
El arriero que le dijo a José Alfredo Jiménez que su destino era "rodar y rodar" debió haber sido un hombre sabio, de pocas palabras, tal vez un tanto misterioso y, en mi versión particular, esquivo. Muchas tardes, al escuchar la tonada desde el refugio siempre seguro de una cantina, he tratado de imaginar ese encuentro; lo hago con tal realismo que puedo incluso ver la escena, recrearla, animarla en el fondo de mi quinto caballito de tequila. De repente padezco los vapores del camino y escucho los aullidos rulfianos de la ventolera al rajarse como una capa de agua con las espinas de los nopales: entre embudos de polvo, el viento descamisado silba una melodía. El remolino de las notas cantarinas debió dar tirabuzones en la memoria del compositor, hasta hallar salida en una de las partituras mejor sufridas del cancionero mexicano. Ese tropiezo cambió el rumbo de José Alfredo. De seguro, pienso, el músico ya no llegó a tiempo a donde iba y, atrincherado en algún oscuro cuarto de hotel, se sacó el diablo del cuerpo como pudo: canturreando bajo la ducha, quizás. El exorcismo de la creación deja cierto desasosiego en las tripas. La enseñanza de aquel humilde arriero nos sirve a todos: a la vida no hay Dios que la pare. De lo que se trata es de rodar. Y rodar hacia adelante.
Cuando un amigo de muchos años (arriero en el camino) me invitó a escribir una columna semanal para el diario La Crónica, yo estaba escuchando en el radio la canción de José Alfredo, tequila en mano, y entendí o quise entender la coincidencia como una señal. Por esas extrañas asociaciones de ideas, a veces arbitrarias, el verbo rodar me condujo hasta el sustantivo círculo y pensé de inmediato en el mecanismo de las ruedas dentadas, ese recurso maravilloso que pone en marcha casi todo en este mundo, desde el reloj de la Catedral de México, por ejemplo, hasta el sincopado carrusel de los planetas. A semejanza de las rueditas de un cronómetro, donde los segundos se articulan en minutos y los minutos en horas y las horas en la mera eternidad, me gusta suponer que los acontecimientos también se ensamblan unos con otros. Algo tendrá que ver el aburrido empate a un gol del América y los Pumas con la travesía del robot estadunidense Spirit por la corteza marciana (a unos cien millones de kilómetros del estadio azteca), y esa aventura cósmica está relacionada, de alguna salvaje manera, con el hambre que invade el continente africano, y las carencias de los inocentes con la soberbia de los banqueros y la insensibilidad de los voraces con los bombazos que estremecen sin descanso las primeras planas de los periódicos: el domingo que empataron los Pumas y las Águilas, en un partido sin gloria, murieron veinticinco personas en Bagdad –casi en la antípoda de la portería americanista. De esos vasos comunicantes, pretendo hablar en esta columna –si los amables lectores lo permiten, de este martes en siete: no hay que llegar primero, hay que saber llegar.
En un rapto de absoluta irresponsabilidad, acepté de bote pronto la oferta de mi viejo amigo. Desde que tuve la dicha, el privilegio, el honor, de recibir la carta de naturalización que hizo de este habanero errante un mexicano de ley, con voz y voto (por primera vez en medio siglo de andanzas y tardanzas), he deseado escribir sobre mi nuevo país con la misma pasión que lo hice y aún hago al evocar mi islita distante –una posesión de la memoria cada día, cada tarde, cada noche, cada amanecer se transparenta en las nieblas del exilio, como esos sueños recurrentes que poco a poco se van desdibujando y a duras penas uno consigue revivir, al despertar de un salto, como si hubiera escuchado en alguna parte una sirena. La invitación me brinda esa oportunidad. Y no la dejaré pasar de largo, convencido de que la suerte no toca con mucha frecuencia a la puerta del corazón. Mis setecientas palabras semanales serán un mínimo tributo a esta tierra que he llegado a querer como mía, esta ciudad mágica y enloquecida, en verdad rodante, donde mi hija aprendió a leer y a escribir, allá en una escuelita de Tlalpan, la "Erminio Almendros", santuario de la bondad, la inteligencia y la pasión (hoy, mi niña es una muchacha que estudia en la UNAM y se incomoda, colérica y hermosa, ante cada injusticia de la vida); este México adorable que agasajó a mi padre, el poeta Eliseo Diego, al agradecerle su humana poesía: papá moriría aquí, misión cumplida (dentro de treinta y nueve días, hará ya diez años), en una amorosa calle llamada Amores. Gracias por dejarme hablar, México mío.
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