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Es martes y el cuerpo lo sabe

Ese músculo que nadie entrena: el de la compasión

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Hay músculos que no venden.

Todo el mundo habla del core, del cardio, de los glúteos como si fueran credenciales. Hay ejercicios para definir el abdomen, para endurecer el ego, para posar frente al espejo. Pero ninguno para sostener al otro. Ninguno para ser menos feroz. Ninguno para no ganar a costa de todo.

El músculo de la compasión no tiene rutina. No se ve en los reels de Instagram. No tiene instructores con licra fluorescente. Pero existe. Y duele más que una sentadilla mal hecha, porque no es de carne: es de conciencia.

EL RIVAL NO ES EL ENEMIGO. ES EL ESPEJO.

El deporte debería ser un ensayo de humanidad. Pero se ha vuelto un campo de batalla bien iluminado. El otro ya no es compañero de ruta: es amenaza. Peldaño. Estorbo.

Todo el mundo habla del core, del cardio, de los glúteos como si fueran credenciales. Hay ejercicios para definir el abdomen, para endurecer el ego, para posar frente al espejo. Pero ninguno para sostener al otro. Ninguno para ser menos feroz. Ninguno para no ganar a costa de todo.

Así nos volvimos veloces… pero no sabios. Fuertes… pero no nobles. Técnicos… pero no humanos.

El músculo de la compasión no sirve para ganar. Sirve para recordar quién eras antes de competir. Sirve para no olvidar que la línea de meta no está pintada en el suelo, sino en lo que queda de ti al cruzarla.

HAY FAMILIAS QUE CRÍAN CAMPEONES. Y OTRAS QUE CRÍAN GENTE DECENTE.

La compasión no nace en elTodo el mundo habla del core, del cardio, de los glúteos como si fueran credenciales. Hay ejercicios para definir el abdomen, para endurecer el ego, para posar frente al espejo. Pero ninguno para sostener al otro. Ninguno para ser menos feroz. Ninguno para no ganar a costa de todo. gimnasio. Nace en casa, cuando te enseñan a compartir la pelota. A no burlarte del que falla. A no creerte mejor por correr más. A saber que perder no te hace menos, y que ayudar al otro a no perderse… te hace más.

Hay madres que aplauden más cuando ayudas que cuando anotas. Padres que no celebran el marcador, sino el gesto. Hermanos que no te dicen “ganaste”, sino “estuviste”. Ahí, en esos hogares, el músculo de la compasión se entrena sin saberlo.

Y luego está el otro gimnasio. El de la escuela que premia solo al que vence. El del coach que grita “humíllalo”. El del torneo donde nadie saluda al que quedó último. En ese gimnasio se enseña a endurecer el cuerpo… y el corazón.

¿Y SI GANAMOS SIN PERDERNOS?

A veces me pregunto qué pasaría si la compasión se puntuara. Si hubiera medallas por detenerse a ayudar. Si los jueces anotaran los gestos, no solo los goles. Si ser humano contara más que ser máquina.

Pero no. Eso no da vistas. No da patrocinios. No da gloria.

Así que seguimos entrenando todo… menos lo que realmente sostiene. Todo… menos ese músculo blando y terco que no presume, pero que sostiene al mundo cuando todo lo demás se rompe.

AL FINAL, SÓLO ESO QUEDA

Cuando el cronómetro se apague. Cuando el cuerpo se canse. Cuando ya no haya podio ni público ni luces. Solo quedará eso: lo que fuiste para los demás cuando no te convenía. Lo que hiciste cuando no había cámara. El silencio en el que levantaste a alguien.

Ese es el verdadero entrenamiento. El único que no acaba cuando se acaban las medallas.

Y si alguna vez tropiezas —porque lo harás—, ojalá cerca de ti haya alguien que sí entrenó ese músculo. Y que se detenga, sin prisa, a recogerte. No para que ganes. Sino para que no te pierdas.

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