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Salud y enfermedad en los conventos novohispanos: Cuidar el cuerpo al tiempo que se protege el alma

Si enfermarse en la Nueva España virreinal era más complicado y riesgoso que en la actualidad, ser monja novohispana y enfermarse era todavía más complejo. Existía un minucioso andamiaje para que las religiosas recibieran atención médica y se les administraran los remedios pertinentes. Pero en ocasiones, concretar el equilibrio entre las reglas de la clausura y la acción de los doctores, podía implicar riesgos importantes para las habitantes de los conventos.

Traje de las religiosas de los conventos de México, de los colegios y recogimientos
Traje de las religiosas de los conventos de México, de los colegios y recogimientos Traje de las religiosas de los conventos de México, de los colegios y recogimientos (La Crónica de Hoy)

Los conventos novohispanos no estaban a salvo de las enfermedades. Incluso, y gracias a factores totalmente externos, algunos de ellos eran, en particular, sitios con riesgos potenciales para sus habitantes, por hallarse en un entorno de insalubridad. En esos casos peculiares, solamente quedaba esperar que los remedios y el médico hicieran su trabajo lo mejor posible.

Todos los conventos de los siglos virreinales contaban con una enfermería, y, cuando las circunstancias lo ameritaban, se llamaba al médico, y conforme a sus indicaciones, se requerían los servicios del boticario para preparar los remedios que habrían de tomar las enfermas, o la intervención de un cirujano, si fuese necesario. Aunque algunas religiosas podían desempeñar tareas de enfermeras, del mismo modo que había religiosas que hacían funciones de contadoras o torneras, también se contrataban enfermeras externas.

Ese comportamiento daba lugar a frecuentes pleitos entre las monjas, el médico y el boticario. En ocasiones, había más enfermas en un convento, o las epidemias traspasaban los gruesos muros y se enseñoreaban en las religiosas. En ambos casos, la demanda de medicamentos aumentaba, y el adeudo con el boticario crecía considerablemente. Veces hubo en que los conventos se atrasaban con el pago respectivo, y entonces el boticario entablaba litigios para exigir que las monjas le pagasen.

Por rigurosa que fuera la regla bajo la cual vivieran las monjas, en todos los casos, el cuidado de la salud y la atención en caso necesario no se ponía en duda alguna. Además, había conventos que, por su particular situación, vivían en riesgo permanente de enfermedades. Tal era el caso, en la Ciudad de México, de tres conventos: el real de Jesús María, el de Regina y el de San Jerónimo, pues junto a ellos corrían acequias que eran focos de insalubridad. En Jesús María la comunidad de quejaba de los muchos desperdicios que los habitantes de la ciudad arrojaban a la acequia, y tenían muy claro que eso generaba un ambiente insalubre que se reflejaba en la mala salud de algunas monjas. En San Jerónimo tenían un problema permanente de humedad, pues una parte del convento se encontraba por debajo del nivel de la calle de manera que en época de lluvias se inundaba. No era extraño que, en esas condiciones, en ciertas épocas, las enfermerías conventuales tuviesen mucho trabajo. Un ejemplo interesante: la epidemia de tifo que mató a Sor Juana Inés de la Cruz, era “interna”, es decir, fue un brote de la enfermedad que ocurrió puertas adentro del convento. Y no fue la primera vez que eso ocurría; era una consecuencia de la vida en comunidad y en confinamiento. En los libros de profesiones, donde se consignaban los datos de las religiosas de la comunidad se asentaban sus datos de nacimiento, la fecha en que profesaron y la fecha de muerte. Ahí pueden verse las ocasiones en que las epidemias mataban a parte de las monjas.

Por eso importaba tanto que la enfermería estuviese convenientemente equipada. ¿Cómo eran? ¿Cómo debían ser, de acuerdo con las reglas monásticas y las instrucciones del arzobispado? Tenían una doble función: por un lado atender los malestares de las religiosas, y por otro lado, y, ejerciendo la caridad que se debían entre hermanas, debían proporcionarles a las enfermas “todos los auxilios espirituales y temporales con mano generosa y corazón compasivo”. Atender, pues, el cuerpo, pero también el alma de todas las personas que habitaran en el convento. Por eso resultan interesantes las funciones de las enfermeras, tanto las externas contratadas, como las que eran monjas profesas.

“Las enfermeras estarán siempre pendientes de todas las religiosas que enfermaren, y también de las seglares y criadas conventuales, cuando sus amas no pudieren auxiliarlas por sí solas… llamarán a los médicos, cirujanos y confesores con oportunidad y dando de todo pronto aviso a la prelada… los acompañarán con el recetario, y, luego que ordenen las medicinas convenientes, harán que se les apliquen a las enfermas”.

Los médicos y boticarios también debían actuar conforme a una norma estricta: por principio, el médico debía ser “hombre mesurado, de buenas costumbres y anciano”. Su entrada a la clausura monjil era igualmente vigilada: “irán en derechura a las celdas de las enfermas para quienes fueron llamados, y no podrán extenderse a otra parte del convento, ni entretenerse en conversación, ni tomar almuerzos, ni otra cosa que lo demore, sino el tiempo que sea necesario”.

Si el padecimiento no era de gravedad o en extrema urgencia, el médico visitaría a la paciente siempre de día, y no podría permanecer en el convento sino hasta la hora de las oraciones. Tenían prohibidísimo entrar en trato o “familiaridad” con ninguna habitante del convento, y si eso llegara a suceder, la prelada estaba obligada a prohibirle la entrada y solicitar otro médico. Entonces, la prelada, máxima autoridad del convento, veía, en tiempos de enfermedad, cómo sus deberes aumentaban cuando una religiosa contraía algún mal, pues debía convertirse en permanente vigilante de los personajes que entraban al convento.

Esa vigilancia debía extenderse a las enfermerías, a las boticas, cuando se tenían, y a las enfermeras externas. La norma estipulaba que las enfermerías debían estar bien instalada; confortable, pero sobria. Y las boticas propias, “bien surtida con todo lo necesario para ocurrir a los casos violentos [urgentes], y las medicinas que se trajeren de la calle sean también las mejores y bien acondicionadas”. Las autoridades del convento habían de cuidar que las enfermeras externas administrasen los medicamentos “con una prudente economía”, y que los medicamentos fueran solamente para las monjas, no para su parientes. Esta última indicación solamente se podía disculpar si había permiso de la prelada, y en caso de que la pobreza impidiera a los familiares de una religiosa costear por ellos mismos sus medicamentos.

Así transcurría la vida conventual. Cuando la enfermedad llegaba, el sistema de vigilancia se agudizaba, la paciente estaba obligada a sobrellevar sus malestares con piedad, confesarse antes de pasar a la enfermería, y era obligación dejar arreglada su celda, para que si ella moría, “hallen las religiosas todo lo que ella manejaba con religiosa decencia”. Sus deberes de monja jamás la abandonaban, aun cuando entrara a la enfermería, y si, su destino era morir, lo hiciera conforme a la regla de su orden.

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