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El amor, imposible y secreto, de Sebastián Lerdo de Tejada

Allí iban, dando tumbos por el desierto del norte mexicano. El presidente Juárez, algunos colaboradores y una guarnición militar. Eran los tiempos de la guerra de Intervención, y la resistencia republicana peleaba en diversas regiones del país. En aquel viaje, además de la gran trama política, se tejieron muchas historias personales. Pero tendría que pasar un siglo para que el mundo supiera de los amores fracasados de uno de aquellos hombres.

El amor, imposible y secreto, de Sebastián Lerdo de Tejada

El amor, imposible y secreto, de Sebastián Lerdo de Tejada

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Inteligente, muy inteligente. Incluso brillante. Con la cabeza fría que requiere el oficio de la política, y el tacto y las maneras del hábil negociador. Pero en aquel accidentado viaje, no todo mundo lograba estar siempre de acuerdo con don Sebastián Lerdo de Tejada. A él, llegaría a acusarlo, Guillermo Prieto de intrigante, de malquistarlo con don Benito. Aquel era uno de los diversos pleitos internos que no dejaron de aparecer en ese viaje, que duró cuatro años y que llevó a los liberales que habían triunfado en la guerra de Reforma, al escape, a la resistencia y a la defensa de la República.

Muchos años después, comenzaron a aflorar todas esas historias personales, en la medida en que se fue conociendo la correspondencia de los protagonistas de aquel viaje: así, sabemos del feo agarrón —entre lo político y lo personal— que se dieron Juárez y Guillermo Prieto; conocemos los apuros económicos de Francisco Zarco, que lo orillaron a exiliarse en Estados Unidos y también sabemos de la muerte de los hijos pequeños de don Benito, y de la depresión de doña Margarita Maza.

¿Qué hay en esos montones de cartas? Emociones. Las texturas humanas de estos personajes históricos; las dudas, los miedos y las alegrías de esos próceres, que finalmente vencieron y se convirtieron, sin darse cuenta ellos, en materia prima para las estatuas que los mexicanos del siglo XXI conocen. Es la relación de muchos sacrificios personales por una causa política.

Pero la historia que hoy se cuenta aquí, nadie la conocía, hasta que una familia de Chihuahua puso en manos de un historiador, hace ya casi cincuenta años, un paquete de misivas que revelaba un amor cuyo propietario llevó guardado en lo más profundo de su alma; un amor que no encontró eco, y que ahora se lee perfumado con unas gotas de melancolía.

SEBASTIÁN LERDO Y EL ENCUENTRO CON EL AMOR. Era octubre de 1864 cuando el gobierno republicano arribó a la ciudad de Chihuahua. Personaje destacado en ese grupo de viajantes era don Sebastián Lerdo de Tejada, brazo derecho del presidente Juárez. Tenía cuarenta y dos años bien cumplidos, y era un hombre bajito, robusto, de aspecto sereno y mirada clara. Como siempre, iba impecable, de riguroso traje negro y camisa blanca de cuello alto.

Junto al presidente Juárez entró, la tarde del 12 de octubre, a la capital chihuahuense. Era día de fiesta, aniversario de la fundación de la ciudad, que se engalanó por partida doble para recibir al gobierno errante.

Una doble valla de soldados, formados desde la alameda de Santa Rita hasta el Palacio de Gobierno, presentó armas ante el presidente oaxaqueño. Por la noche, hubo una cena de mucha gala, y, al terminar, en la plaza donde estaba el monumento a Miguel Hidalgo, iluminados por lámparas y antorchas, los recién llegados pronunciaron discursos. Juárez fue breve: dijo que confiaba en el triunfo de la República, y animó a toda la concurrencia a resistir. Después, hubo festejo y baile, —como le gustaba a las hijas de don Benito, para que su papá se entretuviera danzando— que se terminó hacia las 4 de la madrugada.

Desde luego, en los días que siguieron, el presidente y sus ministros fueron agasajados por todos los notables de la ciudad favorables a la República. No por estar en guerra se iban a privar de comer bien y conversar un rato con aquellos hombres que venían de la capital y que, para bien o para mal, habían fincado los cimientos de algo que era un modo diferente de vivir.

El amor, ese geniecillo arrebatado e imprevisible, se le apareció, cinco días más tarde a don Sebastián. Estaban invitados el Presidente y sus colaboradores, a cenar, en la casa de don Berardo Revilla, que había sido, dos veces, gobernador del estado. Tenía aquel caballero ocho hijos, tres varones y cinco mujeres. Una de ellas, joven, jovencísima, pues no tenía sino catorce años, arrebató el corazón de don Sebastián. Ella se llamaba Manuela.

Parecería que fue en esa velada cuando el sobrio ministro se enamoró de la muchacha. Ocasiones tuvo, y muchas, de tratarla. El gobierno juarista permaneció en Chihuahua once meses, en una vida que combinaba el seguimiento atento de la guerra, la lectura y comentarios de las muchas cartas que recibía el Presidente, escritas por amigos y combatientes, dando cuenta de los sucesos, y, con frecuencia, tertulias y reuniones. No faltaron los bailes cuando fueron necesarios, como aquel de marzo de 1865, cuando se celebró el cumpleaños del presidente. El día 21 hubo una comida, donde Sebastián Lerdo se encargó de los discursos. Un par de días más tarde, en casa de un hombre apellidado MacManus se realizó el baile, aplazado por el mal tiempo. Y sabemos, por la prensa local de aquellos días, que don Benito bailó y bailó toda la noche –“ojalá haya muchas señoritas chihuahuenses para que usted pueda bailar, papá”, le había escrito una de sus hijas—y se sabe que el ministro Lerdo bailó con la señorita Manuela Revilla.

Pero las tropas francesas que seguían al gobierno llegaron a Chihuahua, y Juárez y sus colaboradores se trasladaron a Paso del Norte, la actual Ciudad Juárez. Pero los invasores se quedaron solamente tres meses en la capital del estado, y cuando se retiraron, el presidente y sus ministros regresaron a la ciudad, por espacio de una pocas semanas: en diciembre de 1965, los franceses volvieron a Chihuahua, y el gobierno volvió a Paso del Norte. Regresarían en junio de 1866, cuando el imperio de Maximiliano estaba ya tocado de muerte, y sus intentos por ganar territorio no pasaban de ser escaramuzas que poco aportaban y que sí costaban para una monarquía artificial y casi en la inopia.

UN TRISTE ESFUERZO INÚTIL Y MUCHAS CARTAS. Tres días duraron las fiestas con las que la ciudad de Chihuahua recibió al presidente Juárez. Don Berardo Revilla estaba en el comité encargado de la recepción. El cierre de aquella fiesta republicana fue un gran baile, en el que, otra vez, don Benito bailó cuanto pudo. Pero alguien no era feliz en aquel festejo: el ministro Lerdo de Tejada cargaba, disimulado, el dolor del amor no correspondido.

¿Qué había ocurrido? Aparentemente, en algún momento de esos once meses de la primera estadía del gobierno en Chihuahua, don Sebastián, que resultó ser un hombre tremendamente tímido, en lo que tocaba a lances de amor, se atrevió a hablar con Manuela, acaso en uno de aquellos bailes, y le confesó sus sentimientos. Aspiraba a casarse con la muchacha y hacerla feliz, viviendo en la Ciudad de México.

Pero no tuvo suerte. Aparentemente, la jovencita Manuela le dio alguna esperanza al maduro galán. Pero cuando avanzó en sus pretensiones y le propuso matrimonio, las cosas habían cambiado. No, ella no estaba interesada en el poderoso ministro. De hecho, sí estaba enamorada de un joven —la palabra “joven” debió sonarle a don Sebastián como a responso— llamado Adolfo Pinta, sastre de oficio.

El pobre hombre vivía una tormenta sentimental: en las jornadas diurnas, seguía siendo el político sagaz, de cabeza fría, fiel colaborador del Presidente. En los ratos de soledad, sufría de mal de amores, pues, cuantas veces intentó convencer a Manuela de que él podría ofrecerle seguridad y un buen futuro, ella le respondía que su corazón era del joven sastre.

Las últimas semanas de la estadía del gobierno juarista en Chihuahua fueron intensas: la ciudad se desvivía organizando la despedida. Sebastián Lerdo seguía viviendo su drama interno: se apersonó con el padre de Manuela, y le manifestó sus sentimientos y sus intenciones. A él se acogía el ministro en busca de ayuda. No podría ser de otra manera, pensó Lerdo. Don Berardo haría ver a la chica la conveniencia de ese matrimonio. Sería apreciada en la capital; acaso un tanto envidiada por ser la esposa de uno de los hombres más poderosos del país, y, por si fuera poco, ¡don Sebastián la quería tanto!

Pero el cálculo de Lerdo falló. Cosa rara en los padres de familia de la época, que generalmente no se detenían a pensar mucho en esas cosas, don Berardo Revilla decidió que no forzaría a su hija a un matrimonio sin amor. Para don Sebastián, fue un golpe grave, porque su vida estaba anclada al destino político del país, y el gobierno ya estaba a punto de partir, de regreso hacia la ciudad de México. No tenía tiempo para insistir, mucho menos para intentar ganarse el cariño de Manuela. Todo parecía perdido. Ni siquiera quiso ir a la cena con que, la víspera de la partida, la familia Revilla agasajó al presidente y a sus ministros.

Y así, don Sebastián emprendió el viaje de regreso, con el corazón hecho pedazos. Guardaba, sin embargo, una carta que él creía valiosa y efectiva. Y empezó a escribir. Con ánimo y con esperanza, empezó una serie de misivas. Pero no le escribía a Manuela, sino a Antonia, la hermana mayor de la muchacha que le había roto los sentimientos.

“MI ENCARGO". ¿Para qué eran esas cartas? En aquellas líneas que escribió Sebastián Lerdo hace más de 150 años, queda claro que, si bien es cierto que su cortejo hacia Manuela no fructificó, sí entabló una amistad sólida con Antonia Revilla. Viéndose con un pie en el estribo del carruaje que lo llevaría a su destino político, sabiendo que el tiempo corría en su contra, el ministro de Juárez tuvo una idea: le pediría ayuda a Antonia, para que ella convenciese a Manuela de acceder a casarse con el ministro, porque él, pese a la distancia y a todas las ventajas que su condición le aseguraba en la capital, la seguía queriendo, claro que sí.

El contenido de las cartas hace suponer que Antonia accedió a colaborar con el proyecto sentimental de Sebastián Lerdo de Tejada. Pero la misión fracasó muy pronto. Juárez y sus colaboradores salieron de Chihuahua el 10 de diciembre de 1866, y en un lugar cercano, el rancho de Ávalos, Lerdo escribió la carta donde le pedía a Antonia su apoyo. Parece que la mayor de las hermanas Revilla se apresuró a cumplir la petición, porque respondió muy pronto al ministro: Manuela había vuelto a rechazar el mensaje de amor que le enviaba el ministro. Era 19 de diciembre, el pobre de don Sebastián se refería a su “desgraciado encargo de Ávalos”.

Pero no por eso dejó de escribirse con Antonia, en los siete meses que duró su viaje de vuelta a la capital, atado a la caída del imperio. En la colección de cartas, falta una, la del 7 de enero de 1867, donde todo hace pensar que don Sebastián le pidió a Antonia que volviera a insistir con Manuela. Pero nuevamente, el intento de persuadir a la muchacha, fracasó.

A medida que el torbellino de la política volvía a atrapar a Sebastián Lerdo de Tejada, el pobre hombre empezó a resignarse. La distancia entre él y Chihuahua se hacía cada vez más grande. Quiso guardar una esperanza pequeñita en su corazón: “si llega usted a tener algo bueno que decirme, por muy poco que sea, mándeme usted la noticia por el viento”.

Corrieron las semanas, y sabemos que Antonia dejó de responder algunas cartas donde don Sebastián insistía en “su encargo”. Pero en marzo se rinde. Ya no vuelve a mencionar la misión que encomendó a Antonia, y, al contrario, le agradece sus generosas y dulces palabras. Parecería que la hermana de Manuela le sugiere que procure olvidar. Las cartas cambian: se vuelven las de un amigo sereno que narra los acontecimientos excepcionales que le toca vivir. La correspondencia se termina el 13 de octubre de 1867, casi tres años después de que aquel caballero conociera a las hermanas Revilla. El ministro Lerdo ya está en la capital, con la República triunfante. En esa última carta, ya no hay sino una despedida melancólica; habla de sus recuerdos de Chihuahua:

“Hice otros recuerdos, que lo que es para mí son sensibles, y que a mi pesar están influyendo en que ahora escriba yo con sentimientos de tristeza. Perdone usted esa fea y desagradable palabra. Viva usted mucho, Antoñita, y muy feliz. Adiós, Antoñita.- S. Lerdo de Tejada”.

No volvieron a escribirse. En los años 70 del siglo XX, los descendientes de las hermanas Revilla aportaron más datos: Antonia se casó poco después de aquella última carta, pero murió, de viruela, cuatro meses después. Manuela vivió muchos años y sí se casó con su sastre, en 1870, pero enviudó 8 o 9 años después. Volvió a casarse en 1879 y tuvo un hijo que no llegó a la edad adulta.

La familia Revilla conserva una historia: cuando en 1889, pasó por Chihuahua el tren especial que llevaba a la capital los restos de don Sebastián, muerto en el exilio, y que regresaba a descansar a la Rotonda de los Hombres Ilustres, ahí estaba Manuela, con su hijo. La leyenda asegura que le dijo al chico: “este gran hombre debió haber sido tu padre”. Suena más a ganas, de otras generaciones, de suavizar el desprecio que le amargó la vida al ministro de Juárez.

Sebastián Lerdo de Tejada es el único presidente de México que murió soltero.