Opinión

Andrés Ordóñez: el mito y el desencanto cubano (segunda y última parte)

Imaginemos la escena. Es la noche del 31 de diciembre de 1970 en la capital mexicana. En la famosa residencia de Carlos Fuentes se encuentran reunidos un grupo notable de escritores mexicanos y latinoamericanos -y otros tantos representantes de la farándula cultural chilanga- para darle la bienvenida al año nuevo en un país que recién ha dejado atrás la pesadilla autoritaria de Díaz Ordaz. Del nuevo presidente (“Echeverría o el fascismo”, Fuentes dix.it.) se espera al menos moderación y acaso un leve giro a la izquierda. Pero sobre todo las esperanzas de un tránsito pacífico al socialismo al sur del continente las representa desde el 3 de noviembre Salvador Allende en Chile. Hay pues motivos para celebrar en la región más transparente de la intelectualidad latinoamericana, cuya capital se ubica en ese preciso momento no en La Habana, sino en una casona del barrio de San Jerónimo de la ciudad de México.

Elena Garro bailando un mambo con García Márquez, el propio Fuentes de impecable traje negro y cigarro en la boca ensayando unos pasos de twist

Fiestas memorables en casa de Fuentes y Rita Macedo.

Queda registro gráfico de aquellas fiestas memorables en casa de Fuentes y Rita Macedo. (Elena Garro bailando un mambo con García Márquez, el propio Fuentes de impecable traje negro y cigarro en la boca ensayando unos pasos de twist). Entre los asistentes a la fiesta se encuentra el escritor y diplomático chileno Jorge Edwards, de paso por México y quien desde hace poco reside en La Habana como encargado de negocios de la Embajada chilena.

Al calor de la fiesta, ya con unos tragos encima, Edwards le cuenta sus cuitas diplomáticas al anfitrión y a un pequeño círculo variopinto de intelectuales que le escuchan atentos. Confiesa estar preocupado por la creciente intromisión de Cuba en el nuevo gobierno de la Unidad Popular -hasta las guaruras de Salvador Allende son cubanos, les comenta-, de paso expresa sus reparos hacia el nuevo presidente chileno -a quien considera mucho menos talentoso que Eduardo Frei- y de idiota no lo baja. Se sigue derecho, y también les cuenta de sus encuentros con algunos escritores cubanos -cada vez más críticos del régimen de Castro, más desencantados por las promesas rotas de la Revolución y más acosados por la seguridad del Estado- muy especialmente del joven y talentoso poeta Heberto Padilla, quien se le acercó apenas llegó a Cuba para ponerlo al tanto de esta situación. Fuentes, jaibol en mano, remata la charla con uno de esos desplantes verbales muy propios de su ingenio: se refiere a Castro como “el bongosero de la historia” y todos -o casi todos- celebran a carcajadas la ocurrencia.

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Nunca hubiéramos conocido los detalles de aquella conversación si no fuera porque entre los que la escuchaban se encontraba un profesor universitario, buen amigo del anfitrión, tomando puntual registro de aquellas infidencias con el micrófono y la grabadora ocultas en la bolsa del saco. No sabemos el nombre de aquel catedrático mexicano al servicio de los sistemas de espionaje cubanos. Lo que sí sabemos es que poco después aquellas grabaciones le fueron reproducidas a Heberto Padilla durante los arduos interrogatorios que le hicieran los agentes de la policía política de Castro, para forzarlo a confesar sus errores en las semanas que estuvo bajo arresto en los cuarteles de la seguridad del Estado. Sabemos también que esas grabaciones fueron clave para declarar non grato al diplomático chileno -tras sólo tres meses estancia en La Habana- y expulsarlo del país.

La detención de Heberto Padilla en marzo de 1971, así como el acto público de confesión contrarrevolucionaria y arrepentimiento al que poco después le forzaron -una reedición tropical del terror estalinista- representa acaso el fin de la larga luna de miel que la Revolución Cubana sostuvo con buena parte -no todos- de los más influyentes intelectuales latinoamericanos, estadounidenses y europeos.

De ahí en adelante, como lo sostiene Andrés Ordoñez, se impuso en Cuba “la visión marxista-leninista anclada en el conservadurismo socialista. (…) La renuncia a la diversidad y al análisis crítico amenazó con reducir la cultura como arma de la Revolución a la dimensión de una mera pistola de propaganda”. A partir del caso Padilla, nos dice, “la poderosa estructura de la cultura cubana habría de sufrir un duro golpe y la intolerancia ideológica determinaría la marginación de numerosos creadores e intelectuales, ya fuera por sus reticencias estéticas al canon del realismo socialista, por sus preferencias sexuales, por sus convicciones religiosas, o por las tres cosas”.

Una vez que se supo de la detención de Padilla un grupo muy amplio de intelectuales de varios países suscribió una carta a Fidel Castro llamándolo a reconsiderar. Escrita en un tono que aún simpatiza en mucho “con los principios y objetivos de la Revolución Cubana”, a nombre de “las fuerzas antimperialistas del mundo entero” para quienes “la revolución cubana representa un símbolo y un estandarte”, extrañaría en la actualidad ver entre los firmantes -como de hecho ocurrió- a Octavio Paz y a Mario Vargas Llosa. Firman también Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Ítalo Calvino, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Jean Paul Sartre, Hans Magnus Enzensberger, Alberto Moravia y Juan Goytisolo, entre otros.

Tras el humillante acto de contrición de Padilla, una segunda carta firmada casi por todos los mismos de la anterior endureció el tono condenatorio y a ella se sumaron los mexicanos Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Fernando Benítez, José Agustín, Juan Rulfo y José Revueltas, además de Susan Sontag y Pier Paolo Pasolini.

Este recuento, no menos anecdótico que histórico, aparece ampliamente documentado en el capítulo IV del libro de Andrés Ordóñez “El mito y el desencanto. Literatura y poder en la Cuba Revolucionaria” (Ariel, 2022), cuya lectura recomendados ampliamente en ésta y la pasada entrega.