Nacional

Torres Bodet, los libros de texto gratuito y las voces de los maestros

Podría pensarse que en el verano de 1960 la gran tarea estaba cumplida: miles de libros de texto gratuitos se habían repartido en todo el país, y había que prepararse para un nuevo ciclo escolar. Pero había mucho por hacer. En el edificio de la calle de Argentina, construido 40 años antes por José Vasconcelos, el secretario de Educación Pública quería saber, necesitaba saber cómo llegaban los nuevos libros a las escuelas mexicanas, a las más humildes, donde era más fácil desertar si no había dinero para materiales de estudio. Fueron muchas las voces que, por carta, respondieron a las inquietudes que anidaban en el corazón del poeta funcionario

A pesar de las polémicas que generó la institución del Libro de Texto Gratuito, fueron muchos quienes vieron en el origen de una nueva política pública, un regalo que le iba a cambiar la vida a muchos niños mexicanos

A pesar de las polémicas que generó la institución del Libro de Texto Gratuito, fueron muchos quienes vieron en el origen de una nueva política pública, un regalo que le iba a cambiar la vida a niños

Especial

Al día siguiente de que, de una forma un tanto atropellada e improvisada, Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública, entregara por primera vez los nuevos libros de texto gratuitos a los alumnos de la escuelita rural “Cuauhtémoc”, de El Saucito, población muy cercana a San Luis Potosí, la prensa local representó al funcionario como un cuarto Rey Mago: era enero de 1960, y a pesar de los agotadores meses de polémicas y trabajo contra reloj, se había cumplido: poco a poco, llegarían al resto de las primarias -públicas y privadas-

Abundan las fotografías tomadas en esa primera mitad de 1960. Todas muestran al secretario Torres Bodet haciendo entregas de libros de texto en las escuelas. Desde su escritorio de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos, el comandante de aquella joven institución1, Martín Luis Guzmán, inventaba formas de explicarle a los mexicanos lo que implicaba en dinero, en esfuerzo, en capacidad productiva, en papel, en tinta, en cartulina: Para imprimir los libros, ¡fíjense nada más! Se había requerido 200.4 kilómetros de papel, que equivalían a darle la vuelta a la Tierra ¡cinco veces! Eran, nada menos, que 655 toneladas de papel, que, para traerlas a la ciudad de México, desde la fábrica de papel de Tuxtepec, habían requerido la operación de 240 vagones de ferrocarril. Los dos funcionarios, hombres con muchas horas de vuelo en empresas culturales, juzgaban necesario combatir los rumores y la desinformación acerca de los “libros comunistas”, con datos concretos, precisos, que cualquiera pudiera comprender.

Pero Jaime Torres Bodet, si bien satisfecho, no estaba del todo tranquilo. Necesitaba escuchar a quienes serían beneficiarios y usuarios de aquellos primeros libros. Quería tener algún indicio e que el dinero, el tiempo y el esfuerzo habían sido bien aplicados.

LA ENCUESTA

Así llamó Torres Bodet al ejercicio que diseñó: elaboró cuatro preguntas, y , como botella que se lanza al mar, solicitó que los profesores de escuelas rurales y los inspectores de zonas escolares le enviaran sus respuestas. Esperaba el secretario que, en las respuestas que recibiría, no solamente podría palpar el estado de ánimo de los profesores con respecto a los libros; también podrían darle pistas de cómo los niños y niñas de primaria recibían aquel obsequio del Estado mexicano. El pequeño formulario era el siguiente:

1. ¿Gustaron los libros de texto?

2. ¿Qué utilidad han reportado?

3. ¿Han influido en el ánimo del pueblo en general?

4. Si algún otro punto de vista desea usted señalar, le agradezco expresarlo.

Se desconoce si las respuestas que recibió Torres Bodet cubrían todo el territorio nacional. Pero algunas cartas sobrevivieron y fueron conservadas. De ese conjunto, muchas salieron de escuelas rurales. Entre el lenguaje grandilocuente de la correspondencia oficial de los años sesenta del siglo pasado, es posible encontrar las voces de maestros e inspectores:

José T. Hernández Acosta, Inspector Federal de Educación, con base en Huauchinango, Puebla, le escribe a don Jaime: “Dicho material ha venido a resolver un serio problema que venía afrontando un grupo numeroso de padres de familia, cuyos recursos económicos no les permitía comprar los libros que sus hijos necesitaban”.

La profesora de la Escuela Primaria Federal “Ignacio Zaragoza”, de Tenango, Puebla, también le respondió al secretario. Escribe la profesora Josefa Rivera Castillo: “Los libros de texto y cuadernos de trabajo han gustado bastante, en primer lugar por la portada, ya que los alumnos pudieron apreciar muy bien las efigies de Hidalgo, de Juárez y Madero, y en segundo lugar por su contenido”.

Abundan las loas al trabajo del secretario y elogios encendidos al presidente Adolfo López Mateos. Pero se pueden leer, aún, las experiencias de los maestros que laboraban en escuelas humildes, lejos de los pleitos por el contenido de los libros. La profesora María Ortiz Benítez de C., de la población Catalina, en el municipio de Huauchinango, afirma que sirven. Habla en particular de los libros para segundo año, que es el grado que ella imparte: “los textos han tenido una aceptación muy buena, por su presentación, su contenido racional y graduado y su objetividad”.

Hay respuestas muy generales, aderezadas con lo que el autor de la misiva calcula que el alto funcionario de la capital desea escuchar. Y aún así, la llegada de los libros de texto parece emocionar: “Han influido en el ánimo del pueblo en general”, escribe el profesor Antonio Torres Peguero, de la misma comunidad Catalina. “la opinión es favorable, renaciendo esperanzas de que al fin, el problema educativo del país se resuelva”. El maestro Torres da una nota interesante, pues no se trata solamente de las bondades de los contenidos; él se fija en la materialidad de los libros y le advierte a Torres Bodet que el tamaño de los cuadernos de trabajo es complicado para el manejo de los pequeños de primero de primaria, y que el arranque del libro de lectura es muy pesado, porque mete de inmediato al alumno en el aprendizaje de cuatro tipos de letras. Es probable que esta misma consideración acerca del tamaño de los cuadernos de trabajo se haya repetido, porque a la vuelta de un año o dos, ya con las ediciones que llevaban en la portada a la Patria de González Camarena, los Cuadernos de Trabajo se habían reducido en un centímetro y medio, aproximadamente.

Otras cartas son breves, pero contundentes, como la del profesor Othón Ramírez Garrido, quien desde Xaltepuxtla, en el municipio poblano de Tlaola, escribe. Él labora en la escuela primaria rural federal “Ignacio Manuel Altamirano” y le dice a Torres Bodet: “La utilidad que reportaron fue muy valiosa en el aspecto económico, ya que los niños son pobres”. No “algunos niños”. LOS niños que van a la primaria Altamirano, todos, son pobres. En ese verano de 1960, por lo menos tienen libros para estudiar.

¿Todo era maravilloso? No. El secretario se llevó algún jalón de orejas, como el enviado por el profesor Luis Díaz Tépoz, desde Huixtla Puebla. Él trabaja en la primaria rural federal “Francisco Sarabia”, y es un profesor que no tiene título de tal. A pesar de ese detalle, cree que su experiencia es más que suficiente para hacerse escuchar. Porque los libros de texto gratuito, en 1960, son tan importantes, que todo mundo se muestra interesado y se sabe con derecho a opinar. El profesor Díaz Tépoz, por eso, no se achica y le dice al secretario Torres Bodet: “Como el suscrito desconoce cimientos pedagógicos de alguna calidad, sólo se atreve a emitir lo que le dice su natural sindéresis por la razón de no ostentar todavía algún título”.

Para el profesor Díaz Tépoz, “nótase deshilación en el sistema de lecciones” del libro de primer año; plantea temáticas que juzga interesantes para incluirlas en ediciones venideras de los materiales de ese grado: “temas ecológicos de animales, epítome biográfica de héroes, sabios sufridores, fábulas que por su carácter metagógico aprisionen el poder creador del niño, temas de alguna dosificación moral y costumbres etnográficas poco comunes”.

Así, poco a poco, llega un puñado de respuestas al escritorio de Jaime Torres Bodet. Alguna maestra le cuenta que dio clase de historia a partir de las portadas que representan a los héroes de la independencia. Otra quiere ser el portavoz de una comunidad: “este pequeño pueblo de la sierra norte de Puebla, por conducto de la dirección de la escuela del lugar, reiteran a usted las más expresivas gracias”. Acaso el director de aquella escuelita, don Enrique Sampayo Vargas, se tome la atribución de hablar por todo el pueblo de Cuacuila. Pero desde ese México que era el de 1960, esas líneas le empiezan a decir a don Jaime que algo está cambiando en la vida educativa del país.