Opinión

La insoportable pulsión de la censura

Censura

La Primera Enmienda de la Constitución Norteamericana dice, recurriendo a una traducción propia, que: “El Congreso no aprobará ninguna ley con respecto al fundamento de la religión, o prohibiendo el libre ejercicio de la misma; o restringiendo la libertad de expresión, o de prensa; o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente, y a solicitar al Gobierno la reparación de agravios”.

En la tradición constitucional de los Estados Unidos, esta enmienda ha sido interpretada como uno de los pilares fundamentales de su democracia. En ella reside la posibilidad de garantizar el pluralismo político, pero también el conjunto de libertades más básicas y elementales, en tanto que constituyen la fuente primera de nuestra capacidad de participar en la vida pública como sujetos activos, deliberantes, críticos y libres. La democracia, además de una forma de gobierno, es una práctica discursiva; y sin libertad de expresión, esa práctica se vacía de contenido y se convierte en mera simulación.

Por su parte, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, promulgada en 1917, encontró en esa enmienda una de sus principales fuentes de inspiración para la redacción final de los artículos 6º y 7º, los cuales deben ser leídos e interpretados de forma conjunta y sistemática para dimensionar su alcance y carácter garantista de una de las libertades más elementales de los seres humanos: la libertad de decir, de opinar, de escribir, de denunciar, de nombrar lo innombrable.

En efecto, los dos primeros párrafos del artículo 6º establecen, textualmente, que: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público; el derecho de réplica será ejercido en los términos dispuestos por la ley…”

Asimismo, el artículo 7º dice: “Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio. No se puede restringir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones…”

Es interesante observar que el artículo 5º de la Constitución garantiza, en general, el derecho y la libertad de trabajar en cualquier actividad lícita; sin embargo, si se pone atención a los contenidos citados, puede observarse que el Estado mexicano, al igual que el estadounidense, decidió que había una profesión específica a ser protegida por su valor estratégico en el sostenimiento del orden democrático: el periodismo. Y esa es quizá una de las líneas interpretativas más importantes del texto constitucional. Su defensa debe ser permanente, en tanto que constituye una condición de posibilidad para el debate público y la crítica al poder.

La libertad de expresión es una prerrogativa inherente a la dignidad humana. Quienes ejercen el poder deben resistir la tentación autoritaria de silenciar a quienes no piensan igual. Sin embargo, de manera lamentable, en las últimas décadas se han dado varios intentos de legisladoras y legisladores de todos los partidos, que haciendo gala de una “piel demasiado sensible a la crítica”, han buscado establecer mecanismos de censura.

Peor aún: ahora, en varios gobiernos de Morena, se ha llegado demasiado lejos. No solo se tolera la censura: se normaliza. No solo se hostiga a periodistas: se les desacredita sistemáticamente desde la tribuna y los recursos públicos, recurriendo a la inquisición judicial y a linchamientos mediáticos financiados con recursos públicos.

Lo que ha ocurrido en Campeche, Puebla y Sonora, por citar solo algunos ejemplos recientes, así como la humillación pública del presidente del Senado a un ciudadano que le increpó públicamente, constituyen actos reprobables de represión y autoritarismo, llegado al exceso de utilizar mecanismos expresamente prohibidos por el artículo 7º constitucional. El uso de vías indirectas para coartar la libre expresión es tanto inconstitucional como profundamente inmoral.

El argumento, históricamente enarbolado por la izquierda respecto de que ante el poder son preferibles los excesos verbales y retóricos que la represión, ha sido arrojado a las cañerías. Lo que vemos hoy es una transformación de los principios en herramientas de control. En lugar de una izquierda libertaria y autocrítica, tenemos administraciones y personas legisladoras obsesionadas con el pensamiento único, confundiendo el disenso con “traición”, y la crítica con “golpismo”.

La intolerancia hacia la libertad de expresión es una forma de imponer el miedo. Y como bien lo señalaron pensadores como Berlin y Arendt, el miedo es uno de los motores esenciales del autoritarismo. En sociedades democráticas, el disenso es tanto legítimo como necesario y deseable. Porque es a través de la confrontación de ideas y de la posibilidad de hablar sin temor, como una sociedad puede pensarse a sí misma, corregirse, reinventarse.

Negar esa posibilidad implica negar la democracia. No basta con tener elecciones libres si los ciudadanos no pueden hablar sin represalias. No basta con proclamar la soberanía popular si desde el poder se castiga a quien no le aplaude.

México se encuentra en una encrucijada: podemos permitir que la pulsión de la censura se imponga como método de gobierno; o podemos, desde todos los espacios, defender el derecho constitucional a disentir. Porque lo que está en juego es la libertad de todas y todos.

Investigador del PUED-UNAM

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