa de mugre, harapiento, descalzo, con la barba crecida y echando los pulmones cada vez que tosía. Se murió Francisco Zarco en 1869, también en diciembre, enfermo de algo que se cree era tuberculosis. En lo que no hay duda, es en que lo adquirió en ese nefasto medio año pasado en aquella asquerosa cárcel.

Los liberales, vencedores, resolvieron eliminar aquel símbolo de la opresión y la violencia de gobierno represores. Además, nadie se regeneraba en La Acordada. La demolieron, y edificaron una cárcel moderna, donde los procesados podrían aprender oficios y dar un giro a sus existencias: la cárcel de Belem. Ignoraban que, a la vuelta de cincuenta años, los porfirianos dirían lo mismo que ellos acerca de esas prisiones anquilosadas y decadentes. Eran escuelas del mal.

Hace casi 170 años que La Acordada desapareció. Una “guía de fantasmas” de la ciudad de México asegura que, a veces, en cierto tramo de la avenida Juárez, en lo que fue el emplazamiento de la prisión, se han escuchado clamores, insultos, maldiciones y tiros, envueltos en un vendaval sonoro de ladridos de perros, relinchos y galopes de caballos. Algo como un torbellino de violencia eterna que, como describe Guillermo del Toro a los fantasmas, se repite una, y otra, y otra, y otra vez.