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De cómo terminó la fiesta brava para Merced Gómez

En el imaginario porfiriano eran diversos los “indeseables”, los “poco recomendables”: personajes a los que las honestas familias, sin dudarlo, le negarían la entrada a sus hogares, porque eran los habitantes de los barrios poco recomendables, los visitantes de los tugurios, de los burdeles, de las cantinas.

historias sangrientas

Todo mundo auguraba el mejor de los futuros para el joven y exitoso torero de Mixcoac. La violencia segó su carrera.

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Al ya famoso torero Merced Gómez, la vida le marchaba bien, aunque accidentada. Se acercaba la primavera de 1913 y la ciudad de México no salía de su estupor: la Decena Trágica, a la que muchos todavía llamaban “la revolución felicista”, otorgándole al célebre sobrino de don Porfirio, Félix Díaz, una importancia que en realidad no tenía, había pasado ya, pero todavía bullían las historias acerca del cruento asesinato del presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez. A diario había nuevos nombramientos en el gobierno federal, del que se había apoderado Victoriano Huerta, y una violencia soterrada corría por las calles de la capital. Con todo, empezaban de nuevo las funciones de teatro, las de opereta, las revistas musicales, las corridas de toros. Sin darse cuenta, aquel hombre joven, que estaba en la ruta para volverse un ídolo de las masas, caminó por la senda que los bajos fondos reserva para la tragedia.

¿Fue el alcohol? ¿Los resentimientos que cada quién lleva en el alma? ¿la incertidumbre de aquellos días accidentados? Nadie fue capaz de explicarlo en ese marzo de 1913, pero lo cierto fue que, para Merced Gómez, hubo una noche que le cambió la vida: la muerte llegó de visita, e intentó llevárselo en un abrazo.

LOS HABITANTES DE LOS BAJOS FONDOS

La moral porfiriana miraba muy mal a los habitantes de los bajos fondos, a quienes dormían de día y salían a la calle al caer la noche para desenvolver sus existencias en cantinas, en tugurios donde se jugaba y se apostaba, en burdeles de todos los niveles y para todos los bolsillos; aquellos que, cuando la fortuna les sonreía, aparecían por los comederos más empingorotados, haciendo gala de lo que tenían y lo que valían, exhibiéndose ante los catrines que iban a pasar un buen rato, no sin levantar la ceja, con disimulo, al advertir la ruidosa mesa donde se bebía entre gritos, palmadas y aplausos, donde departían parejas apasionadas o amigos entusiastas a los que, con todo y todo, se les notaba “algo”: un gesto un modo de hablar que delataba el mundo del que provenían.

Ellos, los habitantes de la vida nocturna del México porfiriano, configuraban una complicado mosaico, con sus propias celebridades y sus propios temores; era gente que vivía en el filo de la navaja, y que estaba acostumbrada a convivir con los gendarmes, inspectores y funcionarios policiales en una densa maraña de complicidades, mayores y menores, donde la corrupción y la sobrevivencia eran historia de todos los días.

Había músicos, jugadores, ganapanes, léperos, prostitutas; todos ellos en despreocupada alternancia con la “gente respetable” que escapaba de la rutina de la vida honrada, internándose en los rumbos peligrosos de la ciudad, o buscando entretenimiento en las casas que, durante el día, disimulaban sus vocaciones nocturnas para convertirse en bullicio y diversión no bien se ponía el sol.

Entre aquella variopinta multitud había quienes, a fuerza de voluntad y esfuerzo propio, vivían con un pie en cada mundo: personajes públicos y destacados del mundo del entretenimiento y la diversión, que tenía hábitos poco convencionales, y por ello se les miraba con recelo en el mundo diurno: actores, actrices, cantantes y tiples, y, desde luego, los toreros.

Estos últimos, valerosos como el que más, vistosos y bullangueros, podían alcanzar las estrellas con la punta de los dedos; el ejemplo perfecto de ello era el gran Rodolfo Gaona, aplaudido a rabiar en las plazas. Y que se podía dar el lujo de codearse con la mejor sociedad, aunque ni en sueños llegaría a formar parte de ella. Por aquellos hombres que salían a jugarse la vida en un combate brutal ante los toros de lidia, hasta las damas más elegantes podían desfallecer, tan solo verlos aparecer, resplandecientes, indiferentes, un poco cínicos, con un dejo de desprecio hacia la muerte, acomodada en una butaca de la plaza.

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Pero del mismo modo que se les aclamaba, y que, en una tarde de triunfo bien podían salir en hombros, a los toreros la buena sociedad los tenía encasillados: eran dados a la francachela, a la bebida, a los juegos de azar, y, por consiguiente, al vicio. Cualquiera lo sabía, y con ellos había que andarse con cuidado, porque eran temperamentales, pasionales, y cualquier cosa podía desatar su ira, que desahogaban en blasfemias, a golpes… o con navaja. Ni para galanes eran recomendables: “pegan mucho y pagan poco”, escribió en los primeros años del siglo XX el literato Federico Gamboa, al explicar que, incluso, las habitantes de los prostíbulos lo pensaban dos veces antes de liarse en amores con un torero. Gamboa, que en su juventud fue conocido habitante de ese mundo oscuro y pasional, estaba, en 1913, ocupado, sobreviviendo en la cancillería, revuelta, como todo el gobierno, a causa del cuartelazo huertista. Pero todo lo que había que decir de la vida nocturna de México, ya lo había dejado escrito en 1903 en su muy leída -aunque fuera a escondidas- novela llamada “Santa”. Como, seguramente ocurrió, Gamboa leyó los periódicos del 4 de marzo de ese año, y suspiró: otra historia de toreros, otra historia de alcohol y riñas, qué se le iba a hacer.

Esa historia era la tragedia de Merced Gómez, “el diestro de Mixcoac”.

“CONVERTIDO EN FIERA”

A Antonio Ramos , venido de España, lo conocía el mundo de la fiesta brava como “Carbonero de Sevilla”, y era uno de los muchos toreros que se ganaba el pan en la capital mexicana. El regreso a la vida cotidiana era un alivio para quienes, como él, alardeaban de valor en las plazas de toros. Carbonero de Sevilla, banderillero, era uno de tantos conocidos del exitoso Merced Gómez.

Pero a Carbonero de Sevilla, contaron los testigos, no le había ido tan bien en los últimos tiempos. Llevaba dentro una tormenta de furia y de angustia, que afloraría con la primera media botella, y desdichado quien estuviera enfrente en el momento menos indicado.

La mañana del 4 de marzo, todos los diarios dieron la nota: Merced Gómez estaba a un paso de la muerte, en una cama del hospital Juárez. ¿La causa? Un arranque de rabia, un acceso de furia mezclada con alcohol y ceguera: Carbonero de Sevilla había arremetido contra tres colegas suyos y la sirvienta de uno de ellos, y había malherido al menos a dos. Nadie dudó en señalar al español como “una fiera humana”, que se abalanzó sobre ellos al perder en el juego.

¿Quiénes eran las víctimas? El más famoso, Merced Gómez, oriundo de Mixcoac. Era un joven talento, que había saltado a la vida pública en 1910 en el Toreo. Colega de otros diestros importantes del momento, como Luis Freg y Rosendo Béjar, Gómez había hecho buen papel, y poco a poco había ganado popularidad. A la vuelta de un año, ya toreaba en La Condesa, alternando con Gaona. Le dieron la alternativa en 1911, en una corrida llena de emoción, porque era la fiesta de la Covadonga -es decir, era una fiesta de la colonia española- y porque se respiraba la emoción del triunfo presidencial de Francisco Madero. Había tenido un par de buenos años, ganando experiencia y fama. En marzo de 1913 se reponía de algunos percances: hacía unas semanas que había recibido una cornada en el muslo. Quiso la mala suerte que se encontrara en una reunión con Carbonero de Sevilla.

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Los otros heridos eran Luis Güemes, Alberto Ortiz, “Cuatrodedos mexicano” y la sirvienta Elodia Alejandre.

Fue el azar lo que marcó aquella noche de marzo. Uno de los asunto que daban notoriedad a Merced Gómez, es que usaba uno de esos extraños e insólitos artefactos motorizados: una motocicleta, que empleaba para ir y venir de la ciudad de México a Mixcoac. Como el aparato estaba fallando, Gómez se retrasaba más en reuniones y fiestas antes de ir a casa, y esa era la razón por la que llevaba varias noches de visita en el hogar de “Cuatrodedos mexicano”.

Todo era diversión, la vivienda 7 de la casa número 38 de San Juan de Letrán estaba llena de gente de faena, que bebía y jugaba y cantaba. Muchos hablaban de corridas y pases y cuadrillas, como era inevitable. Y empezaron las discusiones airadas, entre los acordes de música flamenca.

Los testigos contaron después que una de estas discusiones empezó a subir de tono: “Berrendo” “Portaleño”, “Retana” eran los sobrenombres de algunos de los participantes en la discusión. De repente, presa de una furia salida de quién sabe dónde, Carbonero de Sevilla se levantó, y, entre improperios, volcó la mesa. La lámpara de petróleo que iluminaba la habitación se volcó, y quedaron a oscuras. Se desató la gritería. 

Entonces, Carbonero de Sevilla recibió un empujó que venía desde el infierno: unos hablaron de una enorme navaja de Albacete; otros del arpón de la banderilla. Lo cierto es que aquel hombre, que ya cargaba varios tragos entre pecho y espalda, empezó a tirar golpes a todo lo que se le atravesara en la confusión. Así fue como hirió a tres de sus colegas y a la infortunada sirvienta.

La gritería hizo que de inmediato salieran los vecinos de Cuatrodedos Mexicano a llamar a los gendarmes. Poco a poco se restableció la calma, y se avisó a la sexta demarcación de policía. Cuando hubo un poco de calma, apareció el miedo: Merced Gómez estaba herido de muerte: lo que no logró un toro en la plaza, lo había hecho Carbonero de Sevilla: reventarle la femoral.

A toda prisa, los heridos fueron llevados al Hospital Juárez, mientras el banderillero era encerrado en prisión. Los reporteros, enterados del suceso, se abalanzaron sobre él, para interrogarlo. Pero nada pudieron sacarle, incluso después de varias horas. El reportero del Imparcial fue breve y claro: “Carbonero de Sevilla, culpable de la tragedia, asegura que estaba tan borracho que no se acuerda de nada”.

La verdadera tragedia llegó al cabo de unas horas: los otros heridos salvaron la vida sin demasiadas complicaciones, pero Merced Gómez estuvo entre la vida y la muerte durante tres días, acaso lamentándose de no haberse quedado en su querido Mixcoac, o de haberse quedado a la juerga en la calle de San Juan de Letrán, después de haberse comprando dos hermosos sombreros de fieltro, que nadie supo dónde quedaron.

Mientras Merced Gómez luchaba por su vida, la prensa de ocupaba de las historias paralelas: algún vivo, entre la batahola, había aprovechado para tomar los efectos personales, dinero y alhajas incluidas, del diestro de Mixcoac, pero la policía había recuperado todo; Carbonero de Sevilla pagaría su locura en Belén.

El 9 de marzo se tomó la determinación: se amputaría la pierna herida de Merced Gómez, era la única forma de salvarlo. El incidente, juzgado con severidad por las buenas conciencias, se volvió tragedia: el joven y talentoso torero jamás volvería a escuchar el aplauso en el Toreo de la Condesa.

EPÍLOGO IGUALMENTE TRÁGICO

Merced Gómez dejó la fiesta brava, pero estaba vivo. Se dedicó a la política y llegó a ser alcalde de su Mixcoac. Pero, cosas raras que tiene la gente, tuvo un gran momento de aplausos y ovaciones hasta 1921, cuando el gran Gaona le cortó la coleta. Pero los destinos trágicos, a veces, solamente aplazan la hora definitiva: Merced Gómez murió en 1923, muy joven todavía, al derrumbarse la mina de arena donde se encontraba y que era propiedad de su padre. La muerte le había dado una pizca de tiempo, pero escrito estaba que habría de morir joven.