Escenario

El Corona Capital 2025 convirtió el Autódromo Hermanos Rodríguez en un laboratorio emocional donde nostalgia, estruendo y una multitud frenética dibujaron el pulso cultural del otoño chilango durante tres días que redefinieron lo que significa vivir un festival en México

Corona Capital 2025: así se sintió desde adentro el festival que volvió a sacudir la CDMX

Franz Ferdinand en el Corona Capital (Alan Mino)

La edición 15 del Corona Capital llegó con la actitud de un festival que ya no compite: se impone. Su propuesta reunió a miles de asistentes dispuestos a atravesar sol, filas, empujones y precios elevados con tal de presenciar una alineación que parecía diseñada para desatar varias vidas emocionales en un mismo fin de semana.

Desde el primer día fue evidente que el festival buscó mezclar épocas, sonoridades y públicos. Foo Fighters, encargados de cerrar el arranque, hicieron del viernes un grito colectivo contenido desde hace años. La multitud recibió la descarga eléctrica que solo una banda acostumbrada a llenar estadios puede provocar. Queens of the Stone Age, Franz Ferdinand y Polo & Pan añadieron capas que iban desde la melancolía bailable hasta el sudor rockero que rebotaba en el pavimento del Autódromo.

El sábado, en cambio, fue un choque más suave, pero no por ello menos intenso. Chappell Roan, recién salida de un ascenso meteórico, se encontró frente a un público que hizo de su presentación un ritual inesperado. El día tambien tuvo a Vampire Weekend, Aurora y Alabama Shakes, creando un recorrido que se movía entre la ligereza pop, lo etéreo y lo profundamente soul. Aurora, en particular, logró suspender el tiempo durante algunos minutos: el ambiente se volvió casi litúrgico, un contraste radical con el bullicio habitual del festival.

El domingo fue la jornada de la memoria: Linkin Park, por primera vez en el Corona Capital, transformó el escenario principal en un homenaje emocional masivo. “Somewhere I Belong”, “In the End” y otros clásicos funcionaron como un recordatorio de una época que muchos asistentes vivieron a través de computadoras antiguas, audífonos prestados o estaciones de radio que hoy ya ni existen. Antes, Deftones, Weezer, James y Of Monsters and Men aportaron sus propias dosis de nostalgia, energía y cataratas de guitarras.

El cartel, además, apostó por propuestas menos convencionales como Adéla y Jordan Rakei, que demostraron que la diversidad sonora ya no es un lujo: es una necesidad.

OMD en el Corona Capital

Terreno, comunidad y la coreografía de un festival en movimiento

Si algo definió a esta edición fue el flujo constante: más de 60 mil personas solo el día inaugural, cada una moviéndose entre escenarios que parecían funcionar como un ecosistema propio. Según asistentes y comentarios que circularon en redes, la distribución de los espacios estuvo mejor calibrada que en años anteriores, evitando saturaciones extremas y manteniendo la experiencia en una línea de caos controlado.

Las horas de sol golpearon fuerte, pero el frío nocturno, casi traicionero, obligó a muchos a improvisar abrigos o a refugiarse en lockers y guardarropas. La dinámica térmica se volvió parte del relato del festival: la resistencia también es parte del rito.

El sistema cashless, implementado a través de brazaletes, agilizó el consumo, aunque no evitó los momentos de frustración típicos: largas esperas para bebidas, zonas abarrotadas y el recordatorio inevitable de que esta fiesta masiva también es una maquinaria económica que mueve cifras considerables. Comerciantes, hoteles, transporte, tiendas y restaurantes de la zona reportaron un impulso notable durante el fin de semana, consolidando, una vez más, al Corona Capital como una microeconomía itinerante.

En cuanto a la experiencia en los escenarios, hubo momentos donde la multitud parecía un organismo vivo: saltos sincronizados, olas humanas de celulares encendidos y silencios colectivos capaces de desarmar incluso a los más escépticos. Para Chappell Roan, por ejemplo, el ambiente se convirtió en un abrazo inesperado; su presentación, cargada de emoción, terminó por confirmarla como una figura querida entre el público mexicano.

Mientras tanto, bandas como Deftones ofrecieron recuerdos de cómo suena el rock cuando deja de ser una idea y se convierte en una masa vibrante que atraviesa cuerpos. Linkin Park, por su parte, entregó un show que combinó respeto, fuerza y memoria. La nostalgia, en este caso, no fue un recurso: fue el centro.

Jet Vesper en el Corona Capital (Alan Mino)

Más allá de la música: un ritual cultural que trasciende el Autódromo

El Autódromo Hermanos Rodríguez volvió a fungir como un espacio donde se cruzan generaciones, estilos y narrativas personales. El Corona Capital ya no es solo un festival: es un punto de encuentro cultural, un fin de semana donde miles de personas construyen microhistorias que luego se dispersan por toda la ciudad.

La edición 2025 también expandió su alcance gracias a las Corona Capital Sessions, pequeñas muestras del espíritu del festival llevadas a Guadalajara, Mérida y Monterrey, lo que amplió su impacto y permitió que más público se conectara con la esencia del evento.

Más allá del ruido, los reflectores y las redes sociales saturadas de videos, queda algo claro: el festival sigue perfeccionando la mezcla entre emoción colectiva, logística masiva y curaduría musical. La edición de este año se sintió como un equilibrio entre lo que alguna vez fue —un evento para escuchar a bandas internacionales que rara vez pisaban México— y lo que ahora representa: un ritual anual que forma parte del mapa emocional de miles de personas.

El Corona Capital 2025 demostró por qué se mantiene entre los festivales más influyentes de Latinoamérica. Su cartel amplio, la eficiencia organizativa y la calidad de sus shows refuerzan su papel como referente cultural. Para algunos fue la oportunidad de reencontrarse con sonidos que marcaron etapas de su vida; para otros, una puerta de entrada a nuevas obsesiones musicales.

Al final, lo que queda no es solo el cierre del festival, ni la última canción, ni la multitud abandonando el recinto en oleadas cansadas. Lo que permanece es la certeza de que, durante tres días, la Ciudad de México volvió a latir al ritmo de miles de gargantas, guitarras, sintetizadores y memorias compartidas.

Y ese pulso seguirá vibrando mucho después de que el último amplificador haya sido apagado.

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