
Los titulares de la prensa internacional vuelven a mostrar imágenes dolorosas: redadas masivas de inmigrantes en el sur de California, detenciones arbitrarias y violentas, tensiones raciales encendidas por los discursos de odio y xenofobia. En paralelo, la ciudad de Los Ángeles -emblema de la promesa americana y capital mundial de la interculturalidad- vive una fractura emocional profunda, escindida entre su diversidad cotidiana y las políticas de exclusión que criminalizan a quienes encarnan esa diversidad.
Pero hay otras noticias, menos estridentes y sin duda más edificantes, que nos hablan de otro tipo de historias que corren en paralelo al estropicio que vemos en estos días. No aparecen en los noticiarios, pero se visibilizan en las calles, en las plazas y en los parques públicos de ciudades californianas como San Diego, Santa Mónica o San Francisco. Me refiero al programa itinerante con una selección de esculturas colosales originarias de Oaxaca, que han emprendido un viaje alternativo al de los migrantes: un viaje de ofrenda y no de huida, de imaginación y no de miedo. Se trata del proyecto “Alebrijes y Nahuales”, una iniciativa artística y cultural que recorre los Estados Unidos llevando consigo la potencia creativa de los artesanos mexicanos, su enorme capacidad para ampliar las fronteras de nuestra identidad binacional.
Este proyecto monumental trasciende la categoría de exposición artística. Estamos ante un acto político en el sentido más amplio: una forma de presencia cultural que desplaza el discurso del rechazo por el del reconocimiento. Las piezas—tonas y nahuales de más de tres metros de altura talladas en madera de copal, policromadas con exquisitez, y creadas por maestros artesanos de Oaxaca—han sido instaladas en diversos espacios públicos de algunas ciudades estadounidenses desde los primeros meses de este año, con una energía simbólica que no puede ser ignorada.
Se trata de una suerte de caravana cultural que une las dos naciones por medio del arte y la colaboración entre sus comunidades creativas. El despliegue de estas obras de gran formato ha sido concebido como un viaje amistoso que, más que una simple exposición, describe una travesía simbólica guiada con los instrumentos de la cooperación cultural internacional, y que responde con dosis de buena voluntad a la hostilidad política de nuestros días.
No es la primera vez que estas enormes figuras dialogan con públicos extranjeros. Ya en 2022, una selección fue exhibida en diversas ciudades de Francia y Bélgica, en el marco de una gira europea que incluyó festivales culturales, exposiciones al aire libre y colaboraciones con museos y universidades. Aquella experiencia fue un precedente revelador: el arte popular mexicano tiene una voz poderosa incluso fuera del continente americano. En las plazas de Lyon o Bruselas, las figuras oaxaqueñas fueron admiradas no como rarezas exóticas, sino como expresiones contemporáneas de una identidad mexicana profunda, renovada y en permanente expansión.
La realización de estas piezas de gran formato no sería posible sin el talento y la pericia de un grupo de constructores y técnicos que han logrado adaptar los saberes tradicionales al reto monumental. Un equipo multidisciplinario de artistas, carpinteros, ingenieros y artesanos ha participado en la creación, ensamblaje y transporte de estas esculturas, cuidando cada detalle estructural sin perder la fidelidad al espíritu original de los artesanos oaxaqueños. Su labor va más allá del soporte físico: es una operación estética y logística que traduce el arte popular a escala urbana.
Las tonas, según la tradición zapoteca, son animales protectores asignados al nacer. Los nahuales, por su parte, son seres míticos capaces de transformarse y conectar lo humano con lo animal, lo material con lo espiritual. Ambos conceptos resumen una cosmovisión que no separa a las personas de la naturaleza, ni al arte de la vida cotidiana. Al llevar estas figuras a ciudades estadounidenses, “Alebrijes y Nahuales” no sólo introduce un arte desde el exotismo reduccionista, propone una forma distinta de entender la identidad mexicana, los vínculos comunitarios que a ella se adscriben, y la memoria compartida.
La historia de este movimiento artístico tiene raíces profundas. Pedro Linares, en el Estado México, soñó a mediados del siglo XX con animales imposibles que, al despertar de una grave enfermedad, lo empujaron a crear los primeros alebrijes de cartón. En Oaxaca, artistas como Manuel Jiménez Ramírez e Isidoro Cruz Hernández recogieron ese impulso visionario y lo transformaron en una escuela artística con linaje propio, traducido al lenguaje de la madera. San Antonio Arrazola, San Martín Tilcajete y San Pedro Cajonos se convirtieron en los epicentros de esta estética alucinante, poblada de jaguares alados, coyotes bicéfalos, serpientes con plumajes multicolores.
Lo que hoy vemos en las calles de California es la culminación de décadas de perfeccionamiento artístico, sostenido por la transmisión oral, el trabajo familiar y la memoria de los ancestros. Maestros artesanos como Angélico Jiménez, Efraín Fuentes, María Jiménez Ojeda, Margarito Melchor Santiago o Constantino Blas no solo tallan madera: encarnan un patrimonio vivo que ha sabido reinventarse sin traicionar sus raíces ancestrales. Sus obras cuentan historias que no necesitan subtítulos porque apelan a lo esencial: el asombro, el juego, el sueño y el mito.
Este proyecto tiene otra virtud: muestra que la integración entre México y Estados Unidos no sólo ocurre en el plano económico y comercial, sino también en la esfera cultural. Frente al cerco de alambre y al muro de concreto, “Alebrijes y Nahuales” levanta un puente de imaginación y empatía en el espacio público de las ciudades de Estados Unidos.
Desde hace tiempo he sugerido la noción del Espacio Cultural Norteamericano como parte indispensable del nuevo andamiaje institucional en el marco del TMEC. He insistido en la urgencia de reconocer que, entre México, Estados Unidos y Canadá, ya existe una comunidad cultural en proceso continuo de integración, moldeada por millones de vínculos migratorios, lingüísticos y creativos. Este proyecto es un ejemplo elocuente de lo que ese espacio puede ofrecer: no una homogeneización forzosa, sino una conversación entre diferencias, un diálogo entre orígenes y destinos en apariencia disímbolos, pero al fin y al cabo interconectados.
“Alebrijes y Nahuales” es también un espejo. En un tiempo en que se pretende reducir la mexicanidad a un problema de frontera, estas piezas se elevan al rango de poética pública. Allí están, ocupando el espacio, respirando con sus múltiples bocas, mirando con sus ojos de reptil, águila o jaguar, invocando la posibilidad de otra diplomacia binacional: una que se expresa a través de los ritos ceremoniales y la memoria compartida.
Entre 2025 y 2027 el tour recorrerá diversas ciudades de Estados Unidos: San Francisco (10 de mayo – 22 de junio), Reno (1 – 31 de julio), San José (8 de agosto – 28 de septiembre), y Fresno (del 10 de octubre a noviembre). A partir de 2026 y hasta 2027, las piezas expandirán su presencia hacia el interior del país con paradas previstas –aunque aún por confirmar fechas específicas– en ciudades como Denver, Boston, El Paso, San Antonio, Miami, Houston, Dallas, Austin, Los Ángeles, Chicago, Nueva York y Washington D.C.
Hay que mencionar a uno de los artífices de esta iniciativa: Romain Greco, productor y gestor cultural mexicano de origen francés. Su trayectoria encarna esa condición cosmopolita e intercultural que define al México contemporáneo. Greco ha sido mucho más que un promotor: es un mediador entre mundos, un traductor de símbolos y un ingeniero cultural. Destaco por igual el apoyo que ha brindado al proyecto la maestra Bertha Cea, una de las promotoras con más experiencia en la creación de vínculos culturales entre México y Estados Unidos, y de Carlos Magno Pedro, director del Museo de Artes Populares de Oaxaca. Todos ellos, junto con un enorme equipo de trabajo en ambos países, han logrado sacar adelante un proyecto emblemático. Vale la pena revisar la página web de esta iniciativa: https://www.nahualesfromoaxaca.com.mx/index.html
Frente al estruendo ignominioso de las redadas, la exhibición silenciosa de los alebrijes gigantes podría parecer un gesto menor. Pero en su color y en su misterio, en sus formas improbables y retorcidas, hay una afirmación radical: estamos aquí -parecerían exclamar- no como amenaza, sino como agentes culturales responsbables de la creciente integración y la mutua comprensión entre dos sociedades, de suyo diversas. Y eso, al final, puede ser más transformador que cualquier muro.
En mi caso, conservó el recuerdo de la primera actividad que organicé como agregado cultural de México en China en 2002: una exposición de alebrijes de los hermanos Angélico e Isaías Jiménez en un museo de Pekín. Hace poco me reencontré con ellos en su taller de San Martín Tilcajete, en Oaxaca. Ahí estaba colgada, en una de las paredes de su taller, la foto que nos tomamos con el embajador Sergio Ley el día de la inauguración. Una amistad perdurable.