Opinión

Sangre a la puerta de la pulquería: las feroces riñas callejeras en los años porfirianos

Bertha Hernández
Bertha Hernández Bertha Hernández (La Crónica de Hoy)

En el México que gobernaba don Porfirio, buena parte de los hombres y las mujeres que lo habitaban y que pertenecían a las clases más humildes, solían andar armados. La vida era incierta, y el azar deparaba sorpresas, de las buenas y de las malas, a la vuelta de una esquina cualquiera, y más valía andar prevenidos. El problema que acarreaba esa costumbre es que, en el instante menos pensado, o a pesar de las buenas intenciones, no eran pocos los individuos que terminaban convertidos en personajes de hoja volante, convertidos en homicidas o en víctimas que ya no vivirían para ver su historia impresa en papel.

A principios del siglo XX, parecía que los duelos se habían terminado, y sólo a quienes vivían en la miseria y el vicio se les ocurría trenzarse en enfrentamientos que usualmente acababan en muerte y prisión. Un muy distinguido jurista, don Miguel Macedo, afirmó, hacia 1897, que esos vientos civilizadores y de progreso que soplaban en el país, en su transición hacia el nuevo siglo, se reflejaban también en la forma en que los ciudadanos resolvían sus problemas. Según Macedo, “las clases altas denuncian los delitos contra la reputación” y dirimían sus desacuerdos con sus semejantes en los tribunales. En cambio “las disputas de las clases inferiores se resuelven en riña o venganza”. Lo mismo ocurría con el delincuente común, el raterillo de poca monta o el malviviente de barriada: sus maniobras, frecuentemente, acababan teñidas de sangre.

Y de alguna forma, el jurista Macedo tenía razón: entre los más humildes, a falta de “honor” qué defender, como creían los más altos funcionarios, se peleaba con uñas y dientes por tener el respeto, incluso el temor de todos con quienes se convivía en la calle, en los mercados, en las pulquerías. No tenían ni tiempo ni condiciones para acudir ante un juez que resolviera sus quejas. Entonces, tomaban la defensa de su integridad en sus manos.

Es cierto, no era una idea del honor como la pensaba Miguel Macedo. En 1901, un periódico, El Popular, lo planteaba de otra forma: si el mexicano humilde, “el peladaje” no acudía a la justicia para resolver sus problemas, era porque eso equivalía a mostrar cobardía, a tener miedo de resolver, de frente y con las fuerzas propias, cualquier problema que se le pusiera enfrente. Ese era, según los redactores de El Popular, el origen de las feroces riñas que, día con día, los periódicos o las hojas volantes registraban. Acudir con las autoridades era “rajarse”, y el mexicano de a pie, por definición, no se rajaba. ¿Cómo iba a recurrir a un gendarme, a pedir justicia en un juzgado, para resolver el pleito atravesado que traía con el infeliz de su vecino? Los que no se rajaban bien podían terminar, o bien en el depósito de cadáveres o en una celda por unos cuantos años.

Desde sus posiciones privilegiadas, algunas agrupaciones intentaban comprender el fenómeno de la violencia callejera y cotidiana: “Es que los pobres no le temen a la muerte”, llegaron a asegurar, y a partir de esa oscura temeridad, se desvanecían cualquier idea de decoro o de dignidad que se pudiera tener. Otra publicación, llamada El Bien Social, que pertenecía a la Sociedad Filantrópica Mexicana, consideraba esa temeridad mezclada con fatalismo “un defecto de nuestro pueblo”. Una poderosa organización de hombres de negocios aseguraba, hacia 1896, que los frecuentes pleitos callejeros tenían su origen en una virilidad mal entendida, porque ese mexicano de clase baja “solo se siente lastimado cuando se duda de su valor y de su fuerza”.

Lo más interesante de ese análisis, es que había sido financiado por la asociación de distribuidores de pulque, en un intento por suavizar el duro juicio que muchos sectores de la sociedad tenían acerca de las causas de las riñas callejeras, y que se centraba en el consumo de bebidas alcohólicas como la causa de la violencia cotidiana.

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Según un escritor muy exitoso a principios del siglo XX, Federico Gamboa, la mayor parte de los mexicanos llevaban dentro de sí una “locura homicida” que explotaba a la menor provocación, y que, con frecuencia, afloraba después de unos cuantos tarros de pulque. La opinión de Gamboa, que manifestaba en sus novelas, era coincidente con las estimaciones de las autoridades policiacas.

Muchas de las riñas que la policía registraba ocurrían a las mismas puertas de las pulquerías o de las cantinas. Los detenidos, las más de las veces, habían consumido alguna bebida alcohólica, y, de entre ellos, muchos habían bebido pulque, la bebida a la que, con mayor facilidad, tenían acceso los más pobres.

Alcoholizados, cualquier asunto, por ínfimo que fuera, se convertía en una pelea a muerte: “Es que me empujó”. “Me estaba mirando con mala fe”. “Ya teníamos cuentas pendientes”, eran frases que, con facilidad brotaban de los labios de los detenidos. El rencor ahí estaba, y solamente necesitaba el empujón del demonio del alcohol para que aflorara y exigiera venganza atrasada, inmediata reparación o brutal desahogo.

Eran tantas las riñas de este tipo, que a veces, la prensa metía todo en una sola nota para publicarlo. El Imparcial era uno de esos, y en los titulares aparecía, de golpe, el juicio social, el desprecio hacia el vicioso, que también era violento, y que se volvía carne de presidio: “Por las típicas cuestiones de nuestros hombres de la clase ínfima riñeron ayer en el barrio de Romita, Esteban Mejía y Jesús Ortiz”, fue la cabeza de la publicación del 7 de enero de 1906.

El debate acerca del alcoholismo y el consumo de bebidas embriagantes como origen de la violencia era intenso al despuntar el siglo XX. Cuando los protagonistas de una reyerta eran conducidos a la inspección de policía y eran interrogados, resultaba que solían ser amigos, parientes o compañeros de trabajo entre sí. Al calor de la borrachera conjunta, comenzaban a surgir, de lo más profundo de sus corazones, los asuntos no resueltos, el recuerdo de aquella vez que Pancho le faltó al respeto a Juan o que Otilio insultó a la madre de Jonás. Incidentes de este tipo contribuían a mostrar, para los defensores de la venta de bebidas alcohólicas, que no estaba en el consumo el real origen de la violencia. Claro que no faltaban casos como el del detenido Leandro Méndez, que explicó, después de su pelea con su sobrino, Luis Martínez, que el muchacho en cuestión “siempre que se emborracha pierde completamente la cabeza y se pone como loco”. De afirmaciones como esta se originó el hecho de que los jueces consideraran como atenuante la alcoholización extrema.

EN DEFENSA DE ALGO ASÍ COMO EL HONOR

Se diría que los barrios pobres de México eran como ollas express al borde del estallido y que cualquier rozón era causa suficiente para acabar en un hecho de sangre. La élite porfiriana veía a los pobres como desprovistos de sentido del honor y carentes de dignidad. El ambiente de las pulquerías les parecía despreciable, porque en él se incubaba aquella “locura homicida” de la que hablaba el novelista Gamboa.

Pero en los archivos judiciales hay casos que demuestran que, a su manera, había quienes, careciendo de todo, se esforzaban por defender su honra o su integridad. Por eso, la mayor parte de aquellos ciudadanos, que se ganaban el pan con los oficios más humildes, iban armados. No tenían dinero para procurarse un arma de fuego, pero todos o casi todos, incluidas las mujeres, cargaban “puntas”, “fierros”, puñales, cuchillos o navajas. De ahí nació un verbo famoso: “charrasquear”, que equivalía a dejar a alguien marcado en la cara, con un tajo brutal de navaja.

Los pleitos acababan con uno o dos lesionados, invariablemente, y los heridos eran enviados al viejo Hospital Juárez, del barrio de San Pablo, a ser atendidos. Ahí permanecían retenidos, los que la libraban, hasta que el juez determinara que podían marcharse. El asunto era complejo, porque había que determinar si ambos habían sido agresores o solamente uno. Tomaba rato distinguir al sospechoso de agresión del que solo era víctima, porque, nuevamente bajo una visión clasista, se trataba de la palabra de uno enfrentada contra la del otro, y los jueces veían con mucha reserva la palabra de “unos cualquiera”.

Y, a pesar de todo, había riñas por honor: muchachos peleando a cuchilladas por una partida de billar mal resuelta, con un muerto por saldo; los hermanos Manuel y Albino García pelearon con Lorenzo Rivas pelearon largamente en 1909: Lorenzo resultó herido en la cara, y al siguiente encuentro, porque eso no se podía quedar así, terminó muerto. En una plazuela de Tepito, Manuel Belmont se enfrentó a navajazos con Francisco Sánchez porque éste lo tildó de homosexual.

¿Era honor? ¿Era defensa de la fama pública? Sí, en cierta forma lo era. A principios de 1906, el Imparcial dio cuenta de un extraño “duelo”: dos mujeres, una de cuarenta años, otra de 60, llegaron a enfrentarse a cuchilladas… por unos pollos. El pleito por la propiedad de las aves tenía rato. Exasperadas, y con unos testigos, las mujeres se fueron a las orillas de la ciudad, por la calzada de La Piedad, y ahí se enfrentaron para resolver el asunto de los pollos de una buena vez. El redactor de El Imparcial se burló de aquellas mujeres que pretendían resolver su pleito de acuerdo con “el código de honor”.

Por chusco que pareciera: el asunto tuvo un fin trágico: una de ellas, la más joven, de nombre Saturnina Elizalde, y que llevaba a un niño de brazos, terminó muerta. Puso a su pequeño junto a un árbol, le bendijo, alegando que, acaso, sería la última vez que lo hiciera. Tuvo razón. ¿Un pleito de borrachera? Para nada. La victimaria de Saturnina estaba perfectamente sobria, lo mismo que la fallecida. Incluso, la asesina declaró que no “sentía” haber cometido un delito al matar a Saturnina, porque ella “también había expuesto su vida” al enfrentarse con otra mujer igualmente armada e igualmente decidida. Según El Imparcial, no había complicaciones en el caso: la culpable sería encarcelada y el hijo de Saturnina crecería sin madre. Detrás de todo eso, acaso, sí estaba algo parecido a la defensa del honor.

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