Deportes

‘Para entender el deporte’

Crónica del hombre que se ríe del calendario

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A los 66 años, la prisa se vuelve ridícula y el silencio, un cómplice.

Esto no es una confesión ni una despedida: es una risa que aprendió a sobrevivir al tiempo sin pedirle permiso. Cumplir años no es sumar: es esquivar.

El calendario me mira con lástima y sorpresa, como si no entendiera por qué sigo aquí. A esta edad uno ya no lucha contra el reloj: negocia.

Cada mañana firmamos un pacto tácito. Yo le doy unos pasos, él me da unas horas, y ambos fingimos que no notamos el desgaste del otro. El tiempo ya no pasa: se sienta conmigo a desayunar. A veces se roba mi café. A veces me corrige la memoria. Otras, simplemente me observa con esa paciencia que sólo tienen los relojes que ya no suenan.

MILAGROS A FUEGO LENTO

Mi madre hacía milagros con una cuchara.

Alimentar a siete hijos en una casa sin milagros era su deporte extremo. No cocinaba: multiplicaba.

Mientras nosotros peleábamos por el último trozo de pan, ella rezaba para que alcanzara la semana.

De ahí vengo: de una infancia donde el hambre tenía horario y la esperanza, turno completo.

A los once gané la Ruta de Hidalgo, esa olimpiada del conocimiento que me enseñó que la inteligencia también suda. A los catorce, el deporte irrumpió como maestro sin aviso: me enseñó disciplina y desobediencia al mismo tiempo. Supe que el cuerpo también piensa, sólo que lo hace con dolor.

EL ARTE DE IR EN CONTRA

Nunca aprendí a flotar: aprendí a resistir corriente. La rebeldía fue mi oficio y mi brújula.

Todo lo que logré vino con golpes, y todo lo que valió la pena me costó una cicatriz.

El mundo me quiso dócil; yo elegí la contrariedad. Si el río empujaba hacia el mar, yo me iba a la montaña, por pura terquedad hidráulica.

Aprendí que el fracaso tiene mejor memoria que el éxito, y que los aplausos se olvidan más rápido que las caídas.

Pero también que en cada derrota hay una risa esperando ser descubierta, como un chiste cósmico que sólo entienden los que han perdido mucho.

ORALBA Y LAS CONSTELACIONES DOMÉSTICAS

Luego llegó ella. No sé si fue milagro o travesura del destino, pero desde entonces la brújula de mi vida apunta a su risa.

Oralba no camina: levita entre el caos con la calma de quien ya sobrevivió a todos los temblores. Tiene la habilidad de convertir cualquier desastre en sobremesa y cualquier silencio en hogar. Mientras yo coleccionaba planes, ella doblaba el tiempo como si fuera una servilleta. A su lado descubrí que el amor no es refugio, sino disciplina secreta: la de no rendirse ni cuando el café se enfría.

Su paciencia es arte marcial. Su ternura, ciencia exacta sin laboratorio.

De ese amor nacieron tres astros, cada uno con su órbita y su física:

  • Paulina, el motor invisible. No empuja: convence.
  • Mariana, la luz que ordena el desorden sin que se note.
  • Miranda, la gravedad pura: todo lo que toca empieza a girar.

No heredaron mis músculos ni mis cicatrices, sino mi insomnio de pensar el mundo. Las miro y confirmo que la genética del asombro existe.

En ellas está mi verdadera herencia: la risa cuando todo falla, la calma cuando el ruido grita, la terquedad de volver a intentar. A veces las veo juntas, riéndose de mí, y siento que el universo me devolvió el favor: me quitó velocidad, pero me dio horizonte.

Oralba ya no necesita hablar: basta con que me mire. En su mirada cabe mi biografía completa, corregida y aumentada. Y cuando sonríe, tengo la certeza de que el tiempo, ese viejo enemigo, por un instante, se detiene a aplaudir.

Y ahora, Mary Pau. Mi nieta. Fruto nuevo para la fiesta. Ella no corre: contagia. No pregunta: ilumina. Con ella, el tiempo ya no se burla: se rinde. Y yo, que antes negociaba con el reloj, ahora simplemente lo dejo mirar.

EPÍLOGO PARA EL TIEMPO

A esta edad, uno ya no corre: observa.

La prisa se vuelve ridícula y el silencio, un amigo que no interrumpe. Cumplir 66 es seguir entrenando el alma.

He sobrevivido al hambre, al ego, al cansancio, al sistema, al olvido y a mí mismo.

Y aquí sigo: con la ironía en forma, la memoria sudando y la gratitud haciendo estiramientos.

El tiempo no pasa: se sienta conmigo a conversar.

Y mientras le cuento mis historias, se ríe.

Porque sabe que todavía no me rindo.

Y que, si se descuida, le gano por puntos.

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