
Lo encontraron tirado, sin ropa. Los que le habían arrancado la vida no supieron qué hacer con su cuerpo. Una llamada anónima le indicó a la policía de la ciudad de México el lugar donde se encontraba el cadáver. Era una muerte que no debió ocurrir, se empezó a afirmar en público, muy pronto, en cuanto se supo que los restos del filósofo Hugo Margáin Charles, secuestrado por un comando de la guerrilla urbana, había sido abandonado en las cercanías del municipio de Chalco, en el Estado de México. Era una muerte inútil, producto de una acción desesperada.
Era el verano de 1978. Se terminaba agosto, y se preparaba el anuncio de una ley de amnistía para los militantes de los grupos guerrilleros. Por eso intentar un secuestro más era quizá demasiado gratuito, inexplicable. Y peor todavía cuando el descuido, la prisa, el miedo o una mezcla de todo, le ganó a la precisión, a la sangre fría.
Desde aquel 29 de agosto se dijo que Hugo Margáin Charles no debió morir.
LA GUERRILLA Y LA VIOLENCIA COTIDIANA
Sí, era una guerra. Sorda, oscura, de la cual, los mexicanos de a pie se enteraban parcialmente: la aparición de movimientos guerrilleros en las ciudades más importantes y en muchas otras poblaciones del país hablaban de las heridas no cerradas del 68 y del 71; de la radicalización de grupos que no veían, en lo inmediato un futuro político donde la represión autoritaria no fuese predominante. Así, se fueron al monte; se vincularon con las guerrillas campesinas surgidas años antes. Así se jugaron la vida en las calles, y lo que de ellos recordaron muchos ciudadanos comunes y corrientes, se resumía en una sola palabra: inseguridad
Así empezaron las cosas, o, por lo menos, así comenzaron a aparecer en la vida de todos los días: un periódico, probablemente uno de esos vespertinos que en los años setenta mexicanos solían vender muchos ejemplares por sus llamativos titulares, muchos de ellos alusivos al más reciente hecho de sangre, publicó la nota de un asalto bancario. “A punta de metralleta”, aseguraban, se había cometido el atraco. La tónica de criminalización de todo lo que pareciera vinculado al movimiento hippie, que ya tenía rato en muchos periódicos, ponía el acento en aquellas notas, y llamaban la atención sobre el hecho de que algunos, o todos los protagonistas de los bancazos, eran jóvenes. Quizá en esos sucesos, que empezaron a menudear casi con el arranque de la década, es que la guerrilla urbana comenzó a hacerse presente en ese México que se presentaba a sí mismo como progresista.
¿Quiénes eran, de dónde venían? Eran muchos, y lo mismo estaban presentes en Chihuahua o Jalisco o Nuevo León, que en la capital del país. Eran agrupaciones de jóvenes que alguna vez militaron en los movimientos sesentayocheros y que, a la vuelta de un par de años, llegaron a la conclusión de que la actitud represiva del gobierno mexicano había cancelado cualquier vía pacífica hacia la democracia, y que el único camino restante era el de la lucha armada.
Inspirados en las guerrillas campesinas del estado de Guerrero, donde sobresalían las figuras de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, y el movimiento también guerrillero de Chihuahua, donde Arturo Gámiz había encabezado, en 1965, un ataque fracasado al cuartel Madera, esperando detonar una revuelta social, comenzaron a surgir nuevas organizaciones. Pero se movían en la clandestinidad; no eran perceptibles para la gente común y corriente sino hasta que comenzaron a desarrollar una estrategia de confrontación permanente con las autoridades.
Fueron sus instrumentos los asaltos bancarios, que les servían para allegarse recursos; los secuestros, que también les permitían conseguir dinero, y cuando se trató de un personaje con peso político, les dio la oportunidad de darse a conocer, exigir la publicación de sus manifiestos, e, incluso, conseguir la liberación de compañeros suyos o de presos políticos.
El Estado mexicano respondió tratándolos como delincuentes del orden común. Esa decisión se reflejó en la prensa de la época: “extremistas”, “terroristas”, eran calificativos frecuentes cuando se informaba de sus acciones. Poco a poco, un nuevo término apareció en el vocabulario de los mexicanos: “guerrilla”.
Entre 1971 y 1972, los mexicanos vivieron en algo que muchos llamaron un clima de violencia generalizada: los asaltos a los bancos, los enfrentamientos a tiros con policías empiezan a llenar las páginas de la nota roja. Se tienen noticias de bombazos, de ejecuciones.
En el otoño de 1971, sucede el primer caso de lo que hoy llamamos “alto impacto” nacional: un comando que después se identificará como parte del Frente Urbano Zapatista (FUZ), secuestra, el 27 de septiembre, a Julio Hirschfeld Almada, un empresario prominente, fundador de una empresa mueblera muy famosa en el mercado mexicano, la P.M. Steele, y que en el inicio de la administración echeverrista era el director general de Aeropuertos y Servicios Auxiliares (ASA). Los secuestradores piden un rescate de 3 millones de pesos, que exigen para “distribuirlo entre los pobres”, aunque a la hora de la hora nada se sepa de aquella cantidad. A Hirschfeld lo liberan el 29 de septiembre, después de un par de días en que la prensa está volcada en el insólito suceso. Como nadie sabe para quién trabaja, a partir del secuestro del director general de ASA, el Estado Mayor Presidencial toma una decisión: los funcionarios públicos de alto rango contarán con escolta que los proteja de acciones “terroristas”. La medida trascendió al fenómeno guerrillero de los setenta, y solo hasta el inicio de la gestión de Andrés Manuel López Obrador en la presidencia de la República, se revocó la medida.
Así, progresivamente, en la medida en que se entabla el enfrentamiento entre los diversos grupos guerrilleros y los cuerpos policíacos, nombres y siglas van haciéndose presentes, por medio de la cobertura de la nota policiaca y de los comunicados que se dan a conocer. No han pasado ni dos meses del secuestro de Hirschfeld cuando Jaime Castrejón, rector de la Universidad Autónoma de Guerrero, es secuestrado por un comando de la Asociación Nacional Cívica Revolucionaria (ACNR). A Castrejón, secuestrado el 19 de noviembre de 1971, lo canjean por 2 millones y medio de pesos y la liberación de 30 presos políticos, entre los que hay guerrilleros, y el director de la revista Por Qué?, Mario Menéndez.
Menudean los asaltos a sucursales bancarias, pero no se salvan supermercados y hasta uno que otro comercio pequeño. Las organizaciones que se dicen guerrilleras son muy diversas; algunas muy pequeñas y otras con mayor capacidad operativa y más militantes. Las más audaces y con más capacidad para desarrollar estrategias ven en el secuestro la herramienta más eficaz para que México entero los mire.
La apuesta es desafortunada en un país con una capacidad represora brutal, como era el México de los años 70 del siglo pasado. El punto más alto de esa ola violenta ocurre en 1973, cuando el intento de secuestro del empresario y filántropo regiomontano Eugenio Garza Sada acaba con cualquier posición negociadora que el gobierno mexicano hubiera alentado como estrategia para tratar con los movimientos guerrilleros. Garza Sada, un hombre de 81 años muere en la balacera desatada en aquel intento de secuestro.
La presión social y del empresariado mexicano se vuelve brutal, y el gobierno mexicano responde: se han acabado las negociaciones. El Procurador General de la República, Pedro Ojeda Paullada anuncia que, en adelante “no se pactará con criminales”. El asunto se vuelve caótico: a algunas víctimas de secuestro las liberan, a otras las matan. La guerrilla urbana empieza a minimizarse y no hay margen de sostener públicamente el valor de su proyecto político: la criminalización a través de la prensa es total.
La última gran apuesta guerrillera proviene de la Liga Comunista 23 de septiembre: fue el intento de secuestro de Margarita, hermana del presidente electo José López Portillo, en agosto de 1976. Allí murió uno de los dirigentes importantes del movimiento, David Jiménez Sarmiento, a quien se consideraba “el terrorista más buscado”.
Entonces se empezó a hablar de apertura política, de abrir a las diversas agrupaciones y militancias la vida pública de México. Se empezó a hablar de amnistía para los militantes de la guerrilla.
Por eso, la llegada de aquel auto Mónaco a las cercanías de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, muy pronto se reveló como una ocurrencia absurda, gratuita. Quienes tuvieron la idea creían ganar atención, pero estaban muy equivocados.
SECUESTRO Y MUERTE DE UN FILÓSOFO
Hugo Margain Charles era muy joven. Apenas tenía 35 años y preparaba su primer libro. Era, en agosto de 1978, director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Había terminado su clase en la Facultad de Filosofía y Letras, y se iba a casa. Era hijo del ex secretario de Hacienda y en esos momentos embajador de México en Estados Unidos, Hugo B. Margáin.
Los acompañantes de Margáin declararon que fue interceptado por un grupo de
cuatro hombres y una mujer. Era inevitable que el muchacho se resistiera, y que sus amigos intervinieran para defenderlo.
Los secuestradores no lo pensaron mucho: dispararon. Uno de los amigos de Margáin, Michael Gareth, recibe un tiro en una rodilla. Se consuma el secuestro: suben a Hugo Margáin a un auto Mónaco azul marino, sin placas.
Desde CU empieza a circular la nota: Margáin secuestrado, tiros en Ciudad Universitaria. A las pocas horas, el auto en el que escaparon los guerrilleros es encontrado en Tizapán San Ángel. Del filósofo no hay rastro, pero en el interior del auto hay manchas de sangre.
En el hogar de la familia Margáin en la colonia Las Águilas, se agolpa la prensa. Parte de la familia está encerrada, a la espera de noticias de los captores de Hugo. Hasta el mediodía del 30 de agosto, llega la llamada. Una voz le dice a la esposa de Hugo que “está bien” y que ya llamarán para dar instrucciones. Pero esa llamada nunca llega.
El día 31, la policía recibe la llamada anónima que habla de un cuerpo abandonado rumbo a Chalco. Encuentran a Hugo Margáin Charles muerto, sin ropa, enfundado en una bolsa de dormir. A unos pocos metros, tirada, está una chamarra cara. Los habitantes de un rancho cercano declaran haber visto una camioneta Combi color azul, dando vueltas en la zona donde se encontró el cuerpo.
La indignación en la prensa vuelve a bullir. Para la gente de a pie, es otro secuestro, otro asesinado, otro gesto de esa violencia rabiosa que parece no tener fin. A nadie se le ocurre por qué un filósofo de la UNAM puede ser sujeto atractivo para los guerrilleros que le apuestan al secuestro. Pero no era solamente Margáin. Muchos años después, el politólogo Federico Reyes Heroles recordará que su padre, don Jesús, a la sazón secretario de Gobernación, tenía reportes de seguridad según los cuales, universitarios como el propio Federico eran potenciales blancos de la guerrilla.
La autopsia de Hugo Margáin Charles reveló lo absurdo de aquel secuestro. El muchacho, aparte de unos pocos golpes, solamente tenía una herida de bala calibre 9 milímetros, en la pierna derecha. El tiro había roto el fémur y la arteria femoral. Los médicos forenses hallaron indicios de que los secuestradores habían intentado frenar la hemorragia, tratando de taponar la herida. Pero no lo lograron. Hugo Margáin se les murió en las manos, desangrado.
El cuerpo de aquel joven fue llevado a la clásica funeraria de las calles de Félix Cuevas. A nombre de su padre, el embajador, el secretario Reyes Heroles recibió las condolencias, todavía sorprendidas, de muchos que insistían: Hugo no debió morir de esa forma.
EPÍLOGO
La ley de amnistía transformó el estatus de los movimientos guerrilleros. Por primera vez se habló de ellos como activistas políticos, no como delincuentes comunes. Así terminaba esa parte turbulenta de los años setenta. El libro de Hugo Margáin Charles, Racionalidad, Lenguaje y Filosofía, fue publicado de manera póstuma. Su nombre se mantiene en la página del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, pero su semblanza se permite un matiz, que indica que la lectura histórica de la guerrilla urbana ha cambiado: “El crimen fue atribuido a la Liga Comunista 23 de septiembre, aunque nunca se esclareció el caso”.
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