Cultura

“El libro de los dioses”, de Bernardo Esquinca

Fragmento cortesía de editorial Almadía

El libro de los dioses
El libro de Bernardo Esquinca. El libro de Bernardo Esquinca. (La Crónica de Hoy)

Para Pía: Hija, duerme tranquila, que papá sueña las pesadillas por ti.

It is a fearful thing to fall into the hands of the living God.

ROBERT W. CHAMBERS

LIBRO PRIMERO

LAS FORMAS DE LOS DIOSES

Siempre nos parecemos a los dioses que adoramos.

MARIANA ENRÍQUEZ

LOS DURMIENTES

El inspector Morgan se abrochó los botones de su abrigo, y luego se sostuvo el sombrero mientras caminaba por la playa hasta la orilla del mar. Soplaba un viento frío, tenaz, que arrastraba basura sobre la arena. Lo primero que llamó su atención fue lo diminutas que se veían las personas al lado de aquella mole gris. Comenzaba a amanecer, pero ya había varios curiosos rondando el espacio demarcado con cinta amarilla. Las gaviotas también se hacían presentes, volando en círculos a la espera de llevarse algún pedazo del botín.

Cuando llegó al lugar lo recibió una bocanada de carne putrefacta. Su trabajo lo enfrentaba cotidianamente al olor de cuerpos en descomposición, pero nunca había tenido que lidiar con algo semejante. De hecho, no comprendía por qué se le involucraba en este caso, y fue lo primero que le reclamó a Logan, el jefe de la Guardia Costera.

–¿Para qué me quieres? –preguntó Morgan, mientras pasaba por debajo de la cinta–. Compra explosivos, y verás que te deshaces del problema en segundos.

Logan le tendió una mano; el inspector ignoró el gesto, en parte por el frío, en parte por mostrar su molestia.

–En esta ocasión no aplicaremos el protocolo de sanidad –respondió el jefe de la Guardia Costera–. No hasta que aclaremos el caso de vandalismo.

–¿Vandalismo? –preguntó Morgan, incrédulo–. ¿Me estás diciendo que alguien mató y arrastró a…?

Logan se hizo a un lado, y señaló con la mano el costado de la ballena. El inspector enmudeció.

Sobre la piel agrietada alguien había trazado una serie de extraños símbolos.

Era un cachalote de gran tamaño. Su costado izquierdo presentaba surcos realizados con un objeto punzocortante. Morgan desvió la mirada de la piel, la depositó sobre la boca abierta del animal, y contempló la hilera de dientes afilados. La situación era anormal; el inspector se sentía ajeno, vulnerable. Como pez fuera del agua, reflexionó con ironía.

El asistente de Logan se acercó con un termo lleno de café. Morgan agradeció el gesto. Tal vez la bebida le ayudara a organizar sus pensamientos.

–Sé que todo esto te ha de parecer absurdo –Logan rompió el silencio–. ¿Qué importancia puede tener una ballena muerta como para llamar a la policía? Te lo voy a explicar: si unos vándalos fueron capaces de marcar a ese pobre animal como ganado, no los quiero merodeando por aquí.

–Y yo tengo que encontrarlos…

–Mi territorio es el mar. En tierra mandas tú.

Morgan dio un sorbo al café, se dio tiempo de paladearlo y sentir su efecto estimulante sobre el cuerpo.

–Es una travesura –dijo–. Una broma de alguna pandilla de adolescentes. ¿Qué haré cuando los atrape? ¿Darles nalgadas?

Logan se acercó al costado de la ballena. Señaló hacia las marcas, como si fuera un maestro frente al pizarrón.

–Esto no tiene ninguna gracia –dijo, indignado–. Es siniestro. Hay que atrapar a los responsables, y darles una lección.

Morgan no quería saber de ballenas. Y odiaba la playa. Miró sus zapatos repletos de arena. Quería largarse de ahí cuanto antes.

–¿Y a quién interrogamos? ¿A las gaviotas?

Logan iba a reñir al inspector, pero se contuvo. La respuesta había llegado antes de lo previsto: su asistente traía consigo a Magallanes, el pescador más antiguo de la zona.

–Cuéntenos –pidió Logan, dirigiéndose al viejo–. ¿Vio algo?

El anciano asintió. Su barba blanca contrastaba con su piel tostada.

–Estaba poniendo las redes cuando el animal encalló –dijo, con voz cansada–. Se detuvo a unos metros de mí.

–¿Quién le hizo esas marcas? –intervino Morgan, con tono inquisitivo–. ¿Usted?

El viejo le lanzó una mirada compasiva. A lo largo de su vida había visto –y oído– suficiente. Parecía estar de regreso de todo, igual que los restos de un naufragio.

–No –respondió–. Nadie lo hizo.

–¿Es una broma? –exclamó Morgan, impaciente.

Logan puso una mano sobre el hombro de Magallanes.

–Explíquese, por favor.

El viejo pescador miró por encima de ellos, como si buscara algo mar adentro.

–Yo la vi encallar –dijo, mientras la voz se le quebraba–. La ballena ya estaba marcada cuando salió del mar.

Una hora después llegó Gama, el perito forense. Morgan no creía en el testimonio del viejo. Y aunque eso le implicara pasar más tiempo en la playa, mandó llamar al perito. El número de curiosos era considerable; también había reporteros y fotógrafos. A Morgan le gustaba darse importancia, así que los mantenía a raya sin responder a sus preguntas.

Mientras Gama revisaba las heridas del animal, el asistente de Logan llegó con una segunda ronda de café. El sol ya había salido por completo, y comenzaba a calentar la arena.

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