
¿Y bien….?
El puñado de hojas empezó a salir por debajo de la puerta. Una mano femenina las levantó del suelo. Después, todo fue historia. O quizá se terminaba una y comenzaba otra. Porque después de leer aquel texto, Guadalupe González del Pino abrió ¡por fin! la puerta, y abrazó emocionada al hombre que amaba, el poeta Francisco González Bocanegra. Fue necesaria una buena dosis de presión femenina, pero ahí estaba: la letra con la que el vate participaría en el concurso para darle a México un himno nacional.
“Deseando el E. Señor Presidente que haya un canto verdaderamente patriótico, que adoptado por el Supremo Gobierno sea constantemente el “Himno Nacional”, ha tenido a bien acordar, que por este ministerio se convoque un certamen, ofreciendo un premio, según su mérito, a la mejor composición poética que mejor sirva a este objeto, y que ha de ser calificada por una junta de literatos, nombrada para este caso…. Otro premio se destina, en los mismos términos, a la composición musical para dicho himno, extendiéndose esta convocatoria a los profesores de ese arte…”
Se trataba de que, en 1854, los festejos cívicos patrióticos fueran importantes y memorables: se cumplirían 25 años de la victoria del ejército mexicano sobre la intentona invasora y reconquistadora del español Isidro Barradas. Aquel triunfo, ocurrido el 11 de septiembre de 1829 en Pueblo Viejo, a orillas del río Pánuco. Como las tropas vencedoras estaban encabezadas por Antonio López de Santa Anna y Manuel Mier y Terán, a partir de aquel día, Santa Anna fue conocido como “el héroe de Tampico”, “el héroe del Pánuco” o “el campeón de Zempoala”. Pues bien: el héroe del Pánuco no estaba dispuesto a que tal aniversario pasara inadvertido. Hoy, es muy probable que muchos mexicanos no hayan oído hablar de la derrota de Barradas, pero en 1853 era un asunto muy importante. Era un sucesos que, un cuarto de siglo después de haber ocurrido seguía llenando de orgullo a los mexicanos, que, por otro lado, tenían aún la dolorosa cicatriz de la invasión estadunidense, ocurrida apenas seis años atrás.
En esas condiciones aparecía la convocatoria del gobierno santannista, y alborotaría al mundo artístico y literario.
Pero “Los Cangrejos” estaba destinada a tener un destino de gloria y carcajadas en otros campos de batalla. El certamen atrajo a otro tipo de personalidades, con menos ganas de molestar al presidente.
Fueron 25 los poetas, 24 varones y una mujer, los que enviaron a la oficina de Miguel Lerdo de Tejada sus creaciones. El jurado estaba compuesto por tres prestigiadísimos escritores consagrados: José Bernardo Couto, José Joaquín Pesado, y Manuel Carpio.
A ellos se les entregó, pasado el plazo fijado de 20 días, a partir de la publicación de la convocatoria. Había de todo entre los aspirantes a la gloria: lo mismo novatos y principiantes que jóvenes valores y algunos ya muy consolidados. La única concursante mujer, Catalina Espinosa de los Monteros, ofrecía como única y sentida credencial para competir, su condición de patriota e hija de un teniente coronel de caballería.
Otros de los poetas, conscientes de que también era buena cosa quedar bien con el presidente, agregaron epígrafes de dedicatoria a Santa Anna, y algún exaltado afirmaba que, si a él le tocaban los laureles del triunfo, sería muy feliz de que se los colocara “la heroica espada del héroe de Tampico y Veracruz”.
Pero ninguno de ellos ganó. El vencedor era un hombre de treinta años, potosino, que era poeta, asistente y partícipe en la famosa Academia de Letrán, y que era sobrino de un ex presidente, José María Bocanegra. Y si bien el poeta laureado no carecía de talento, al parecer no tenía muchas intenciones de entrar al concurso.
Pero, entonces, ¿qué lo impulsó a crear la que se convertiría en la letra del himno nacional mexicano?
Podría argumentarse que fue el toque mágico de las musas… pero siendo más terrenales y objetivos, no fue un toque, sino un empujón más o menos fuerte, propinado por una mujer que, ciertamente era la musa del caballero en cuestión, que respondía por Francisco González Bocanegra. Pero se trataba de una musa de carácter firme, que no vaciló en emplear ciertos recursos persuasivos para echar a andar la creatividad de aquel hombre. De hecho, lo encerró con llave en una habitación.
Por esos días, la tía Mariana había contraído matrimonio por segunda vez, con un caballero funcionario público, don Ramón Pacheco, y juntos formaban un hogar apacible y próspero, donde florecía la hija querida, Guadalupe. La familia recibió a Francisco y, entre apapachos y mimos, el joven escritor llevó una vida de lo más regalada.
De Guadalupe cuentan quienes la conocieron que era una joya de muchacha: sencilla, de buenos modales, dulce y afectuosa; un verdadero “ángel del hogar”, al que su padrastro quería como si fuera suya, y al que todos amaban de corazón.
No fue raro, por lo tanto, que Francisco se fascinara con su prima, a quien los testimonios describen como esbelta, de hermosos cabellos, y muy joven. En efecto, era jovencísima: apenas tenía quince años cuando su primo Francisco llegó a casa. Poco a poco nació la simpatía, y de la simpatía la atracción y el enamoramiento. Pero la pareja decidió ser discreta. Francisco no quería que sus tíos, que tan generosamente le habían acogido, sintieran que abusaba de su confianza, y Guadalupe apenas había dejado de ser una niña. Decidieron mantener su romance en secreto, hasta que ella fuera mayor y las circunstancias fueran propicias.
Desde luego, el amor de Guadalupe encendió en la vena poética de Francisco un vendaval de creatividad. Le escribió muchos, muchos poemas. Pero, precisamente en aras de esa discreción que se habían prometido, rebautizó a su musa, que para todos los efectos literarios fue llamada Elisa.
Así pasaron ocho años. Los poemas amorosos de Francisco tenían a Elisa por único objeto, esperando el momento en que pudieran contarle al mundo de su romance:
Ante mí siempre llevando,
la imagen de Elisa bella.
Siempre llorando por ella,
siempre anhelando su amor.
Como buenos enamorados, tuvieron sus disputas y sus rencillas. Incluso, alguna vez rompieron, pues un pretendiente de Guadalupe le fue a contar chismes: Francisco, como poeta romántico, a veces andaba de juerga, a veces coqueteaba con alguna dama de costumbres más liberales. Pero el insidioso se arrepintió en trance de enfermedad mortal y le confesó todo al poeta, quien le sacó una confesión por escrito, que fue suficiente: la pareja se reconcilió.
Fue entonces cuando se dio a conocer la convocatoria para darle a los mexicanos un himno nacional.
Guadalupe se entusiasmó con la convocatoria para el himno nacional, y se lo planteó a Francisco. Él, tímido, se negó. No estaba seguro, no le atraía el oropel de la gloria. No al menos la que significaba triunfar en el concurso.
Pero ella tenía otros planes. Insistió e insistió. Estaba segura de que, si su Francisco enviaba un poema patriótico, él sería el vencedor. Pero él seguía negándose.
Así las cosas, ella decidió: con un pretexto cualquiera, lo llevó a una habitación, de las más apartadas de la casa. Allí, ah, musa tramposa, ya tenía hojas de papel, un tintero bien surtido, plumas en abundancia. Y de repente, ella abandonó la estancia y lo encerró. Francisco, al darse cuenta, forcejeó con la puerta, gritó y se enfadó. Ella le había echado llave, y le comunicó su destino. No saldría de ahí hasta que terminara el poema patriótico que habría de enviar al concurso.
Francisco se dio cuenta, después de un rato de quejas, que no serviría protestar, y que su musa no abriría la puerta hasta que entregara lo que de él se esperaba.
—“¿Y por qué no?”, se habrá preguntado el poeta. ¿Por qué no soñar con la gloria? ¿Por qué no aspirar a crear esas palabras que habrían de acompañar, en adelante, la vida nacional? El hechizo de la musa pícara funcionó. Francisco se sentó a escribir. Así, las palabras empezaron a brotar:
Mexicanos, al grito de guerra,
el acero aprestad y el bridón.
Y retiemble en sus centros la tierra,
al sonoro rugir del cañón…
Y así, lentamente, fueron naciendo el coro y las diez estrofas que componen el himno nacional mexicano. Una vez que terminó, Francisco se paró junto a la puerta. Llamó a Guadalupe. Y cuando la supo al otro lado, deslizó las hojas en las que había escrito.
Vio cómo las hojas eran levantadas. Después, silencio. De pronto, se abrió la puerta, y la astuta musa lo abrazó riendo. Los versos eran espléndidos, Francisco triunfaría. Enviaron el poema al concurso, y juntos, abrazados, esperaron.
Tuvieron un matrimonio, hasta donde se sabe, feliz. A la hija primogénita la llamaron Elisa. Tendrían otras tres. Por Francisco, Guadalupe dejó su afición a la música, y el piano familiar se quedó mudo desde el día en que el poeta, irritado, lo cerró de golpe.
Era inevitable que la efervescencia política afectara a la familia. Francisco era partidario del conservadurismo, y ocupó cargos en los gobiernos con ese ideario. Fue censor de teatros y director del Diario Oficial. Cuando la guerra de Reforma se resolvió con el triunfo liberal, vivió, por temporadas, oculto en un sótano de la casa de su tío, y por las noches salía para ir a ver a su familia. Recién terminada la guerra civil, se desató una epidemia de tifo en la ciudad de México, y Francisco González Bocanegra murió contagiado en 1861.
Falleció el poeta, pero ya era inmortal. La anécdota de cómo, encerrado por Guadalupe, escribió la letra del himno nacional, no suele ser contada en los libros; pertenece al universo de las tradiciones orales de nuestro pasado. Pero leyendo sus versos para la musa traviesa que lo obligó a escribir, este capítulo marginal de la historia, resulta perfectamente verosímil:
De Elisa son mis triunfos y mi gloria,
Suyos también los ecos de mi lira.
Copyright © 2020 La Crónica de Hoy .