
La placa en honor a la prosperidad del pueblo chicoloapense, frente al palacio municipal, parece una mofa a la luz del cacahuatero triste, de los mixiotes de carnero mosqueados y de los ancianos alicaídos porque no pudieron votar.
Aquí es menor el trajín y la presencia policiaca, pero son mucho más las rabietas por las credenciales rechazadas y los registros fantasmas.
—No estás registrada –le dice don Anselmo a su madre de pasos y suspiros lentos.
La anciana respira hasta el fondo y desde su garganta enronquecida lanza una jadeante dulzura: “Estos hijos de la chingada tanto que roban y gastan dinero, y ni una buena lista pueden tener”.
Una mezcla de estiércol y tepache se derrama por estas calles polvorientas donde los vendedores de fritangas y camoteros rezan por clientes.
El kiosco en el cual suelen volar los aviones y rehiletes hoy es sede de una casilla especial. Pero gana el desaliento y las mantas carcomidas de los candidatos a la gubernatura son símbolo de olvido.
“Los ejidatarios apoyamos un proyecto educativo para los niños chicoloapenses”, se lee en un viejo cartel, síntesis de los tiempos perdidos.
Tras la primera caída, sólo abucheos. Los coontrincantes pelean a ras de lona, pero sus llaves y candados no prenden a la tribuna…
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