
- Primero fue la ropa. Luego, las abdominales
Hubo un tiempo en que vestirse era protegerse del frío o de la mirada. Hoy, vestirse es ceder: adaptarse a un código que no escribiste. El pantalón de mezclilla ajustado, el saco entallado, el vestido que marca cintura, aunque no haya ganas. Vestirse ya no es cubrir el cuerpo: es construir uno nuevo sobre el propio, uno más soportable para el ojo ajeno.
Pero la ropa tiene límites. Se quita. Se cambia. Se guarda en el clóset. El ejercicio, en cambio, es el nuevo uniforme permanente. No se nota solo cuando lo usas, sino cuando no lo usas. El cuerpo “trabajado” es ahora el abrigo aceptable; el sudor, la forma de pertenecer; la masa muscular, el pasaporte. El gimnasio ha sustituido al espejo y el músculo al traje.
No importa si te gusta correr, cargar o nadar. Lo importante es que se note que lo hiciste. Que sudaste. Que te duele todo. Que te ganaste la cena. Porque un cuerpo que no hace ejercicio, en esta era, es un cuerpo sospechoso. No está suficientemente comprometido con su forma. No ha entendido el nuevo contrato social: verte mejor… para valer más.
EL ENTRENAMIENTO COMO ETIQUETA INVISIBLE
No hace falta decirlo. Lo insinúa el torso marcado que asoma en la camisa, la espalda recta que grita disciplina, los glúteos que no llegaron ahí por genética sino por 400 sentadillas a la semana. El cuerpo entrenado se volvió el nuevo signo de estatus: no solo tienes tiempo para cuidarte, también tienes voluntad, control, metas, dieta, enfoque. Eres lo que tu bíceps declara.
Y claro, también están los influencers del cuerpo. Los que entrenan frente a la cámara. Los que necesitan compartir cada lagartija como si fuera una epifanía griega. Como si levantar una pesa fuera levantar el país. La selfie post-entrenamiento es el nuevo “buenos días”, solo que con proteína y vanidad.
Ahí está el verdadero giro perverso: el ejercicio ya no es salud, ni gozo, ni conexión con uno mismo. Es una nueva forma de obediencia, más sofisticada. Más rentable. Más instagrameable. El cuerpo se trabaja no para habitarlo, sino para mostrarlo. Se entrena no para vivir mejor, sino para tener algo que subir a las redes. Una forma de decir: “Sigo perteneciendo.”
HACER DEL CUERPO UN HOGAR, NO UNA VITRINA
Pero el cuerpo no nació para eso. El cuerpo no está aquí para complacer la mirada social, ni para obedecer algoritmos. El cuerpo no es adorno. Ni castigo. Ni vitrina. El cuerpo es hogar. Se mueve no para transformarse en objeto, sino para seguir siendo sujeto. Se ejercita para sostenerse ante la gravedad del mundo. Se fortalece no para lucirse, sino para resistir.
Y si ha de doler, que duela por dentro. No por estética. Sino por la épica de seguir vivos.
Es hora de volver al movimiento anónimo, al esfuerzo sin recompensa visible. Al ejercicio como conversación secreta con la vida. Sin fotos, sin filtros, sin público. Una caminata como acto poético. Una serie de lagartijas como rezo. Un trote sin ruta como grito.
Porque mientras el sistema insiste en vestirnos con músculos, likes y dietas, nosotros todavía podemos rebelarnos con cada paso, con cada gota de sudor que no se sube a ninguna red. Con cada entrenamiento que no presume resultados, pero sí sentido. Con cada cuerpo que no entra en moldes, pero sí en sí mismo.
Y cuando ya nadie lo espere, reivindicar el cuerpo desobediente, el cuerpo que se mueve sin pedir permiso ni aprobación. El cuerpo que no compite con el de al lado, sino que conversa con el de adentro.
Ese cuerpo, que sin más adorno que su propio pulso, dice en silencio: “Aquí estoy. Me muevo. Y no soy para nadie, salvo para mí.”