Los últimos días se han caracterizado por una frenética urgencia legislativa y un desaseo en los procedimientos parlamentarios. Con los votos del oficialismo y de una parte de la oposición, próximamente se estará votando en el Congreso de la Unión un paquete de leyes que incrementarán el dominio del gobierno sobre la sociedad. Entre ellas la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la Ley del Sistema Nacional de Investigación e Inteligencia en Materia de Seguridad Pública, e incluso, la nueva Ley de Telecomunicaciones. Cuestionadas fuertemente por la sociedad civil, dichas normatividades buscan imponer nuevos controles y censuras sobre la población, además de que promueven un modelo de vigilancia masiva sin controles judiciales. Surge así, el Estado de Vigilancia donde el gobierno mantendrá un control sistemático y continuo sobre los ciudadanos.
Un sueño largamente acariciado por el poder político de todos los tiempos, ha sido el de conocer a fondo lo que hacen y piensan sus gobernados. La vigilancia de masas se basa en técnicas totalitarias del pasado que los gobiernos combinan con las tecnologías futuristas, para reforzar su control sobre el territorio y la sociedad. Se trata de una estrategia dirigida a restringir las libertades individuales por medio de la tecnología. México se une así a los diferentes regímenes no democráticos que alrededor del mundo, obligan a las democracias contemporáneas a confrontarse con el creciente poder de la vigilancia digital y con las nuevas problemáticas derivadas de la relación entre información confiable, seguridad pública y libertades individuales. A la vigilancia física ahora se agrega la vigilancia biométrica y predictiva.
En la historia, el control social se asocia con la recolección de informaciones personales. Recordemos que la vigilancia de Estado existe desde siempre. Antropólogos, sociólogos e historiadores sostienen que cerca del año 3,800 antes de nuestra era, los reyes de Babilonia ya contaban con una forma embrionaria de recolección masiva de datos, usando las tablas cuneiformes con las cuales mantenían una contabilidad regular de las personas y el ganado. También los antiguos egipcios, romanos y persas llevaron a cabo la misma acumulación de datos efectuando conteos periódicos sobre la población, que con el tiempo fueron cada vez más detallados y precisos, pues servían para hacer “legibles” a las sociedades.
Para todo Estado, lograr analizar y entender a su propio pueblo, además de conocer certeramente donde vive cada uno, cuantas personas integran su familia, qué cosas posee, cuáles son los ingresos personales, a quienes frecuenta o qué cosa piensa, es crucial para acciones fundamentales de gobierno como imponer impuestos, alistar en el ejército, distribuir alimentos o anticipar rebeliones. La vigilancia de Estado y la recolección masiva de datos se desarrolla en concordancia con el progreso de las
tecnologías. La llegada de la fotografía en la primera mitad del siglo XIX, revolucionó la capacidad de identificación de los individuos. Posteriormente, las interceptaciones telefónicas permitieron a las policías escuchar conversaciones privadas. En el siglo XXI, las computadoras, internet y la inteligencia artificial proporcionan instrumentos de vigilancia cada vez más novedosos, poderosos y masivos, facilitando los abusos del poder.
El debate actual en torno a la vigilancia de Estado se concentra en los límites que deberían tener en una democracia. Sobre todo, frente a la discusión sobre cuál es el punto de equilibrio entre las libertades civiles de un individuo como su derecho a la privacidad, y los intereses sociales como la seguridad pública. También se cuestiona la autocensura que limitará lo que dicen y hacen los ciudadanos por miedo a la vigilancia. Sin embargo, la discusión más relevante se focaliza en los objetivos políticos de un gobierno que tiene el máximo acceso a los datos privados de sus gobernados. Tales estrategias impactarán en la libertad de expresión y harán crecer la criminalización de la disidencia.