Opinión

Tecnología, poder político y descarte social

Inteligencia Artificial

La competencia mundial por el dominio de la producción tecnológica puede ser interpretada como el núcleo central de la reconfiguración del poder político, económico y militar en el siglo XXI. Pareciera que la tecnología está transitando, de ser un mero mecanismo instrumental para convertirse en la infraestructura ontológica del orden social: aquello que define qué es posible, qué es visible, qué es gobernable. Quien controla la capacidad de producir, escalar y monopolizar tecnologías estratégicas -semiconductores, plataformas digitales, sistemas de inteligencia artificial, redes satelitales- controla no solo mercados, sino imaginarios, temporalidades y formas de vida. En este sentido, la tecnología no solo acompaña al poder: es una de sus formas contemporáneas.

La carrera por el dominio de la inteligencia artificial revela con especial nitidez esta mutación. Se trata, en primer lugar, de algoritmos más eficientes y de plataformas de almacenamiento y procesamiento de informaciones; y en segundo, de una nueva arquitectura planetaria de cálculo y organización. Así, la expansión hacia el espacio exterior cercano y la colonización de la estratósfera como emplazamiento potencial de mega centros de datos, alimentados por energía solar prácticamente inagotable y beneficiados por condiciones naturales de enfriamiento, anticipan una fase inédita del capitalismo tecnológico; el planeta mismo es integrado como insumo productivo. La técnica no se limita a transformar la naturaleza: la subsume como plataforma permanente de extracción de valor.

Este proceso puede leerse como una intensificación extrema de la racionalidad instrumental que denunciaron Horkheimer y Adorno, pero ahora amplificada por sistemas autónomos de decisión y optimización. La inteligencia artificial no es neutral en su origen y proyección futura: cristaliza relaciones de poder, reproduce asimetrías históricas y consolida nuevas formas de dominación bajo la apariencia de eficiencia. Las desigualdades planetarias no solo persisten, sino que se reordenan en capas más profundas. Mientras un reducido número de corporaciones y Estados concentra la capacidad de cómputo, los datos y el talento altamente especializado, vastas regiones del mundo quedan relegadas a la condición de proveedoras de materias primas, mano de obra precarizada o simples fuentes de datos sin soberanía alguna.

Esta dinámica favorece una concentración de poder sin precedentes en manos de los ultra ricos y sus alianzas con las superpotencias tecnológicas. La figura del empresario visionario, celebrada como héroe de la innovación, encubre una realidad más inquietante: la fusión entre capital, infraestructura crítica y capacidad normativa. Cuando las plataformas privadas definen las reglas de comunicación, trabajo, consumo y acceso al conocimiento, la frontera entre lo público y lo privado se disuelve peligrosamente. El poder ya no necesita imponerse de manera explícita; opera de forma algorítmica, modulando comportamientos, anticipando deseos y administrando riesgos sociales.

En el ámbito del empleo, los cambios son igualmente radicales. Emergen nuevas carreras profesionales -ingeniería de modelos de lenguaje, arquitectura de datos, ética algorítmica, gobernanza de sistemas autónomos- mientras otras desaparecen o se vacían de contenido. Oficios administrativos, tareas de análisis rutinario, producción cultural estandarizada y amplios segmentos del trabajo cognitivo-medio se ven desplazados por sistemas automatizados. Sin duda, estamos ante mucho más que un proceso de sustitución tecnológica, pues lo que se configura es una reestructuración del valor del trabajo humano. Aquello que no puede ser traducido a código corre el riesgo de ser considerado improductivo o residual.

La economía global, en consecuencia, se encamina hacia una polarización extrema. Por un lado, una élite altamente calificada y bien remunerada, integrada a los circuitos de la economía digital avanzada; por otro, masas crecientes de personas expulsadas del empleo estable, atrapadas en economías informales, plataformas de microtareas o sistemas de asistencia mínima. El espectro del desempleo masivo y del “descarte social” parece convertirse en una posibilidad estructural. La pregunta no es entonces si la tecnología destruirá empleos, sino si las sociedades serán capaces de redistribuir el tiempo, el ingreso y el reconocimiento más allá del trabajo asalariado tradicional.

Ante este escenario, los sistemas políticos existentes muestran límites evidentes. El neoliberalismo carece de herramientas para contener una concentración de poder que él mismo ha promovido. Los autoritarismos tecnocráticos ofrecen eficiencia sin justicia, control sin emancipación. La socialdemocracia, por su parte, enfrenta el desafío de reinventarse en un contexto en el que el capital es global, móvil y algorítmico, mientras los derechos siguen anclados a Estados nacionales debilitados. Sin embargo, es precisamente en esta tradición donde pueden encontrarse elementos para una respuesta: regulación robusta de la tecnología, fiscalidad progresiva sobre el capital digital, garantías universales de ingreso, educación crítica permanente y una redefinición del trabajo como actividad socialmente valiosa más allá del mercado.

La cuestión de fondo es ética y política. ¿Puede la humanidad aceptar un futuro en el que millones de personas sean consideradas excedentes sistémicos? ¿Cómo poner freno efectivo a la codicia privada en nombre de la dignidad humana y los derechos fundamentales? Una teoría crítica contemporánea debe insistir en que la tecnología no es destino, sino campo de disputa. La inteligencia artificial puede profundizar la dominación o abrir posibilidades inéditas de cooperación, reducción del trabajo alienado y ampliación del tiempo libre. Todo depende de quién decide, con qué fines y bajo qué principios normativos.

El futuro no está escrito en el código de los algoritmos, sino en la capacidad colectiva de someter la técnica a la razón crítica y a la justicia social. Sin esa mediación política y ética, la promesa de progreso corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de barbarie, sofisticada, silenciosa y profundamente desigual.

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Investigador del PUED-UNAM

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