
La gente de a pie, esa que no vive involucrada en los vaivenes de la política, esa que no participa de las conspiraciones, las alianzas y los contubernios tejidos por los hombres del poder, la pasaron muy mal a partir de febrero de 1857; nadie, de entre esa clase política, pareció darse por enterado que, al promulgar la nueva constitución, completamente liberal, estaba metiendo a los ciudadanos comunes en problemas tan íntimos y personales como el sitio donde habrían de reposar sus cuerpos después de muertos. Uno de los principales liberales, protagonista de aquel intenso forcejeo legislativo, don Valentín Gómez Farías, habría de experimentarlo en carne propia. O, más bien, su compungida familia, que, a la hora de intentar darle cristiana sepultura, se encontraron con que los pleitos políticos en que había andado el que para ellos era padre muy querido, no tenía derecho de ser llevado a un camposanto.
¿Cómo había llegado el país a esas circunstancias de encono? Todo había comenzado con el arranque del congreso constituyente de 1856-1857; más de un año invertido en la ardua discusión de la nueva carta magna, y con encendidos debates entre liberales, liberales moderados y conservadores, donde estos últimos llevaron las de perder.
Después de muchas discusiones, los liberales más radicales habían logrado hacer pasar casi todo el articulado de la constitución: se les quedaba atorada la libertad de cultos, pero en general el resultado era positivo. Era innegable que dejaban, en el camino, heridas, enconos y resentimientos entre los diputados moderados y los conservadores que no habían podido frenar la avalancha radical. Pero todo estaba hecho, y solo quedaba pendiente la ceremonia final.
Pero llegar a ese momento de febrero de 1857 había costado mucho trabajo, y por eso, la presencia de Gómez Farías fue, más bien simbólica. Tenía, al empezar el constituyente, nada menos que 76 años, que a mediados del siglo XIX era tener muchos años. Además, el célebre médico, al que muchos recordaban -para bien o para mal- por todas las veces que fue vicepresidente a cargo de la presidencia, mientras el presidente Santa Anna se iba a tomar el fresco a su hogar veracruzano, y que intentó establecer diversas leyes claramente liberales, ya no estaba para andar en la grilla. Aparte de anciano, estaba muy achacoso. Pero seguía teniendo un enorme peso moral entre sus correligionarios, los liberales “puros”, y ni por un segundo se les hubiera ocurrido echar a andar el constituyente dejando fuera a don Valentín.
De hecho, con todo y su mala salud, Gómez Farías era diputado constituyente representando a los estados de México, Zacatecas y Jalisco, su tierra natal. Su presencia sería prácticamente simbólica, a causa de sus muchos malestares, pero a la hora de arrancar los trabajos del congreso, se dejó bien claro que la presencia de don Valentín y el cargo que ostentaba se le concedían como un gesto de deferencia y de respeto, “en atención a su amor a la libertad y demás cualidades que lo adornan.
En realidad, don Valentín no participó en los debates; su estado de salud no le permitía estar a diario en lo que fue una labor ardua y muchas veces tensa, como fueron los debates en el Congreso. Pero, después de mucho trabajo, pudo concretarse la nueva constitución. Su autoridad moral creció en el proceso, pues, mientras los constituyentes discutían y negociaban, el presidente Ignacio Comonfort puso en vigor algunas leyes que Gómez Farías había intentado establecer en 1833 y que, en sus sucesivos regresos, Santa Anna había derogado.
Así llegó febrero de 1857: se integró la comisión que habría de recibir al presidente Ignacio Comonfort, a fin de que realizara la ceremonia en la que le juraría lealtad a la nueva constitución. La Cámara abrió a las 12 del día y de inmediato se atiborraron las galerías. Docenas de curiosos intentaban localizar, en los escaños, a los personajes del día: a Zarco, de melena larga, a Ocampo, siempre peinado con el cabello hacia atrás; bajo el dosel de la presidencia, aguardaba el diputado León Guzmán.
Uno de los grandes momentos de esa sesión arrancó exclamaciones de sorpresa de todos los asistentes: de pronto, se abrió una puertecilla cercana al dosel, y entró al recinto el anciano y enfermo don Valentín Gómez Farías, moviéndose con dificultad, ayudado por sus hijos Fermín y Benito, también diputado. El recinto legislativo se deshizo en aplausos para el viejo liberal.
En un nuevo gesto de respeto y deferencia, Gómez Farías fue designado presidente del Congreso Constituyente para la sesión en que se juraría la nueva Carta Magna. Así es que, juntando sus escasas fuerzas, don Valentín llegaba al recinto legislativo.
El simbolismo del homenaje era muy poderoso, porque don Valentín era la encarnación de medio siglo de luchas por establecer un proyecto de país sustentado en el ideario liberal. Los diputados se pusieron de pie para homenajear al anciano, y todos los asistentes rompieron a aplaudir. La ovación duró varios minutos.
Se abrió la sesión y se presentó el documento de la Constitución y dos copias; se leyeron las minutas. Una vez aprobadas, se procedió a firmar el documento. El primero en hacerlo fue Gómez Farías, quien, conmovido, afirmó que estaba firmando su testamento. Quienes lo escucharon dijeron después que la voz se le quebraba por el llanto que la emoción hacía brotar de sus ojos. Era un sobreviviente, y después de su accidentado paso por la vicepresidencia, y después de haber sido testigo de la invasión estadunidense, veía, conmovido, el nacimiento de la constitución liberal.
Después de que los diputados jurasen lealtad al nuevo orden nacional, llegó el presidente Comonfort, para hacer su juramento. Entonces sonaron las campanas de la Catedral y resonaron las salvas de artillería. Entonces los diputados se fueron a celebrar en el Tívoli, uno de los lugares de recreo y buen comer de la época. Allí, hubo banquete. El periodista Francisco Zarco pronunció el brindis. Después, hubo inspirados poemas y hasta chistes, contados por un alegre Guillermo Prieto.
Aquella alegría duró bien poco. Empeñado el gobierno de Comonfort en que los empleados públicos debían jurar la constitución, so pena de ser despedidos, provocó una grave tensión, porque la Iglesia católica amenazó a esos mismos empleados públicos con excomulgarlos si juraba aquella constitución. De por sí las cosas estaban muy mal entre el presidente y la iglesia, después de la fea batahola de la Semana Santa de 1856, cuando el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, se metió con todo y caballo al atrio de la Catedral.
Es sabido que, a lo largo de 1857 el clima se tensó a grado tal que, pensando en que era una forma inteligente de forzar la modificación de la constitución, Comonfort se dio a si mismo un golpe de Estado que fracasó por completo y que arrojó al país a la guerra civil. Corrían los últimos días de aquel accidentado año.
Don Valentín, ya muy enfermo, apenas alcanzó a enterarse del estallamiento de la guerra de Reforma. Murió el 5 de julio de 1858. Como todos los liberales de su tiempo, Gómez Farías era creyente, pero desde hacía mucho que la iglesia católica conocía su fama de liberal, y por lo tanto lo tachaba de “hereje” y de “ateo”. Como su juramento de la constitución liberal había sido más que conocido, había entrado, automáticamente, en la categoría de excomulgado.
Así, para dolor e indignación de su familia, le negaron la cristiana sepultura en el camposanto de San Juan Mixcoac, justo enfrente de su casa. Tampoco hubo sitio para él en el cercano convento dominico de Santo Domingo de Guzmán. Con el corazón oprimido, los Gómez Farías enterraron a don Valentín en la huerta de su casa, donde se quedó sepultado hasta 1912, cuando el gobierno de Francisco I. Madero se le llevó al Sagrario como un gesto de homenaje.
Pero, en lo que llegaba ese momento, los malquerientes de Gómez Farías, todos conservadores, se entretenían contando cómo, al llegar la media noche, se aparecía en las puertas del templo de San Juan un furioso perro negro, que asociaban con el ánima del viejo liberal. Otros juraron que aparecía una negra carroza, tirada por caballos negros con rojos ojos de fuego, y que en ese carruaje viajaba el alma condenada de don Valentín.
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