
Cómo no pudimos ser el país de las maravillas nos hemos ido convirtiendo paso a paso en el país de las paradojas y la incongruencia.
A pesar de haber transitado del analfabetismo fundacional (los exaltados pueblos originarios fueron ágrafos en su totalidad), a la alfabetización clerical y el analfabetismo funcional de tantos siglos (4 de cada 100 hombres de 15 años y más no sabían leer ni escribir un recado --Inegi. 2020--. En el caso de las mujeres, la cifra fue 5 de cada 100) los políticos tienen la manía de escribir libros casi siempre ilegibles plagados de mentiras y fantochadas.
Si la Revolución Mexicana tuvo como antecededente el hoy casi olvidado tomo de don Francisco Madero, “La sucesión presidencial”, tampoco se debería olvidar el volumen obregonista de sus “Ocho mil kilómetros en campaña”, una obra jactanciosa cuyo inicio arranca con su frustrado suicidio y prosigue con el aburrido y pedregoso relato de sus hazañas militares.
Miguel Alemán Valdez nos regaló un mamotreto enorme con la historia verdadera del petróleo en México. Un libro para especialistas o historiadores quienes a su vez lo han usado para fundamentar otros libros.
México mismo tiene como acta de nacimiento la crónica de Bernal Díaz del Castillo quien nos dijo cómo fue aquello por lo cual hoy todavía discutimos entre víctimas y asesinos; vencedores y vencidos; mestizos, criollos, negros, cambujos, saltapatrás y residuos de los pueblos originarios.
Si un libro es apenas una mitad pues sin los lectores no se completa la comunicación, la política mexicana le ha dado valor al hecho mismo de publicar sin importancia en lo público sino lo privado.
Umberto Eco en sus tesis morales, define con exactitud y vehemencia la naturaleza de los medios de comunicación (el libro es uno de ellos: son altavoces mediante los cuales los grupos de poder se lanzan mensajes por del público quien es un mero espectador de los mensajes cruzados y a veces cifrados.
Pero de un tiempo a acá se han puesto de moda los libros de personajes del partido oficial. Hasta Scherer. Jr se mandó a hacer uno.
El primero de esos rollos encuadernados, por orden de edición, es un diario de campaña. No a la manera de Obregón sino un relato casi cronológico de los días de la campaña presidencial compartida titulado “Diario de una transición histórica” encuadrado en los terrenos de la justificación para explicar el recorrido nacional del brazo del entonces todavía presidente de la República convertido en promotor, presentador y protector de una figura política emergente con poco relieve nacional en aquel tiempo.
Toda su carrera y su vida eran capitalinas, mientras López conoce el país tanto como Antonio García Cubas, el gran cartógrafo mexicano. O más.
Muchos vieron en aquel recorrido sometido a una agenda ajena, una forma simbólica (lo explícito es por sí mismo un símbolo) de la dominación política. La autora del libro lo miró de forma distinta. “es un reconocimiento a quien transformó la vida pública de México… un líder que, con inteligencia, amor y compromiso con la gente, supo encabezar el rumbo de un pueblo decidido a cambiar su destino…”
Obviamente el libro --más que un diario es un recordatorio protector--, estaba escrito para confirmar lo indisoluble de una herencia en vida del poderoso moreno. Un ensayo sobre la no reconocida dualidad del poder: yo lo tengo; tú lo gestionas.
Hoy, ese “líder que, con inteligencia, amor y compromiso con la gente, supo encabezar el rumbo de un pueblo decidido a cambiar su destino…” anuncia a través de las redes sociales, el vigésimo segundo libro de su fecundo magín.
Como Bernardo de Balbuena con su Grandeza Mexicana (una fantasía lírica) o Salvador Novo, con su Nueva Grandeza Mexicana (un librito por encargo uruchurtiano), le adjudica a la enormidad condiciones apabullantes.
No es la “grandeur” napoleónica; es la grandeza macuspana, una interpretación falaz y rústica de cosas fuera de su delgado barniz cultural. Lo analizaremos.
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