
Los gimnasios y vestidores están tapizados de carteles que nunca sudan. “Sí se puede”, “El esfuerzo nunca falla”, “Todo es posible”. Alguna vez parecieron himnos. Hoy son insectos disecados pegados en la pared: nadie los mira, pero ahí siguen, como si el polvo los protegiera del olvido. No motivan: decoran. El deporte, en ocasiones, se alimenta con frases de unicel: brillan un segundo y se deshacen al primer golpe de sudor.
MANTRAS PARA COLGAR EN LA REGADERA
Una corredora repite “la mente es más fuerte que el cuerpo” mientras las piernas ya firman su renuncia. Un boxeador, con la cara convertida en mapa topográfico, escucha en la esquina: “la fe mueve montañas”. Pero la montaña es el rival, y lo único que se mueve es su quijada. En el beisbol, un novato falla tres turnos y el coach suelta el conjuro: “el esfuerzo nunca falla”. El muchacho vuelve a fallar, pero con una fe envidiable, casi religiosa.
Las frases son hostias de plástico. El atleta las mastica convencido de que así espanta al miedo. No abren puertas: abren excusas. El “sí se puede” no es motivación: es jarabe de feria. Calma cinco minutos y después deja el mismo dolor.
Los pósters amarillos, arrugados por el vapor de miles de duchas, se han vuelto tapices de la resignación. Nadie los arranca. Ahí siguen, colgados como retratos de un difunto que nadie se atreve a bajar. No inspiran: asustan con su inmortalidad barata.
EL PLACEBO CON MICRÓFONO
El entrenador mediocre habla como pastor de feria. “Hay que querer más”, “todo es posible si trabajamos unidos”. Palabras servidas como ungüento milagroso, con la solemnidad de un vendedor de pomadas en el mercado. Los jugadores lo escuchan con cara de enfermos resignados: saben que no cura, pero igual se untan el bálsamo verbal.
En conferencias de prensa, la derrota se explica con slogans. “Nos faltó creer”, “dejamos todo en la cancha”, “esto apenas empieza”. Frases que pesan menos que el micrófono que las amplifica. El público aplaude como si hubiera escuchado poesía, cuando en realidad asistió a un stand-up de autoayuda.
La motivación es un calmante colectivo. Una morfina diluida en frases. Nadie mejora, pero todos sienten que algo se alivia. El truco no es ganar: es convencer al derrotado de que la derrota estaba escrita en el guion.
CEMENTERIO DE FRASES RECICLABLES
Cada generación recicla los mismos mantras como uniformes heredados y ya manchados. El “ganar no lo es todo, es lo único” convive con el “lo importante es competir”, como si la verdad dependiera del patrocinador que pagó la lona.
Las frases envejecen más rápido que los atletas. El récord dura lo que la tinta de un periódico; el “sí se puede” dura lo que una ovación forzada. Lo que queda son ruinas verbales. El archivo muerto no guarda frases: guarda derrotas embalsamadas. Son lápidas de cartón, apiladas en bodegas con el mismo cuidado con que se guarda la utilería de un circo.
Lo cruel no es que las frases mueran. Lo cruel es que nacieron muertas. El “todo es posible” no salvó al que se rompió la pierna. El “esfuerzo nunca falla” no pagó la renta del medallista olvidado. Son epitafios impresos antes del entierro, lápidas en oferta, tamaño póster.
La ironía es deliciosa: músculos entrenan con hierro, pero la mente se alimenta con aire enlatado. Nos reímos de atletas que repiten mantras huecos, de entrenadores que recetan slogans, de directivos que inauguran con discursos clonados. Y en casa hacemos lo mismo: pegamos frases en el refrigerador, repetimos mantras frente al espejo, nos recetamos autoayuda con fecha de caducidad.
Hasta que descubrimos que no eran motivaciones. Eran certificados de defunción impresos en cartulina. El archivo muerto, con cada temporada, suma otra caja, otra frase, otro fracaso. Y en la lápida verbal, escrita en Arial 72, sigue brillando el epitafio universal del deporte:
“SÍ SE PUEDE.”Traducción inmediata: No se pudo.