
Rincón Almadía
Fragmento tomado del libro Los culpables, de Juan Villoro.
El crepúsculo maya
La culpa fue de la iguana. Nos detuvimos en el desierto ante uno de esos hombres que se pasan la vida en cuclillas, con tres iguanas tomadas del rabo. El Tomate revisó la mercancía como si supiera algo de animales verdes.
El vendedor, con un rostro acuchillado por el sol y la sequía, informó que la sangre de la iguana repone la energía sexual. No nos dijo cómo alimentar al animal porque pensó que nos lo comeríamos de inmediato.
El Tomate trabaja para una revista de viajes. Vive en un edificio horrendo que da al Viaducto. Desde ahí describe las playas de Polinesia.
En forma excepcional esta vez sí recorría los sitios de los que iba a escribir: Oaxaca y Yucatán. Cuatro años antes habíamos hecho la ruta en sentido inverso, Yucatán-Oaxaca. Entonces éramos tan inseparables que si alguien me veía sin él preguntaba: “¿Dónde está el Tomate?”.
Culminamos el viaje anterior en Monte Albán, durante un eclipse de sol. Las piedras doradas perdieron su resplandor y el valle se cubrió de una luz tenue, que no correspondía a hora alguna. Los pájaros cantaron con desconcierto y los turistas se tomaron de la mano. Yo sentí un arrepentimiento muy raro y le confesé al Tomate que lo había tirado al cenote de Chichén Itzá.
Eso había ocurrido unos días antes. Al ver el agua sagrada, mi amigo habló maravillas de los sacrificios humanos: los mayas, supersticiosos de lo pequeño, echaban al agua sagrada a sus enanos, sus juguetes, sus joyas, sus niños favoritos. Me acerqué a un grupo de sordomudos. Una mujer traducía los informes del guía al lenguaje de las manos: “El que bebe agua del cenote, regresa a Chichén Itzá”. Estábamos al borde de un talud y el Tomate se inclinaba. Algo me hizo empujarlo. El resto del viaje fue un calvario porque le dio salmonelosis. En Monte Albán, bajo la luz incierta del eclipse, me sentí mal y le pedí perdón. Entonces él aprovechó para preguntarme: “¿De verás no recuerdas que te colé al concierto de Silvio Rodríguez?”. Muy al principio de nuestra amistad, en los tempranos años setenta, el Tomate había sido sonidista del grupo folclórico Aztlán. En su momento de gloria, intervino en un festival de la nueva trova cubana. Sinceramente, yo no recordaba deberle esa entrada, pero él me decía con sonrisa mustia: “Yo sí me acuerdo”. Su sonrisa me irritaba porque era la misma con que me confesó que se había acostado con Sonia, la refugiada chilena a la que cortejé sin la menor posibilidad de quitarle la ruana.
La reconciliación en Monte Albán sirvió para que dejáramos de vernos. Habíamos cruzado una línea invisible.
Durante dos años apenas nos frecuentamos. Ni siquiera le hablé cuando encontré el lp del grupo Aztlán que me prestó hace treinta años. De vez en cuando, en la peluquería o el consultorio del dentista, encontraba un ejemplar de la revista donde él escribía de las islas que jamás conocería.
El Tomate reanudó el trato cuando gané los Juegos Florales de Texcoco con un poema que me parecía prerrafaelita, muy influido por Dante Gabriel Rossetti. El premio se entregaba en el marco de la Feria del Pulque. Mi amigo habló a eso de las siete de la mañana el día en que se publicó la noticia: “Quiero cortarle a la epopeya un gajo”, exclamó en tono jubiloso. Eso significaba que quería acompañarme a la entrega, quizá en cobro por haberme colado al impreciso concierto de Silvio Rodríguez. No contesté. Lo que dijo a continuación terminó de agraviarme: “López Velarde. ¿No reconociste la cita, poeta?”.
Le dije que le hablaría para ponernos de acuerdo, pero no lo hice. Lo imaginé en Texcoco con demasiada precisión: las canas despuntaban en la parte inferior de su bigote, bebía un pulque de olor agrio y opinaba que mis poemas eran pésimos.
Su llamada más reciente tuvo que ver con el Chevy. Llené un formulario en Superama y gané un coche. Aparecí en el periódico, con cara de felicidad primaria, recibiendo unas llaves que parecían maquilladas para la ocasión (el llavero despedía un lujoso destello). El Tomate me pidió que lo llevara a Oaxaca y Yucatán. Tenía que hacer un reportaje. Estaba harto de simular la vida en hoteles de cinco estrellas y escribir de guisos que jamás probaba. Quería sumirse en la realidad. “Como antes”, agregó, inventándonos un pasado común de antropólogos o corresponsales de guerra.
Luego dijo: “Karla vendrá con nosotros”. Le pregunté quién era y fue suficientemente misterioso. Aún no me reponía de haber salido en el periódico con las llaves del coche y estaba dispuesto a hacer cosas que me molestaran. Por otra parte, me había ocurrido algo de lo que necesitaba alejarme. Ha pasado bastante tiempo y aún no puedo hablar del tema sin vergüenza. Me acosté con Gloria López, que está casada, y ocurrió un accidente del que ninguno de los dos tenía antecedentes. Un hecho improbable, como la combustión interna que puede hacer que un cuerpo o el negativo de una película se enciendan hasta calcinarse: mi preservativo se esfumó en su vagina. “Una abducción”, dijo ella, más intrigada que preocupada. Gloria cree en extraterrestres. Yo le interesaba para un revolcón ocasional, pero le interesó sobremanera establecer un contacto del “tercer tipo” del que yo había sido mero intermediario.
¿Cómo puede desaparecer un hule indestructible? Ella estaba convencida del sesgo alienígena de la cuestión. ¿Podía quedar embarazada o el condón estaba encapsulado? Este último verbo me recordó su película favorita: Viaje fantástico, con Rachel Welch. Gloria era demasiado joven para haberla visto cuando se estrenó. Un ex novio que se dedicaba a la piratería de videos la puso en contacto con esa fantasía que parecía concebida para ella: la tripulación de una nave es reducida a tamaño microscópico e inyectada en un cuerpo para realizar una compleja operación médica. El organismo como variante del cosmos sólo podía excitar a alguien que vivía para ser raptada a otras dimensiones. “¿Cómo se sentirán los internautas dentro de ti?”, preguntaba con la seriedad de quien considera que eso es posible: “¿Puede haber algo más cachondo que tener internautas en las venas?”. Los productores de la película habían pensado lo mismo al escoger a Rachel Welch y asignarle un entalladísimo traje blanco. El despropósito sexual de que un diminuto cuerpo turgente avance por tu sangre sedujo a Gloria, que ahora se sentía tripulada por el condón que se le había quedado dentro. De poco sirvió que yo recordara que la tripulación original abandonaba el cuerpo por un lagrimal, una metáfora de que las aventuras de seducción intravenosa terminan en llanto. A todo esto se agregaba la posibilidad de que el marido de Gloria descubriera ese insólito inquilino by the way of all flesh (citar a Samuel Butler no rebaja lo grotesco del tema, lo sé, pero al menos se trata de una lectura a la que nunca llegará el Tomate).
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