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Muerte y odio en Hollywood: el asesinato de Ramón Novarro

La brutalidad de la represión al movimiento estudiantil de 1968 opacó sucesos y escándalos. Lejos de la vida pública nacional, oscurecida de repente por un golpe de fuerza, un mexicano triunfador moría ahogado en su propia sangre. Los memoriosos lo recordaron en sus días de gloria, asediado, admirado, con esa mirada ausente que brota de los ojos de los dioses hollywoodenses. Pero aquellos tiempos habían pasado, y a aquel hombre, ya anciano, le esperaba una muerte maquinada desde los peores prejuicios. Se trataba de un crimen de odio.

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La muerte prematura del legendario galán italiano Rodolfo Valentino, le allanó a Ramón Novarro el camino para convertirse en el

La muerte prematura del legendario galán italiano Rodolfo Valentino, le allanó a Ramón Novarro el camino para convertirse en el "latin lover" del cine de Hollywood.

Cuando los policías entraron a aquel dormitorio, lo primero que vieron es que había salpicaduras de sangre hasta en el techo. Todo el cuarto era un desastre. Y había sangre por todas partes. Solo por las referencias que tenían pudieron saber que la víctima era un anciano, porque la cabeza y el rostro estaban destrozados. La víctima había quedado irreconocible, y aun cuando en Hollywood siempre parece que nadie se sorprende de nada, la violencia de aquel crimen no dejó de llamar la atención, y en mayor proporción cuando, rescatando recuerdos, se estableció que ese cuerpo lastimado había sido, un día, una de las grandes figuras de la fábrica de estrellas, siendo mexicano. Pero en 1968, pocos se acordaron de inmediato quién había sido Ramón Novarro.

La violencia con que asesinaron a ese hombre de 69 años reveló lo que, en el siglo XXI, se define como un crimen de odio. Las investigaciones revelaron que, siendo Novarro homosexual, solía mantener relaciones con jóvenes dedicados a la prostitución. Lo que ignoraba Novarro es que sus nuevas amistades, que llegaron a su casa el 30 de octubre de 1968, serían las últimas y le arrebatarían la vida.

EL SUCESOR DE RODOLFO VALENTINO

El cine silente de hace un siglo tuvo también sus estrellas. En la gran Babilonia, como algunos describían a Hollywood, vivían docenas de jóvenes picando piedra cada día para ganarse un pequeño papel, lo que fuera, para “sentirse dentro” del monstruo por cuyas fauces salían sorprendentes narraciones que atiborraban los cines. Un pequeño papel, solo eso. Con eso bastaba. Luego, si había suerte y se aplicaba el empeño suficiente, vendrían más papeles, poco a poco, hasta convertir a ese joven aspirante en una estrella, de esas que aparecían en las portadas de la popular revista Cinelandia, que circulaba en toda América, y que mostraba a los famosos, hijos mimados de la fortuna, a las puertas de su casa californiana, o jugando golf, o tomando una soda en alguno de los muchos cafés de la meca del cine.

Todos tenían derecho a soñar; todos, aunque no fueran estadunidenses. Ya empezaban a llegar, atraídos por el perfume del triunfo que exhalaba Hollywood; un aroma que legaba hasta la ciudad de México. Así fue que los más audaces dejaron estas tierras, donde apenas empezaba a apaciguarse el horror de la guerra civil.

Y entonces, en las páginas de la prensa de espectáculos empezaron a verse los nombres de los mexicanos que ya triunfaban en Hollywood, llenando la pantalla del cine silente. Mujeres como Dolores del Río, apuestos galanes como José Mojica y Ramón Novarro. Había una fiebre, una emoción densa por lo diferente, por lo venido de otras tierras. Por eso los mexicanos se hicieron populares y admirados. En ese grupo de extranjeros triunfadores, reinaba sin discusión un italiano que provocaba desmayos femeninos: Rodolfo Valentino.

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Pero Valentino murió prematuramente en el verano de 1926. Y el trono de los “latín lovers” fue llenado sin vacilaciones por el duranguense Ramón Novarro, que se había construido un nombre, poco a poco, para volverse toda una figura con su película de 1925, la primera versión de “Ben Hur”.

Sí, Novarro, suyo verdadero nombre era Juan Ramón Gil Samaniego fue de los afortunados del Hollywood de los locos años veinte: no solo era una estrella, apareciendo como héroe de películas como “El Prisionero de Zenda” o “Scaramouche”; consiguió lo que muy pocos en esos días, dar el salto, con buen éxito del cine silente al cine sonoro. Y eligió quedarse en Estados Unidos. Las dubitaciones espirituales de José Mojica lo llevarían, con el tiempo, a transformarse en el franciscano Fray José de Guadalupe; a Dolores del Río la llamó de regreso el cine de oro mexicano. Novarro prefirió quedarse en Hollywood, que tan bien le había tratado.

Habían sido años de gloria: Ramón Novarro hizo medio centenar de películas, y se le había celebrado como el sucesor de Rodolfo Valentino. El ojo experto del cineasta Rex Ingram lo había lanzado al estrellato en el momento oportuno. Su mayor gloria había sido “Ben Hur”(1925), la película más costosa de la historia del cine silente. Era un largo camino el recorrido, desde sus orígenes duranguenses. Junto con su familia, había cruzado la frontera norte, en busca de la paz que los movimientos revolucionarios habían arrebatado a los mexicanos. Fue mesero, mensajero, modelo en una escuela de dibujo. Luego, como todos, había estado en la masa anónima que es el mundo de los extras. Una coreógrafa connotada, Marion Morgan, lo contrató para su cuerpo de baile. Así, ayudado de su apostura, y porque sí tenía talento, había logrado triunfar.

En sus días de gloria, Ramón Novarro fue el protagonista de Ben Hur, la película más costosa del cine silente.

En sus días de gloria, Ramón Novarro fue el protagonista de Ben Hur, la película más costosa del cine silente.

En esos tiempos de triunfo corrió el rumor de que el “latín lover” mexicano era homosexual. Pero la Metro estaba vigilante de lo que se publicaba en torno a Novarro; cuidaba a su estrella y a su inversión. Los chismes aseguraban que la pareja del actor era su publicista, Herbert Howe, quien tenía muchos contactos en la prensa del espectáculo y apoyó mucho la promoción de los grandes éxitos fílmicos de Novarro, quien simplemente describía a Howe como “su mejor amigo”. Aquella relación se terminó en 1928, y la “buena prensa” de Novarro disminuyó. No obstante, todavía tuvo éxitos como “El Pagano”, la película que filmó en 1929.

Pero como es sabido, la fortuna es voluble y caprichosa. Sobrevino la crisis financiera de 1929. Los años 30 fueron duros en todas partes. Había poco dinero, y los estudios de cine solían reducir los pagos de las figuras con quienes tenían contratos de exclusividad. Cuando la Metro Goldwin-Meyer le planteó el asunto a Novarro, el mexicano rechazó el arreglo. En respuesta, la Metro le entregó 90 mil dólares y terminó su relación con el actor. El sueño del “latin lover” se terminó en 1935.

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Pero Novarro, a diferencia de muchas estrellas, hoy ya olvidadas, no se desvaneció en el bullicio hollywoodense. Aprovechó relativamente bien sus momentos de gloria, y forjó relaciones y contactos con la industria del espectáculo. Jamás volvería a ser el apuesto galán -apenas tenía 36 años- que seducía a las mujeres desde la pantalla de plata. Sin embargo, siguió apareciendo en el cine, con papeles secundarios y de reparto, y, cuando la televisión vino a transformar el mundo y la industria del espectáculo, fue también una presencia frecuente, como invitado en las series que cobraban popularidad.

Así pasaron los años. Siguió siendo un personaje con fama, con ocasionales incidentes con la policía, por su afición al alcohol y a manejar en estado de ebriedad. Cuando llegó a la vejez, se apoyaba en un secretario, Edward Weber. Después se afirmaría que las tareas de Weber consistían en conseguirle alcohol, tabaco, pagar los servicios de los “masajistas” que atendían a Novarro, y ayudarle en la escritura de sus memorias. En el lenguaje eufemístico de la época, los “masajistas” eran hombres jóvenes que vendían servicios sexuales a multitud de clientes, entre ellos a Ramón Novarro.

El 30 de octubre de 1968, Edward Weber llamó a la puerta de Novarro, quien salió a atenderlo vestido con una bata azul y roja. Por su actitud, Weber comprendió que no era un momento adecuado para entrar en la casa del actor, pues se hallaba acompañado por algún “masajista”, de modo que entregó el tabaco que Novarro le había encargado y se marchó. Tenía libre el resto del día.

No volvió a ver con vida a Ramón Novarro.

LOS HERMANOS FERGUSON, ASESINOS

Al día siguiente, entre el alboroto callejero del Halloween, Edward Weber se dirigió a la casa de Ramón Novarro para su trabajo cotidiano. Fue él quien encontró el cuerpo ensangrentado del actor y llamó a la policía. De inmediato comenzaron las investigaciones y no pasó mucho tiempo antes de que, entre los muchos conocidos de la víctima se mencionara a los hermanos Ferguson.

Eran Paul y Tommy: 22 y 17 años, respectivamente, y una suerte espantosa. De la verdaderamente mala. Paul malvivía de ser boxeador en carteles de poca monta, y cuando las cosas le iban peor, cometía pequeños robos y se prostituía en el mundillo gay de Hollywood. Tommy, el menor, acababa de salir del reformatorio, después de una temporada que se había ganado por golpear y robar a un anciano. Octubre de 1968 era una muy mala época para los hermanos. Mary, la esposa de Paul, había dejado el hogar conyugal después de una fuerte pelea. A Paul le pesaba la soledad, el trago amargo de la separación y la obligación de estar al pendiente de que Tommy no se metiera en problemas.

Delincuentes de poca monta, los hermanos Paul y Tommy Ferguson asesinaron con saña a Ramón Novarro, que en 1968 ya tenía 69 años, padecía enfisema y artritis y era incapaz de constrolar su alcoholismo.

Delincuentes de poca monta, los hermanos Paul y Tommy Ferguson asesinaron con saña a Ramón Novarro

Lo más urgente: no tenían ni un centavo. Sin perspectivas de empleo, a Paul no se le ocurrió mejor cosa que llamar a un conocido suyo, un agente de bienes raíces llamado Víctor Nichols, que además de sus negocios legales se movía en los bajos fondos de Hollywood. ¿Tendría algo para Tommy?

“Tu hermano, ¿es guapo?”, fue la respuesta de Nichols. -“¡Claro!” aseguró Paul, que entendía muy bien por dónde iría el asunto. El agente de bienes raíces le dio un número telefónico, “de alguien del espectáculo”. Sin dudar, el mayor de los Ferguson marcó y concertó una cita. Al día siguiente la puerta de Ramón Novarro se abría para los hermanos.

Después, durante su proceso, los Ferguson dieron detalles del encuentro. El actor, un hombre de 69 años, vivía quebrantado por el alcoholismo, el enfisema y la artritis. Paul bebió vodka y dejó que Novarro le leyera la mano. Tommy se dedicó a mezclar cerveza y tequila y se sumió en una borrachera densa y depresiva. No le importaba el asunto con aquel viejo. Simplemente se sentía hastiado de todo:

“Cuando Paul y Mary se separaron sentí que era mi culpa. Paul estaba en mal estado. Yo era una molestia para él. Estaba listo para emborracharme... Estaba aburrido de California. Quería volver a Chicago. Paul dijo que íbamos a encontrarnos con un homosexual para tomar unas copas y que uno de nosotros tendría que irse a la cama con él”, declaró Tommy.

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Paul tocó un par de piezas al piano, y los tres se sentaron a comer mollejas de pollo. “Podrías tener éxito en el cine”, le dijo Novarro a Tommy. “Serías el nuevo Burt Lancaster, otro Clint Eastwood”, agregó. El anciano actor se levantó y llamó por teléfono a su secretario para encargarle cigarros. Luego llamó a su agente. Ninguno de los Ferguson se enteró de qué hablaba el viejo.

La borrachera de Tommy se convirtió en una niebla pesada que le nubló el entendimiento. De alguna manera, Paul entendió que en esa casa Novarro tenía unos cinco mil dólares, destinados a arreglos del lugar. Lo más sencillo era golpear al anciano y llevarse el dinero. Había que seguirle la corriente.

Paul Ferguson declaró después que Ramón Novarro intentó besarlo. Entonces, afloraron la violencia, los prejuicios, el odio. “Reaccioné como un católico, lo que llaman pánico homosexual. Un tipo viejo en el desierto me dijo ‘Mata homosexuales’. Estaba demasiado ebrio para ser civilizado. Reaccioné con mis niveles morales más primitivos. No tuvo nada que ver con Novarro, nada que ver con que fuera homosexual”, confesó.

Lo que verdaderamente convirtió en una máquina de matar a Paul Ferguson fue que “Mi hermano estaba allí, y me vería en un acto homosexual. Todo tuvo relación con mi educación católica, con mis cinco mil años de Moisés. Y es la única razón por lo que todo eso sucedió. Porque esto es lo que la sociedad te enseña... tras golpear a Mr. Novarro me giré alrededor y me senté en el sofá. No fuimos allí para robarle”, insistió, contradiciéndose.

Nadie tendría duda, hoy día, de que el asesinato de Ramón Novarro fue un crimen de odio. Cuando, al día siguiente, Edward Weber entró en la casa revuelta y descubrió el cadáver, halló también una leyenda infamante escrita en el espejo. Los forenses dieron dictámenes terribles: al actor mexicano lo molieron a golpes, con un bastón con punta de plata, lesionándolo en todo el cuerpo. Novarro había fallecido por asfixia, ahogado en su propia sangre.

Rastreando los hábitos y los contactos de Novarro, la policía dio con Víctor Nichols y este los llevó hacia los Ferguson. La violencia del crimen y las primeras confesiones de los hermanos causaron escándalo: el juez de la causa le quitó a Paul el derecho a fianza, y el tribunal de menores dictaminó que Tommy debería ser juzgado como adulto por el delito de homicidio. Al final, cuando los hermanos terminaron de contar su versión del crimen, el juez determinó que a lo largo de todas sus declaraciones, Paul y Tommy Ferguson habían tratado de desprestigiar al actor mexicano, dando a entender que, por lo que llamaron “su aberrada conducta sexual”, el anciano se había buscado la muerte.

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Los hermanos Ferguson fueron condenados a cadena perpetua. Las resacas del 2 de octubre y de la gran fiesta olímpica opacaron en México la noticia del asesinato de Ramón Novarro.

De la vida del actor mexicano que triunfó en Hollywood, quedan las películas que lo llevaron al estrellato. De sus últimas horas queda una recreación literaria, un cuento escrito por Charles Bukowski, “El asesinato de Ramón Vázquez”, terriblemente cercano a lo que realmente ocurrió.